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Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.

Tormenta de guerra - Victoria Aveyard


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que compensemos nuestras deficiencias a la par, pero esta vez los dos estamos perdidos. Y mi padre lo está también. Pese a mi disgusto con él, esto me asusta más que todo; es imposible que nos proteja de algo que escapa a su comprensión.

      Mare no lo entiende tampoco y frunce la nariz para dejar constancia de su desconcierto. ¡Vaya gentuza!, maldigo para mí. Me pregunto si la eternamente malhumorada y marcada con cicatrices sabrá de qué habla Davidson.

      Éste deja escapar una risita. El viejo se divierte. Baja los ojos y sus oscuras pestañas acarician sus mejillas. Sería apuesto si se lo propusiera; supongo que esto no representa ningún beneficio para sus intenciones.

      —Como todos saben, no soy rey —mira a mi padre, Cal y Anabel, en ese orden—. Ocupo mi cargo por voluntad de mi pueblo, que dispone de otros políticos electos para que representen también sus intereses. Ellos deben aprobar todas las decisiones. Cuando regrese a Montfort para requerir más tropas…

      —¿Regresará a Montfort? —lo ataja Cal y él para en seco—. ¿Cuándo pensaba decírnoslo?

      Davidson se encoge de hombros.

      —Ahora.

      Mare tuerce la boca, no sé si para sofocar una mueca o una sonrisa; es probable que para esto último.

      No soy la única que se da cuenta de ello. Cal mira por turnos a la Niña Relámpago y al primer ministro, con desconfianza creciente.

      —¿Y qué haremos en su ausencia, señor? —lo interroga—. ¿Lo esperaremos o combatiremos con una mano atada a la espalda?

      —Me halaga que otorgue a Montfort tanta importancia para su causa, su majestad —sonríe—, pero lo siento, no puedo infringir las leyes de mi país, ni siquiera en tiempo de guerra. No traicionaré los principios de Montfort y me atendré a los derechos de mis ciudadanos. Después de todo, se cuentan entre quienes le ayudarán a usted a reclamar su país —la amonestación que sus palabras conllevan es tan obvia como la sonrisa que no se aparta de su rostro.

      El soberano de la Fisura es mejor que Cal para esto y exhibe una sonrisa falsa.

      —¡Jamás pediríamos a un gobernante que se volviese contra su pueblo, señor!

      —¡Desde luego que no! —añade la marcada con cicatrices con mordacidad patente. Mi padre mantiene la calma ante esa falta de respeto, si bien sólo en favor de la coalición. De no ser por nuestra alianza, sospecho que la mataría al instante, para dar a todos una lección de buena educación.

      Cal se tranquiliza un tanto y hace todo lo que puede por controlarse.

      —¿Cuánto tiempo durará su ausencia, señor?

      —Aunque todo depende de mi gobierno, no creo que el debate sea largo —responde.

      La reina Anabel bate palmas, divertida, y su risa ahonda sus arrugas.

      —¡No me diga! ¿Y qué es lo que su gobierno considera un debate largo?

      Siento de súbito como si viera una obra interpretada con malos actores. Ninguno de ellos —mi padre, Anabel, Davidson— cree una sola palabra de lo que dicen los demás.

      —Una controversia de varios años de duración —contesta Davidson con un suspiro y se pone a la altura del forzado humor de la reina Lerolan—. La democracia es sumamente entretenida; lamento que ninguno de ustedes la conozca aún.

      Este remate busca herir y lo logra. A Anabel la sonrisa se le congela en el rostro y golpetea los dedos sobre la mesa, con igual propósito admonitorio. Su habilidad puede destruir sin esfuerzo, como las del resto de nosotros. Todos somos letales y nuestros motivos están en juego; no sé cuánto más podré soportarlo.

      —Ardo en deseos de verla yo misma.

      La temperatura aumenta antes de que estas palabras terminen de salir de la boca de Mare. Es la única que no mira a Cal. Él fija en ella sus ojos incandescentes al tiempo que se muerde los labios. Mare no abandona su resolución ni su semblante de plácida indiferencia. Presumo que sigue el ejemplo de Davidson.

