Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
aquí, aunque se considera que la cuesta oriental del Paso del Halcón es un paisaje espléndido.
—Me gustaría conocerla cuando la guerra termine —Cal intenta ser amable pero apenas consigue ocultar su desinterés.
Davidson no le da importancia.
—Cuando la guerra termine —repite con ojos centellantes.
—No querríamos que por nuestra culpa llegara tarde a la sesión en la que pronunciará el discurso ante su gobierno —Anabel se toma del brazo de Cal como la abuela rendida que siempre es. Se apoya en él más de la cuenta, para proyectar una imagen conveniente y calculada.
—Yo no me preocuparía por eso —objeta él con una de sus sonrisas lánguidas e indulgentes—. Mi intervención en la asamblea de Montfort está prevista para mañana a primera hora. Presentaré entonces nuestros argumentos.
Cal se sobresalta.
—¿Para mañana a primera hora? Sabe tan bien como yo, señor, que el tiempo…
—Nuestra asamblea celebra sus reuniones por las mañanas. Espero que esta noche acepten mi invitación a cenar —dice plácidamente.
—Primer ministro… —Cal aprieta los dientes pero el nuevasangre se muestra enérgico y tajante, aunque contrito.
—Mis colegas ya aceptaron celebrar una sesión especial fuera de programa. Le aseguro que hago todo lo que puedo, dentro de los límites de las leyes de mi país.
Leyes. ¿Acaso pueden existir leyes en un país como éste, sin trono, corona ni nadie que tome las últimas decisiones mientras el resto pelea por los detalles? ¿Cómo puede tener Montfort la esperanza de sobrevivir? ¿Cómo puede tener la esperanza de progresar con tantas fuerzas que siguen direcciones diferentes?
Pero si Montfort no es capaz de moverse, si Davidson no obtiene más tropas para Cal, esta guerra podría acabar como yo deseo y más pronto de lo que pensé.
—¿A Ascendente, entonces? —pregunto con la esperanza de librarme del creciente frío y acercar a Cal a toda la distracción que este sitio pueda brindar. Puesto que Anabel ya reclamó a su nieto, le ofrezco el brazo a Davidson, quien lo toma con una leve inclinación y pone una mano ligera sobre mi muñeca.
—Es por aquí, su alteza —responde.
Me sorprende descubrir que el tacto de un nuevasangre no es tan repugnante como el de mi prometido. Él fija un paso firme, que nos aleja de los aviones hacia los senderos que conducen a Ascendente.
La ciudad se posa en lo alto de la margen oriental de la inmensa cordillera y domina picos menores y las fronteras distantes. La Pradera se disuelve en el horizonte; es un conocido país de saqueadores donde bandas nómadas de Plateados no alineados con ninguna nación apresan a los incautos que pasan por ahí. El resto es una llanura desierta, sólo estropeada por las ruinas irregulares de lo que hace mucho tiempo fue una ciudad. Ignoro su nombre.
Ascendente da la impresión de haber nacido de las montañas mismas, erigida como está sobre pendientes y valles, y se curva en burbujeantes arroyos y el gran río que avanza al este por sinuosas barrancas. Las escasas carreteras se pierden a la distancia y transportes aparecen y desaparecen por turnos. Sin duda hay más de ellas bajo la superficie, arrancadas a la roca y el corazón de estas montañas.
La mayor parte de los edificios de la urbe son de piedra de cantera —granito, mármol y cuarzo—, tallada y esculpida en bloques increíblemente lisos de colores blanco y gris. Pinos más altos que campanarios emergen entre las edificaciones y sus agujas son del verde oscuro de la bandera de Montfort. El atardecer y las montañas cubren la ciudad con franjas alternas de rosa subido y púrpura oscuro, luz y sombra. Arriba de nosotros, hacia el oeste, se alzan triunfantes picos nevados bajo un cielo demasiado grande y próximo. Estrellas prematuras perforan el anochecer. Me resultan familiares, forman patrones que conozco.
