Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
con una fina sonrisa.
—¿No es obvio? —apunta hacia las incontables plantas y flores de la terraza que cuelgan de los innumerables balcones y ventanas—. No soy más que un humilde guardaflora, señorita Barrow.
Exhibo una sonrisa en pos de las apariencias. Humilde. He visto cadáveres de cuyos ojos y boca salen raíces retorcidas. No hay Plateados humildes ni inofensivos. Todos poseen la habilidad de matar. Aunque también nosotros, supongo: todos los seres humanos sobre la Tierra.
Atravesamos la terraza hacia el aroma, las débiles luces y el murmullo de una conversación forzada. Esta parte del palacio sobresale de la cumbre y ofrece una amplia vista de los pinos, el valle y los picos nevados en la distancia, que brillan bajo la luz de una luna en ascenso.
Trato de no parecer ansiosa ni interesada, y ni siquiera enojada, nada que dé un indicio de mis emociones. De todas formas, siento un vuelco en el corazón y una descarga de adrenalina cuando veo la conocida silueta de Tiberias. Contempla el paisaje de nuevo, incapaz de hacer frente a cualquiera a su alrededor. La boca se me tuerce de disgusto. ¿Desde cuándo eres un cobarde, Tiberias Calore?
A unos metros, Farley camina de un lado a otro, ataviada aún con el uniforme de la comandancia. Su cabello está recién lavado y fulgura a la luz de las lámparas que cuelgan sobre la mesa. Me dirige una leve inclinación antes de sentarse.
Evangeline y Anabel ocupan ya sus asientos, a cada lado de una de las cabeceras de la mesa. Seguro que se proponen flanquear a Cal y proclamar su importancia a su izquierda y derecha. Mientras que Anabel parece cómoda en su vestido de siempre, su pesado atuendo de seda roja y naranja, Evangeline se solaza bajo un cuello de negra y lisa piel de zorro. Me mira conforme me acerco a la mesa, con ojos refulgentes como estrellas errantes. Cuando me siento en diagonal a ella, lo más lejos posible del príncipe exiliado, sus labios se fruncen en un remedo de sonrisa.
Carmadon no parece notar o interesarse en que sus invitados se odien a muerte. Se sienta garboso en la silla frente a mí, a la derecha de donde imagino que estará Davidson. Una ayudante emerge de las sombras para llenar su copa de vino, decorada con intrincadas figuras.
Entrecierro los ojos. Es una ayudante de sangre roja, a juzgar por el rubor en sus mejillas. No es vieja ni joven, pero sonríe al mismo tiempo que trabaja. Nunca he visto a una asistente Roja sonreír así, a menos que se le ordene.
—Reciben un salario y se les paga bien —dice Farley, sentada junto a nuestro anfitrión—. Ya lo averigüé.
Carmadon hace girar el vino en su copa.
—Indague lo que guste, general Farley. Revise detrás de las cortinas si lo desea. No hay esclavos en mi casa —adopta un tono serio.
—No nos presentamos como se debe —me siento más ruda que de costumbre—. Usted se llama Carmadon pero…
—¡Desde luego, excuse mi descortesía, señorita Barrow! El primer ministro Davidson es mi esposo y ya se está retrasando. Aunque me disculparía si la cena se enfriara por esperarlo —señala con una mano la mesa de servicio, con nuestro primer plato—, su puntualidad no es mi culpa ni mi problema.
A pesar de que sus palabras son ásperas, su actitud es franca y amigable. Si Davidson resulta difícil de descifrar, su esposo es un libro abierto, lo mismo que Evangeline en este instante.
Mira a Carmadon con tanta envidia que pienso que se pondrá verde. ¡Y no es para menos! La vida de esta pareja, un matrimonio como éste, es imposible en nuestro país. Está prohibido. Se considera un desperdicio de sangre plateada. Aquí no.
Junto las manos en el regazo, intento no inquietarme a pesar de la energía nerviosa que se deja sentir en la mesa. Anabel no ha dicho nada hasta ahora, sea porque reprueba a Carmadon o porque le disgusta comer codo a codo con Rojos. Podrían ser ambas cosas.
Farley baja un poco la cabeza para agradecerle a Carmadon que llene su copa de un vino burbujeante y casi negro, que consume de un solo trago.
