No somos niños. Catalina Donoso PintoЧитать онлайн книгу.
fuente de incertidumbre y caos, interactúa también con las nociones de desarrollo y subdesarrollo aplicadas a comunidades organizadas, entregando un doble mensaje: la sociedad subdesarrollada (infantil) es problemática y debe ser superada; la sociedad joven, en vías de desarrollarse, es una promesa de futuro.
Hechas estas aclaraciones me propongo revisar dos cintas del director colombiano Víctor Gaviria, que corresponden a sus primeros largometrajes: Rodrigo D. No Futuro (1988) y La vendedora de rosas (1998). Gaviria es un realizador cuyo trabajo con actores naturales y temáticas sociales, vinculadas principalmente a la marginalidad y la violencia en su país, lo convierte en un referente obligado del cine contemporáneo latinoamericano. En las películas que analizaré aquí se presentan grupos de niños y jóvenes que encarnan la doble amenaza: la del subdesarrollo como polo inconsciente de la sociedad que no puede ser normado y fractura su estabilidad, y al mismo tiempo la subversión de la promesa de futuro que se convierte en un vacío, un territorio donde cualquier futuro posible está destinado a desaparecer. Antes de caracterizar esta cuestión mediante el análisis de las estrategias narrativas específicas utilizadas por el autor, quiero hacer una breve alusión a la relación que el cine como institución y como aparato ha establecido con la infancia, para entrar desde ahí a las perspectivas particulares desarrolladas por estas películas.
Cine, mirada infantil y realismos
Esta vinculación entre cine e infancia puede rastrearse ya en los orígenes del quehacer fílmico. Una de las primeras escenas filmadas por los hermanos Lumière es Repas de bébé (1895), donde se observa al hijo de Andrée Lumière junto a su madre y a este último, tomando desayuno. En otro sentido, uno de los textos fundacionales de reflexión sobre el entonces naciente medio técnico y expresivo, El Film. Evolución y esencia de un arte nuevo de Bela Balázs, alude a la presencia de los niños en el filme por su capacidad de integrar su naturaleza esencial a la escena.
Los niños siempre actúan con naturalidad, porque la actuación forma parte de su naturaleza. No tratan de representar algo, como lo hace el artista, pudiendo cometer errores, sino que hacen de sí mismos algo distinto a lo que son, creyendo estar en una situación distinta a la suya. Esto no es una actuación, sino una expresión vital natural de la conciencia infantil, cosa que también podemos observar en los animales (…). El que ha trabajado en un filme o en un escenario con niños, sabe que no hay que dejarlos actuar, se debe actuar con ellos. No es que su actuación sea natural, sino que es su naturaleza la que actúa (62).
Dicha argumentación enfatiza una cierta autenticidad asociada a la infancia que el cine sería capaz transmitir o transparentar.
Por una parte, la relación del cine con la infancia se establece como una suerte de curiosidad natural, en la que la cámara reemplaza al ojo adulto que observa y captura el comportamiento del niño, como podría serlo el temprano cortometraje realizado por los hermanos Lumière. Además, la presencia de niños representa una irrupción de frescura, encarnada en la autenticidad de su comportamiento, según se desprende de lo propuesto por Balázs. En otro sentido, la cámara puede erigirse como el ojo desprejuiciado e inocente del niño, asociado a un mundo semiestructurado, “en vías de”, no resuelto del todo. En términos técnicos, la posición misma de la cámara, ojo mecánico que registra los hechos del filme, puede asumir la perspectiva óptica de un infante. Una de las realizadoras más importantes del cine latinoamericano contemporáneo, Lucrecia Martel, en cuyas cintas suelen aparecer niños o adolescentes con roles relevantes, ha reconocido que uno de los elementos que da ese carácter tan peculiar a sus obras es el de situar la cámara a la altura de un niño y filmar desde allí.