Jamás he visto una ciudad como ésta y me preocupa. No me gustan las sorpresas, no me agrada llevarme una fuerte impresión, porque eso significa que algo es mejor que yo, mi sangre o mi patria.
Sin embargo, Ascendente, Montfort y Davidson lo han conseguido: este extraño y hermoso lugar me impresiona sin remedio.
Aunque el trayecto a la ciudad es de poco más de un kilómetro, son tantos los peldaños que parece más largo. Pienso que el primer ministro desea ufanarse, así que en vez de meternos en vehículos nos obliga a caminar y ver la ciudad en todo su esplendor.
Si estuviera en la corte de un rey Calore con otro noble tomado de mi brazo, no me molestaría en conversar con él; la Casa de Samos ya goza ahí de una reputación excelente. ¿Pero en este sitio? Aquí debo mostrar mi valía, de modo que suspiro, aprieto los dientes y miro a Davidson junto a mí.
—Entiendo que obtuvo su puesto por elección —esta palabra me es ajena y rueda en mi boca como un guijarro pulido.
Ríe sin poder evitarlo, abre una pequeña grieta en su máscara inescrutable.
—En efecto, la nación votó por mí hace dos años. Y al tercero, en la primavera próxima, regresaremos a las casillas.
—¿Quién votó, precisamente?
Tensa la boca.
—Toda clase de personas, si es a lo que se refiere: Rojos, Plateados, ardientes. Las urnas no distinguen colores.
—Así que tienen Plateados aquí —aunque me lo habían dicho ya, dudé que un Plateado se rebajara a vivir con un Rojo, y más todavía a ser gobernado por él, incluso un nuevasangre. Esto me intriga, de cualquier forma. ¿Qué sentido tiene que vivan aquí como iguales cuando podrían vivir como dioses en otra parte?
Baja la barbilla.
—Tenemos muchos.
—¿Y ellos permiten esto? —pregunto con sorna, sin molestarme en contener la lengua. Hago eso únicamente en presencia de mis padres, y no están aquí; se marcharon después de lanzarme a estos lobos de sangre roja.
—¿Se refiere a nuestra existencia como iguales? —Su voz adopta un tono más agudo, silba en el aire de la montaña.
Perfora mis ojos con los suyos, oro contra gris oscuro. Proseguimos nuestra marcha con paso firme sobre los numerosos escalones. Él querría que me disculpara; no lo hago.
Llegamos por fin a un rellano, una terraza de mármol que da a un jardín exuberante. Flores desconocidas, de color púrpura, naranja y azul pálido, se elevan en espiral ante nosotros, silvestres y fragantes. Unos metros más allá, Mare Barrow y su familia atraviesan el jardín guiadas por sus escoltas de Montfort. Uno de sus hermanos se agacha para inspeccionar mejor las flores.
Mientras el resto de nuestro grupo disfruta de la vista de este edén, Davidson se acerca a mí; sus labios casi acarician mi oreja y resisto el impulso de partirlo en dos.
—Perdone mi atrevimiento, princesa Evangeline —murmura—, pero tiene una amante, ¿cierto? Y le prohíben casarse con ella.
Juro que les cortaré la lengua a todos. ¿No dicen que los secretos son sagrados?
—No sé de qué habla —digo entre dientes.
—¡Claro que lo sabe! Ella está casada con su hermano, como parte de un trato, ¿no es así?
Mis manos se tensan sobre un barandal de piedra; su fresca lisura no contribuye a serenarme. Clavo los dedos, las agudas y enjoyadas puntas de mis zarpas decorativas calan hondo. Davidson continúa con sus palabras en tropel, suaves, rápidas e imposibles de ignorar.
—Si todo fuera como usted quisiera, si usted no fuese una pieza negociable de una corona y ella no estuviera desposada, ¿podrían casarse? En las mejores circunstancias, ¿los Plateados de Norta accederían a su deseo?
Me vuelvo hacia él y le muestro los dientes. Está demasiado cerca; no se arredra ni retrocede. Veo las diminutas imperfecciones de su piel: arrugas, cicatrices, poros incluso. Podría