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Novelas completas - Jane Austen


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recibido de Jane desde que se hallaba en Kent. No contenían quejas ni nada que probase que se acordaba de lo pasado ni que indicase que sufría por ello; pero en conjunto y casi en cada línea faltaba la alegría que acostumbraba a caracterizar el estilo de Jane, alegría que, como era natural en un carácter tan sosegado y cariñoso, casi nunca se había marchitado. Elizabeth se fijaba en todas las frases reveladoras de angustia, con una minuciosidad que no había puesto en la primera lectura. El vergonzoso alarde de Darcy por el daño que había causado le hacía sentir más descarnadamente el sufrimiento de su hermana. Le consolaba algo pensar que dentro de dos días estaría de nuevo junto a Jane y podría contribuir a que recobrase el ánimo con los cuidados que solo el cariño puede hacer.

      No podía pensar en la marcha de Darcy sin tener presente que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había dado a entender con claridad que no podía pensar en ella.

      Mientras se hallaba meditando todo esto, la sobresaltó la campanilla de la puerta, y abrigó la esperanza de que fuese el mismo coronel Fitzwilliam que ya una vez las había visitado por la tarde y a lo mejor iba a preguntarle cómo se encontraba. Pero pronto desechó esa idea y siguió pensando en sus cosas cuando, con un susto enorme, vio que Darcy entraba en el salón. Enseguida empezó a preguntarle, muy nervioso, por su salud, atribuyendo la visita a su deseo de saber que se encontraba mejor. Ella le contestó amable pero fríamente. Elizabeth estaba perpleja pero disimuló. Después de un silencio de varios minutos se acercó a ella y muy agitado declaró:

      —He luchado inútilmente. Ya no puedo más. Soy incapaz de contener mis sentimientos. Permítame que le diga que la admiro y la amo con locura.

      El pasmo de Elizabeth fue inenarrable. Enrojeció, se quedó mirándole fijamente, indecisa y muda. Él lo interpretó como un signo favorable y continuó manifestándole todo lo que sentía por ella desde hacía tiempo. Se explicaba bien, pero no solo de su amor tenía que referirse, y no fue más expresivo en el tema de la ternura que en el del orgullo. La inferioridad de Elizabeth, la humillación que significaba para él, los obstáculos de familia que el buen juicio le había hecho anteponer siempre a la estimación. Hablaba de estas cosas con un ardor que reflejaba todo lo que le herían, pero todo ello no era lo más favorable para apoyar su petición.

      A pesar de toda la antipatía tan honda que le profesaba, Elizabeth no pudo permanecer insensible a las manifestaciones de cariño de un hombre como Darcy, y aunque su opinión no varió en lo más mínimo, se entristeció de momento por la decepción que iba a llevarse; pero el lenguaje que este utilizó después fue tan insultante que toda la compasión se convirtió en cólera. Sin embargo, trató de responderle sosegadamente cuando acabó de hablar. Finalizó asegurándole la firmeza de su amor que, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y aguardando que sería premiado con la aceptación de su mano. Por su manera de expresarse, Elizabeth advirtió que Darcy no ponía en duda que su respuesta sería afirmativa. Hablaba de temores y de ansiedad, pero su aspecto revelaba una seguridad total. Esto la ponía más furiosa y cuando él terminó, le contestó con las mejillas rojas de cólera:

      —En estos casos creo que se acostumbra a expresar cierto agradecimiento por los sentimientos expresados, aunque no puedan ser igualmente correspondidos. Es natural que se sienta esta obligación, y si yo sintiese reconocimiento, le daría las gracias. Pero lo siento; nunca he ambicionado su estima, y usted me la ha concedido muy en contra de su voluntad. Siento haber hecho daño a alguien, pero ha sido sin pretenderlo, y espero que ese daño dure poco tiempo. Los mismos sentimientos que, según dice, le impidieron darme a conocer sus intenciones durante tanto tiempo, vencerán sin problemas ese sufrimiento.

