El alma del mar. Philip HoareЧитать онлайн книгу.
en la calma, y, en su estado soñador y engañoso, la mente de Cam se pierde por los remolinos verdes, hacia un «inframundo de las aguas donde las perlas se arracimaban formando ramilletes blancos, y donde, con la luz verde, la propia mente cambiaba por completo y el cuerpo brillaba, transparente a medias, envuelto en un manto verde». Vacuo y cambiante, calmo o embravecido, el mar puede encarnar el éxtasis o la desesperación; fue un espejo para el descenso de Woolf a la locura, un proceso que deviene más profundo al saber lo que estaba a punto de ocurrir. Puede que fuera embrujada por Ariel. «Siento que el hormigueo de la sinrazón avanza lentamente por mis venas», dijo, como si la locura estuviera inundando su cuerpo o llenándolo de ruidos extraños: pájaros cantando en griego, un «extraño aleteo en la cabeza».
Cam parece sitiada por el mar, por un terror paralizante y una «mancha violácea sobre la suave superficie, como si algo hubiera hervido y sangrado, invisible, bajo sus aguas». Mientras tanto, «vientos y olas se divertían como si fueran amorfos leviatanes en cuya frente no puede penetrar la luz de la razón». Al final, los Ramsay llegan al faro, pero esa epifanía queda oscurecida por el hecho de que pasan por el lugar —si se puede decir que hay lugares en el agua— donde un pescador había visto ahogarse a tres hombres, aferrados al mástil de su barco. Durante este proceso, su padre, tan sombrío y tiránico como Ajab, tiene en mente el tétrico poema «El náufrago», de William Cowper: «Perecimos completamente solos, / pero yo bajo un mar más furibundo, sumergido en un abismo más profundo». Cuando, en su juventud, Virginia se enteró del naufragio del Titanic, imaginó el barco hundiéndose, «suspendido a medio camino del fondo, completamente plano», y a sus ricos pasajeros «como tortitas», con los ojos «como monedas de cobre». Más tarde, le diría a un amigo: «Dirás que soy un fracaso como escritora, además de como mujer. Luego me iré a dar un chapuzón en el lago Serpentine,19 cuyo maloliente fango tiene un metro y ochenta centímetros de profundidad». Para ella, incluso el puente de aquel mar interior de nombre monstruoso en un parque de Londres era un arco blanco que representaba mil muertes, mil suspiros.
Mientras escribía Al faro, Woolf leyó sobre otro desastre. En el primer intento de cruzar el Atlántico hacia el oeste, la rica princesa Löwenstein-Wertheim pereció, junto con el piloto y el copiloto: «La Princesa Voladora —no me acuerdo de su nombre— se ha ahogado vestida con sus pantalones de cuero púrpura». Con el ojo de su imaginación, Virginia vio que al avión se le acababa el combustible y que la nave caía sobre «las largas y lentas olas atlánticas», y los pilotos volvieron la mirada hacia «la vulgar princesa de anchas mejillas y ojos desesperados» y «le dijeron alguna frase terriblemente lacónica», antes de que una ola rompiera sobre el ala y el océano los engullera a todos. Era una escena arquetípica de la década de 1920; Noël Coward salido de La tempestad. «Y ella dijo algo dramático, imagino; nadie fue sincero; todos representaron un papel; nadie gritó». El último hombre miró la luna y las olas y, «con un bufido seco», fue engullido por el mar, «y el aeroplano osciló y fue arrastrado dando vueltas a millas de ninguna parte, frente a Terranova, mientras yo dormía en Rodmell». Diez años después, Virginia pasó en coche junto a un avión estrellado cerca de Gatwick y después se enteró de que los tres hombres que iban a bordo habían muerto: «Pero nosotros continuamos nuestro camino, lo cual me recordó aquel epitafio de la antología griega: cuando yo me hundí, los demás barcos continuaron navegando».
El mar aparece una y otra vez en la obra de Woolf, con el ritmo de las mareas impulsadas por la luna. Después de acabar Al faro, entró en un período oscuro. Se sentía agotada e incluso respirar le suponía un esfuerzo. Sin embargo, obtuvo de él la visión de una presencia más allá del ser que había visto en Brontë y en Melville; algo «aterrador y excitante en el seno de mi profunda tristeza, depresión, aburrimiento o lo que sea. Veo una aleta pasar a lo lejos». Era una imagen profunda y críptica, difícil de diagnosticar o discernir, como confesó a su diario un año después, rememorando «mi visión de una aleta elevándose en un vasto mar vacío. Ningún biógrafo podría intuir este importante hecho sobre mi vida a finales del verano de 1926 y, sin embargo, los biógrafos pretenden conocer a la gente».