Luego de la invención del cinematógrafo, que inaugura una era de reproducción técnica de los hechos de la vida diaria, surge una posibilidad expresiva que se centra más bien en las opciones artificiosas de su mecanismo. Según las consideraciones de Edgar Morin, este “paso del cinematógrafo al cine” tiene como figura principal a Georges Méliès, cuya obra es conocida por el predominio de la “vía teatral espectacular” como medio expresivo. Uno de los detractores de este tipo de cine fue Siegfrid Kracauer, convencido realista, para quien el compromiso del cine se encuentra en su capacidad de representar a su objeto lo más fielmente posible. Es importante hacer notar que en su libro Teoría del cine. La redención de la realidad física, al reflexionar acerca de los alcances que conlleva la “impresión de realidad” creada por la imagen fílmica, advierte sobre los problemas de una espectacularidad engañosa. Así lo sintetiza Alejandro Montiel en su Teoría del cine:
Esta consciencia aletargada hace que se “viva en el filme”, dentro del filme, en una situación próxima a la hipnosis, por lo que el cine es “un instrumento de propaganda incomparable” que se asimila como un sueño prefabricado, lo cual, por otra parte, reporta ciertas satisfacciones muy intensas comparables a una ideal omnipotencia infantil, pues uno puede estar en todas partes y verlo todo, como un dios (Montiel 82).
Desde la posición de Kracauer, obras como las realizadas por Méliès no hacen sino exacerbar esta propiedad hipnótica que, según Edgar Morin — y sin implicar en ello una crítica—, emparentaron su cine con la magia y la brujería. Para autores como Kracauer o Bazin, esta apuesta resultaba empobrecedora para el nuevo arte, anclada como estaba en la ilusión y el artificio, y por ello, más engarzada aún en la omnipotencia falaz del estado infantil.
Esta última aseveración nos permite dar un salto hacia las teorías del psicoanálisis y lo que desde esa frontera ha podido decirse respecto al cine. De hecho, es pertinente cruzar la cita anterior de Kracauer con la concepción de la primera infancia como etapa narcisista. Allí, el niño construye el mundo en torno a sí mismo, solo conoce como meta la satisfacción de sus deseos y desarrolla fuertes episodios de frustración cuando no puede conseguirlos. En este sentido, lo descrito por el autor y denominado “omnipotencia infantil”—supuestamente generada en la experiencia fílmica— puede muy bien analogarse a la fase narcisista, estadio normal de desarrollo del individuo, pero que debe ser superada. Si lo leemos en este sentido, las audiencias sufrirían una suerte de regresión a esta posición infantil, avaladas por la ilusión de poder absoluto, ejercido en este caso a través de la mirada.
En este punto es necesario establecer un cruce con la apuesta de las corrientes realistas y su decisión de hacerse cargo responsablemente de una “realidad” extrafílmica que representar. Desde ese punto de vista, el neorrealismo italiano y los teóricos como André Bazin o Siegfried Kracauer ponen sus aproximaciones al cine al servicio de una reflexión acerca de lo real que sospecha de sus posibilidades de ilusión y espectáculo, y abren, por el contrario, un frente de lucha que se separa de la evasión como principio para inscribirse en el de un cine revelador de lo real, según palabras de Ismail Xavier. Pero aquí encontramos otro intersticio de entrada para las concepciones de la infancia: la reivindicación de una verdad fragmentaria y no totalizante descrita por Kracauer —propia del cine de posguerra que, una vez desprendido de inscripciones religiosas o ideológicas, vuelve al “pequeño hecho”, a la potencia significante de esos vestigios de realidad— permite describir la posición del espectador como profundamente infantil, pero no infantilizada (como podría ser la pantalla ilusoria) sino que retornado en la inocencia de una mirada abierta al mundo:
Es posible una experiencia reveladora dada una condición de inocencia, teniendo en cuenta que el hombre “fragmentado” —de acuerdo a una concepción clásica del infante— es todo disponibilidad para vivenciar sin los velos ideológicos aquello que le es dado percibir de su hábitat (Xavier 93).
Vemos entonces que, en la posición realista descrita, la mirada infantil aparece en la percepción no manipulada de los materiales que la realidad otorga, en el retorno a un conocimiento del mundo que valora la confianza en su referente, y que en lo específico sirvió para fundamentar corrientes como el neorrealismo. La propuesta de Gaviria puede muy bien inscribirse en esta aproximación al realismo, marcada por su “apetencia de realidad”—usando una expresión de Jorge Ruffinelli—, o por una “voluntad realista”, como el mismo Gaviria la denomina. Su estilo realista, a medio camino entre la ficción y el documental, pero definido fundamentalmente por la primera, puede conectarse así con una manera de entender el componente infantil asociado al aparato cinematográfico, totalmente alejado de estadios narcisistas o de opciones vinculadas