El alma del mar. Philip HoareЧитать онлайн книгу.
nuestro nido de águilas, miramos abajo a través de la niebla. Hay ballenas por doquier, tendidas de lado, sumergidas por completo excepto por la aleta o dando coletazos mientras se alimentan, aprovechándose de la niebla para ocultar su gula. Quince yubartas, quizá más.
Entonces, como impulsados por el frenesí de sus madres, las crías empiezan a saltar. Uno tras otro, sus cuerpos con forma de huso emergen del mar como disparos de pistolas de juguete. No sabemos adónde mirar. Lumby mantiene el barco en posición; parece dirigir la escena, a pesar de que, como el resto de nosotros, ha perdido el control.
—¡Por Dios! —exclamo, y luego me disculpo, con la esperanza de que los pasajeros no me hayan oído.
—No —dice Liz, la poeta naturalista—. Es bastante apropiado.
Las crías han empezado a saltar juntas: dos, tres, cuatro, cinco, todas a la vez.
—Parecen más delfines que ballenas —grito.
Ningún parque marino puede rivalizar con este espectáculo. Podrían ser cetáceos del Eoceno saltando en un antediluviano océano, celebrando haberse marchado de la inquietante tierra. Hace dos siglos, en su primer viaje por mar cuando todavía era un joven, Melville vio sus primeras ballenas no lejos de esta orilla. Su barco también navegaba a la deriva en la niebla.
«De vez en cuando, se oía a través de la niebla un ruido extraño e inaudito: un sonoro sonido de suspiros y sollozos. ¿Qué podría ser? Luego seguía un chorro, un estallido y una conmoción como si hubiese brotado una fuente en mitad del océano. […] De pronto, alguien gritó: “¡Por allí resopla! ¡Ballenas, ballenas junto al costado del barco!». Para el joven marinero, sonaban como un rebaño de elefantes oceánicos.
Mientras resuenan sobre el mar los sonidos de los chorros de los espiráculos y de los adultos en busca de comida, las crías lo perforan creando breves géiseres. En el puente se nos han acabado los superlativos. John, nuestro curtido primer oficial, está estupefacto. Luego, bajo la influencia de lo que hemos presenciado, en una especie de avergonzada expresión de emoción, confiesa que, de los siete mil viajes que ha emprendido, este será inolvidable: «Y no soy una persona que se impresione fácilmente». Liz y yo aseguramos a nuestros pasajeros —por si creían que algo así sucede todos los días— que se trata de una de las escenas más extraordinarias que hemos visto aquí, en aguas del banco.
Luego miro a Lumby. Bajo su gorra de plato, entre caladas al cigarrillo engastado en su puño, sonríe para sí mismo, como si él hubiera convocado a las criaturas. Como si la escena, todavía más asombrosa por su inoportuno preludio, fuera una confirmación de sus poderes mágicos, más grandes que los de los naturalistas, científicos o escritores. Como los demás capitanes, Lumby jamás ha tomado una fotografía a una ballena.
No le hace falta. Están todas ahí dentro, en su cabeza.
PESARESESTELARESDEOJOSINMORTALES
Regreso al Cabo en Nochevieja. El verano se ha marchado hace tiempo. El sol parece tan fuerte como siempre, pero el frío lo vuelve lechoso y su viaje por el horizonte es más corto. Los días abren tarde, se hacen públicos, titubean y, luego, terminan rápido, celosos de su privacidad.
Dennis, Dory y yo caminamos por la playa de Herring Cove, y el viento del Ártico se encarniza con nosotros. Me araña la cara y arranca el calor superficial del sol. Me cubro la nariz con la bufanda azul y camino a trompicones por la arena. Dennis se arrodilla; observamos los rituales de los muertos. Hay una gaviota argéntea en el suelo, eviscerada, con las tripas picoteadas por una gaviota hiperbórea que hemos visto de lejos, cernida sobre su prima, una bienvenida y asequible fuente de proteínas. Dennis registra el cuerpo en una ficha. La sangre, sobre sus plumas níveas, es sorprendentemente naranja. El agujero que tiene en la barriga es tan grande que podría tocarme con el pájaro muerto como si fuera un sombrero si así lo quisiera.