      Darcy, que estaba apoyado en la repisa de la chimenea con los ojos fijos en el rostro de Elizabeth, parecía recibir sus palabras con tanta animosidad como sorpresa. Su tez palideció de rabia y todas sus facciones delataban la turbación de su ánimo. Luchaba por guardar las formas, y no abriría los labios hasta que creyese haberlo conseguido. Este silencio fue espantoso para Elizabeth. Finalmente, forzando la voz para aparentar tranquilidad, dijo:

      —¿Y es esta toda la contestación que voy a tener el honor de esperar? Quizá debiera preguntar por qué se me rechaza con tan escasa amabilidad. Pero tanto me da.

      —También podría yo —replicó Elizabeth— preguntar por qué con tan claras intenciones de ofenderme y de insultarme me dice que le gusto en contra de su voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su carácter. ¿No es esta una excusa para mi falta de amabilidad, si es que en realidad la he cometido? Pero, además, he recibido otras provocaciones, las conoce usted de sobra. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferentes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, quizá para siempre, la felicidad de una hermana muy apreciada?

      Al oír estas palabras, Darcy cambió de color; pero la conmoción fue transitoria y siguió escuchando sin deseos de interrumpirla.

      —Yo tengo todas las razones posibles para haberme forjado un mal concepto de usted —continuó Elizabeth—. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proceder. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censuras de la gente por caprichoso y veleidoso, y a la otra a la burla por sus fracasadas esperanzas, hundiéndoles a los dos en la mayor desesperación.

      Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de remordimiento. Incluso la miraba con una sonrisa de presuntuosa incredulidad.

      —¿Puede negar que ha hecho esto? —repitió ella.

      Fingiendo estar sereno, Darcy respondió:

      —No he de negar que hice todo lo posible para separar a mi amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido más condescendiente con él que conmigo mismo.

      Elizabeth desestimó aparentar que notaba esa sutil reflexión, pero no se le escapó su significado, y no consiguió armonizarla.

      —Pero no solo en esto se basa mi desprecio —siguió Elizabeth. Mi opinión de usted se formó mucho antes de que este desencanto tuviese lugar. Su modo de ser quedó al descubierto por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses. ¿Qué puede decir a esto? ¿Con qué acto falso de amistad puede defenderse ahora? ¿Con qué embuste puede justificar en este caso su dominio sobre los demás?

      —Se interesa usted demasiado por lo que afecta a ese caballero —dijo Darcy en un tono menos sosegado y con el rostro rojo de ira.

      —¿Quién, que conozca las penas que ha sufrido, puede evitar sentir interés por él?

      —¡Las penas que ha sufrido! —exclamó Darcy con desprecio—. Sí, realmente, unas penas terribles...

      —¡Por su culpa! —exclamó Elizabeth con fuerza—. Usted le redujo a su actual relativa pobreza. Usted le vedó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para él. En los mejores años de la vida le privó de una independencia a la que no solo tenía derecho sino que merecía. ¡Hizo todo esto! Y todavía es capaz de poner en ridículo y reírse de sus sufrimientos...

      —¡Y esa es —gritó Darcy mientras se paseaba como un poseso por el cuarto— la opinión que guarda usted de mí! ¡Ese es el aprecio en que me tiene! Le doy las gracias por habérmelo explicado tan francamente. Mis faltas, según su cálculo, son grandísimas. Pero puede —añadió deteniéndose y encarándose con ella— que estas ofensas hubiesen sido pasadas por alto si no hubiese herido su orgullo con mi sincera confesión de los reparos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolución. Me habría ahorrado estas amargas acusaciones si hubiese sido más experto y le hubiese escondido mi lucha, ensalzándola al hacerle creer que había dado este paso impulsado por la razón, por la reflexión, por una incondicional y pura inclinación, por lo que sea. Pero me asquea todo tipo de engaño y no me reprocho de los sentimientos que he revelado, eran naturales y justos. ¿Cómo podía suponer usted que me gustase la inferioridad de su familia y que me felicitase por la perspectiva de tener unos parientes


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