Cuando era un niño, durante unas vacaciones en Dorset, vi de lejos unos delfines, formando arcos elegantes sobre el agua frente a Durleston Head, un promontorio rocoso en el gris canal de la Mancha. De vacaciones en Cornualles, todavía una niña, Woolf vio también cetáceos: una excursión en velero en el verano de 1892 «acabó felizmente al ver a la marsopa, el cerdo de mar»; su apodo para su hermana Vanessa, con la que tenía una relación extraordinariamente próxima, era Delfín. Y en Las olas, el libro que siguió a Al faro, que se convirtió en su obra más íntima y elegíaca, recuperó aquella visión: uno de los personajes ve una aleta girar, «como la visión probable de una aleta de marsopa en el horizonte».
Aquella silueta en forma de hoz vista en contraste con la monotonía del mar —algo que está y no está— es el emblema del saber y no saber. No es el delfín real saltando sobre las olas, ni la bestia clásica de cola rizada que transporta un niño en su lomo, ni el animal mortal sacrificado y varado en la arena, sino algo sutilmente distinto: el símbolo visible de lo que hay debajo, nadando a través de la mente de la escritora como representación de su propia alteridad. En la obra de teatro de Woolf Freshwater, una sátira sobre la vida bohemia de Julia Margaret Cameron y Tennyson en la isla de Wight, aparece una marsopa en las Needles20 que se traga el anillo de compromiso de una de las protagonistas; en Los años «lentas marsopas» aparecen «en un mar de aceite»; en un vívido episodio de Orlando se ve, descansando en el fondo de un helado Támesis, a una marsopa junto a cardúmenes de anguilas y un bote cargado de manzanas con una anciana vendedora en la cubierta como si estuviera viva, «aunque cierto tinte azulado de los labios insinuaba la verdad».
Woolf estableció una sensual conexión entre la marsopa y su amante. Vita Sackville-West, alta y andrógina —semejante a un bucanero isabelino con su abrigo de terciopelo marrón, sus calzones y collares de perlas, envuelta en el glamour ancestral de su enorme mansión, Knole, donde los ciervos la saludaban en la puerta y se aventuraban a entrar en el gran vestíbulo—, se transformó para Virginia de pirata en un saltarín cetáceo. Fue una apropiación dramática que introdujo lo extraño en lo familiar. Quizá no sea coincidencia que Shakespeare —para quien el género y la especie eran estados fluidos— vinculara a menudo las ballenas, vivas o varadas, con príncipes reales; o que el nombre de Woolf evocara tanto a la reina como a su colonia.
En la Navidad de 1925, las dos mujeres, que acababan de pasar su primera noche juntas, fueron a comprar a Sevenoaks, donde vieron una marsopa iluminada sobre el mostrador de un pescadero. Virginia resumió esa escena con su elusiva amante del siglo xvi al xx; Vita de pie, con su jersey rosa y sus perlas, junto al mamífero marino, dos curiosidades. «Me gusta su caminar a grandes pasos con sus largas piernas que parecen hayas —admitió Woolf en su diario como una estudiante enamorada—, una Vita rutilante, rosada, abundosa como un racimo, con perlas por todos lados […] como un gran velero con las velas desplegadas, navegando, mientras que yo me alejo de la costa». «¿No es extraño que la escena de la pescadería de Sevenoaks se haya integrado en la concepción que me he creado de ti?», escribió a Vita dos años después, y procedió a reproducir la imagen al final de Orlando, cuando su héroe/heroína, que desafía el género y el tiempo, regresa a casa en 1928: «Una marsopa en un puesto de pescado atraía más la atención». Mientras tanto, Vita, por su parte, se felicitaba de «haber cazado un pez plateado tan grande» como Virginia.
Orlando es un cuento de hadas modernizado que condensa cuatro siglos de la historia de Inglaterra en una caprichosa fantasía modernista. La historia discurre rauda, apenas captada en primeros planos que parecen producto de una experiencia psicodélica: los granos de polvo, el río desbordado, el largo e inmóvil pasillo en el laberíntico palacio de Orlando que sirve de cauce al tiempo, como si se estuviera representando La tempestad silenciosamente al final del túnel que forman sus paredes forradas de paneles de madera. Orlando es a la vez actor y príncipe, como Isabel, o el Bello Joven de Shakespeare, Harry Southampton, animal y humano, una quimera sacada de un friso jacobino, «completamente desnuda, marrón como un sátiro y muy bella», como Virginia veía a Vita. Igual que los ciervos entraban en el vestíbulo de Knole, también Orlando transita entre especies, sexos y