Arrojo la pelota de Dory. Está desnuda, salvo por el collar. Me preocupa que también ella esté temblando. Frunce el ceño e inclina la cabeza a un lado pidiéndome que vuelva a lanzarle la pelota. Cuando estamos con perros, la fisicidad no es compleja. Caminan junto a nosotros de forma atípica. Forman parte del grupo humano, pero son también nuestro puente hacia el mundo natural. Son nuestro «otro». No son más listos que nosotros, así que los amamos.
Como todos los animales, Dory tiene unos ojos extraordinarios. Los suyos están delimitados por unas pestañas pálidas. Ningún humano podría tener un aspecto tan exquisito, ni tan feral, tan desprovisto de adornos. Comprendo por qué en otros tiempos se divinizó a los perros. Cuando conducimos hacia la playa, Dory se coloca en el reposabrazos, entre Dennis y yo, y mira atentamente hacia delante. Lo sabemos porque levanta las orejas o le tiemblan los ojos. Es consciente de adónde vamos. Siempre expectante, como si cada experiencia fuera una sorpresa; su cuerpo se estremece a causa de la excitación que le produce el simple hecho de estar viva. Es lo que se conoce como Funktionslust, el placer que obtiene un animal de hacer lo que hace mejor: ser él mismo.
Dory es una importación, como todo lo que hay en este lugar, rescatada de los callejones de Miami. Ahora olisquea zorros y persigue pelotas, en ocasiones dejándolas rodar hasta la espuma y, luego, mirándolas, desafiándome a que yo vaya a por ellas. Su raza, si es que hay tal cosa, puede que sea caribeña —un perro salvaje, del tipo que merodea por las playas de Haití en manadas y cuyos aullidos se oyen en el calor de la noche—, pero su cuerpo compacto parece adecuado para este paisaje invernal. Su pelaje casi raso es del color de las dunas y de la hierba seca, aunque le están saliendo bonitos pelos grises en su piel color desierto. Nunca deja de ser, nunca deja de correr en pos de la pelota; creo que antes le reventaría el corazón que abandonar la persecución. Su vida marcha por delante de la nuestra, acelerando mientras corre a nuestro lado, aunque en otro espacio temporal. Me gustaría poder hablar con ella con su voz; pero, como el león de Wittgenstein, no comprendería lo que digo.15 Debbie, la esposa de Dennis, dice que en ocasiones Dory vuelve de los bosques temblando de miedo, como si hubiera visto algo allí.
«Albergo un secreto temor hacia los animales —escribió en 1924 Edith Warthon, antigua habitante de Nueva Inglaterra, por mucho que pasara casi toda su vida en París—, hacia todos los animales excepto los perros, aunque puede que también hacia algunos perros. Creo que es debido a la nosotridad en sus ojos, con la subyacente alteridad que la desmiente y que es un recordatorio trágico de la edad perdida en que los seres humanos se separaron de ellos y los abandonaron; los abandonaron a la eterna incapacidad de expresarse y a la esclavitud. “¿Por qué?”, parecen preguntarnos sus ojos».
Lo asombroso es que no nos teman todos los animales. J. A. Baker, quien pasó la década de 1960 observando la flora y fauna de Essex, escribió que un invierno encontró una garza en las marismas del lugar con las alas atrapadas en el suelo congelado. Baker acabó con la vida del animal humanitariamente; contempló cómo la luz se apagaba en su asustada mirada y «las nubes curaban lentamente el agónico rayo de luz de sus ojos».
«No hay dolor ni muerte más terrible para una criatura salvaje que su miedo al hombre», concluye Baker, en un pasaje profundamente conmovedor, citado por Robert Macfarlane: «Un cuervo envenenado, que jadea y se retuerce sobre la hierba mientras de la garganta le sale espuma amarilla, se elevará una y otra vez en la descendiente pared de aire si intentas atraparlo. Un conejo, hinchado y fétido por la mixomatosis […] sentirá la vibración de tus pasos y te buscará con sus ojos tumefactos y ciegos. Somos los asesinos. Apestamos a muerte». Escribir sobre la naturaleza deviene periodismo de guerra. Recuerdo el campo de mi infancia infectado por esa enfermedad. En su «Mixomatosis», escrito en 1955, Philip Larkin ve un conejo «atrapado en el centro de un campo mudo» y utiliza su bastón en un acto de piedad: «Puede que creyeras que las cosas se arreglarían / si conseguías permanecer quieto y esperar». Mi hermana recuerda a nuestro padre obligado a hacer lo mismo: los mismos ojos aterrorizados, la misma ejecución.
Interpretamos nuestro papel; el destino de los animales es el nuestro. En el siglo