Yo me ciño al agua con hielo servida con rodajas de resplandeciente limón. Lo último que necesito es que me dé vueltas la cabeza y no pueda pensar con claridad con Tiberias Calore cerca. Lo veo entrar y paso los ojos por sus conocidos y amplios hombros bajo los bordes de una capa roja. Las luces vivaces de la terraza acentúan su aspecto de flama.
Cuando se vuelve, bajo la mirada. Escucho como se aproxima, su presencia pesa en el aire. Una silla de hierro forjado raspa contra el suelo de piedra con un movimiento irritantemente lento y cadencioso. Casi me sobresalto al ver dónde ha decidido sentarse.
Tiberias roza mi brazo con el suyo durante justo un segundo y me envuelve con su calor. Maldigo esta conocida comodidad, en contraste con el frío de la montaña.
Por fin me atrevo a alzar la vista, y veo a Carmadon con la cabeza ladeada y la barbilla sobre un puño. Se muestra sumamente divertido, y a su lado Farley está a punto de vomitar. No tengo que mirar a Anabel para saber que ha fruncido el ceño.
Uno mis manos bajo la mesa y entrelazo tan fuerte los dedos que mis nudillos se vuelven blancos, no de temor sino de cólera. Tiberias se inclina junto a mí, pone un codo sobre el brazo de la silla; podría murmurar algo en mi oído si quisiera. Aprieto los dientes y resisto el instinto de escupir.
Al otro lado de la mesa del banquete, Evangeline ronronea. Desliza una mano por sus pieles y sus zarpas decorativas destellan.
—¿De cuántos platos constará la cena, milord Carmadon?
El esposo de Davidson no deja de mirarme y tuerce los labios en lo que podría ser una sonrisa.
—De seis.
Con el ceño fruncido, Farley bebe el resto de su copa.
Carmadon sonríe y les hace señas a los sirvientes, que permanecen en las sombras.
—Dane y su Lord Julian se nos unirán más tarde —dice mientras pide el primer plato con un ligero chasquido de los dedos—. Espero que les guste; pusimos especial esmero en preparar algunas de las especialidades de Montfort.
El servicio es rápido y fluido, tan eficiente como en los palacios de los reyes Plateados, pero menos formal. Carmadon preside mientras unos platitos de elegante porcelana son colocados frente a nosotros. Observo una rodaja rosada de pescado del tamaño de mi pulgar cubierta por una especie de espárragos con queso crema.
—¡Salmón fresco, del río Calum, en el oeste! —explica Carmadon antes de llevárselo entero a la boca y Farley sigue su ejemplo—. El Calum desemboca en la costa occidental, en el océano.
Pese a que intento imaginar de qué habla, mi conocimiento de sus territorios es escaso, por decir lo menos. Si bien hay otro mar que bordea el extremo occidental del continente, eso es todo lo que sé por ahora.
—Mi tío Julian está ansioso por conocer mejor su país —indica Tiberias; habla despacio, con convicción, y eso lo envejece una década—. Sospecho que sus preguntas son la causa del retraso del primer ministro.
—Quizá, mi Dane es feliz en su biblioteca.
Julian también. ¿El primer ministro desea establecer vínculos propios, aliarse con un afable Plateado de Norta, o sólo pasa gratamente el tiempo con otro sabio, deseoso de compartir información sobre su país?
Después del salmón llega una sopa de verduras, humeante bajo el aire helado, y luego una ensalada de verduras frescas y arándanos silvestres cosechados en estas montañas. A Carmadon le tiene sin cuidado que nadie más que él hable. Llena el silencio con su parloteo, detalla con deleite cada aspecto de la cena que preparó: las particularidades del aderezo de la ensalada, la mejor época del año para recoger moras, cuánto tiempo deben cocerse las verduras, las dimensiones de su huerto personal, etcétera. Dudo que Evangeline, Tiberias o Anabel hayan cocinado un día en su vida y me pregunto si Farley ha comido en alguna ocasión algo que no fuera robado o racionado.
Hago lo que puedo por mostrarme cortés, aunque tengo poco que decir, en especial cuando Tiberias está tan cerca de mí y huele todo lo que