      Me llevo una mano a la boca para ahogar una risa de sorpresa. Tengo que reconocer el enorme talento de Mare Barrow para disgustar a los Calore. ¿Será que lo planea? ¿Que no duerme mientras trama cómo confundir a Maven o distraer a Cal?

       ¿En realidad lo hace? ¿Sería capaz de tal cosa?

      Mi primera reacción es apagar el rayo de esperanza que ilumina mi pecho, pero después permito que irradie.

       Lo hizo con Maven: lo mantuvo ocupado, desequilibrado, lejos de ti. ¿Por qué no habría de hacer lo mismo con Cal?

      —Usted sería entonces un buena emisaria de Norta —intento ofrecer una apariencia aburrida, poco interesada, nada ansiosa; no deseo que nadie se dé cuenta de que arrojo el hueso demasiado lejos, sabedora de que el cachorro correrá tras él. La Niña Relámpago me mira de pronto y alza un centímetro las cejas. ¡Vamos, Mare! Me alegra que nadie en este lugar pueda leer mi mente.

      —No hará lo que dices, Evangeline —me reprende Cal de inmediato—. Sin afán de ofender, primer ministro, no sabemos lo suficiente de su nación…

      Inclino a un lado la cabeza y parpadeo en dirección a mi prometido. Mi cabello de plata resbala sobre la armadura de escamas en mi clavícula. Por pequeño que sea, el poder que tengo ahora aviva mis sentidos.

      —¿Y qué mejor forma entonces de conocer la República Libre? La Niña Relámpago será recibida como heroína, Montfort es un país nuevasangre y la presencia de Mare contribuirá a nuestra causa, ¿no es así, señor?

      Fija en mí su mirada inexpresiva, con la que siento que me perfora. Ve todo lo que quieras, Rojo.

      —No tenga usted la menor duda.

      —¿Confiará que una Roja informe de todo lo que encuentre allá, sin adornos ni omisiones? —pregunta Anabel con incredulidad palpable—. No se confunda, princesa Evangeline; esta señorita no profesa lealtad a nadie en cuyas venas corra sangre Plateada.

      Cal y Mare bajan la vista al mismo tiempo, como si evitaran mirarse uno a otro.

      Levanto los hombros.

      —Envíen a un Plateado con ella. ¿Acaso no podría ser Lord Jacos? —El escuálido viejo de los atuendos amarillos se sobresalta cuando escucha su nombre; tiene un aspecto deshilachado, como un paño raído—. Si la memoria no me falla, usted es un hombre de letras, ¿cierto?

      —Así es —contesta en un murmullo.

      Mare se endereza de repente. Pese a que sus mejillas están rojas, parece serena.

      —Envíen con nosotros a quien deseen, porque iré a Montfort de todas formas; ningún rey tiene derecho a detenerme por más que quiera.

      ¡Magnífico! Calore se tensa en su silla. Su abuela asoma a su lado, menuda en comparación con él, aunque el parecido entre ambos destaca todavía: los mismos ojos broncíneos, anchos hombros y nariz recta; el mismo corazón guerrero y, en definitiva, idéntica ambición. Mientras ella habla, no le quita los ojos de encima, temerosa de su reacción.

      —¿De modo que Lord Jacos y Mare Barrow representarán al legítimo rey de Norta junto con…?

      La pulsera de él chisporrotea y escupe una llamita roja que llega lentamente a sus nudillos.

      —El legítimo rey de Norta se representará a sí mismo —asegura, con la vista puesta en el fuego.

      Al otro lado de la sala, Mare aprieta los dientes. Aun cuando debo hacer acopio de toda mi moderación para guardar silencio, canto y bailo dentro de mí. ¡Qué fácil fue conseguirlo!

      —¡Tiberias…! —silba Anabel y él no se molesta en atenderla; la reina Lerolan no puede presionarlo. Todo esto es obra tuya, vieja tonta. Lo declaraste rey; ahora debes obedecerlo.

      —Admito que poseo un poco de


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