El alma del mar. Philip HoareЧитать онлайн книгу.
de una ballena en parte real y en parte fantástica: «El monstruo de nariz respingona se eleva a la superficie y arroja por sus contundentes fosas dos columnas de agua […] Pinceladas azules recorren su negra piel de hule. Canta expulsando el agua por la boca y las fosas nasales, pesado y lleno de agua, y el azul lo cubre y hace que se sumerjan los guijarros pulidos de sus ojos. Arrojado sobre la playa yace imponente, colosal, perdiendo sus escamas azules y secas». En Orlando, utiliza un verso de una canción de marineros de uno de los capítulos de Melville, «Adiós, y hasta la vista, oh, damas de España», y su influencia se siente a lo largo de todo el libro, y en ningún lugar menos que cuando, a medio camino de una larga frase ambientada en el siglo xvii, Woolf informa a su lector del preciso momento en que fue escrita, «el 1 de noviembre de 1927», del mismo modo que Melville estampa fecha y hora en su capítulo «El manantial»: «Quince minutos y cuarto después de la una del mediodía de este 16 de diciembre del año 1850 después de Cristo». «¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que estamos en el presente? —escribió Woolf—. La conmoción no nos destruye porque, por un lado, nos ampara el pasado, y por otro, nos protege el futuro». A Woolf le interesaba mucho la ciencia ficción y profetizó la existencia de una máquina que podría conectarnos con el pasado, además de un teléfono con el que se podría ver.
Cuando Orlando abandona el siglo xviii y cambia de sexo, sus orígenes shakesperianos se reflejan en el tiempo del siglo xix: «Las nubes daban vueltas y vueltas, como ballenas», y le recordaban, igual que a Keats, a «delfines muriendo en el mar Jónico», mientras que los carruajes en Park Lane conjuran la imagen de «ballenas de un tamaño increíble». En estos «mares insondados», el mundo natural adquiere una connotación erótica. Para Ismael, el poco fiable narrador de Melville, el mutable cachalote está imbuido del oscuro deseo del océano, mientras que el mar refleja a Narciso examinando su propia belleza. Cuando Orlando, tan poco fiable como él, llega a la década de 1840 —el año en que se escribieron Moby Dick y Cumbres borrascosas—, declara, como Cathy: «He dado con mi compañero. Es el campo. Soy la novia de la naturaleza». Y, en otra imagen melvilleana, ve un barco navegando entre los helechos mientras su amante recita a Shelley y contempla cómo cabalga sobre la cresta de una ola que, como el puente sobre el Serpentine y la ballena blanca, representa mil muertes. (Es significativo que Woolf comparara a George Duckworth, su hermanastro, que abusó de ella, con una «indómita y turbulenta ballena»).
Como escritora, Virginia sentía que tenía que pactar con el espíritu de su tiempo y, por eso, jugó con las épocas —un artista debe mantenerse al margen, como un adivino, o permanecer entre las cosas, como un médium—. Ralentizado en comparación con el raudo tiempo de los humanos, Orlando vive cuatrocientos años, tanto como una ballena boreal; como Moby Dick, también ella parece inmortal y ubicua, pues «la inmortalidad no es más que la ubicuidad en el tiempo», en palabras de Melville. Quizá no pueda morir. Al final del libro, Orlando conduce su coche a toda velocidad hacia su casa de campo. Cambia la falda por unas bombachas de tela recia y una chaqueta de cuero y deambula por sus tierras hasta un estanque que en parte es el Serpentine y en parte, el mar, «donde habitan cosas en una oscuridad tan profunda que casi no sabemos lo que son […] todas nuestras pasiones más fuertes». Es su versión del orgiástico futuro de Gatsby que retrocede ante él, yendo a contracorriente, llevado incesantemente al pasado, del mismo modo que el barco de Ajab se hunde en un mar cuyas olas siguen moviéndose como lo han hecho durante cinco mil años, su edad bíblica.
En la ficción, en la realidad y en el espacio entre ambas, Woolf ahondó en misterios acuáticos y predarwinianos. Durante una visita al lago Ness en 1938, conoció a una encantadora pareja que tenía un hostal junto al lago y que «estaban en contacto […] con el monstruo. Lo habían visto. Es como varios postes de telégrafo rotos y nada a una velocidad inmensa. No tiene cabeza. Se lo ve constantemente». Y, en otro episodio gótico, como una de las horripilantes historias de familias victorianas que tanto le gustaba contar, Virginia dejó constancia del final de Winifred Hambro, esposa de un rico banquero que se ahogó en el lago cuando su lancha se incendió. Su marido e hijos consiguieron llegar hasta la orilla; a pesar de que era una excelente nadadora y de haberse quitado la falda, ella se hundió: «El lago Ness se tragó a la señora Hambro. Iba ataviada con collares de perlas». Se dice que, debido a sus escarpadas orillas, el lago nunca devolvía a sus muertos; se enviaron buceadores para recuperar el cuerpo y las perlas, por valor de treinta mil libras, pero solo informaron de una siniestra cueva submarina de aguas cálidas y oscuras. En Al faro,
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