El alma del mar. Philip HoareЧитать онлайн книгу.
donde me cambiaba, mi punto de salida de la tierra, estaba hecho pedazos, víctima de las patadas de un niño enfurruñado. La muralla, construida con la misma piedra empleada para levantar la abadía y el fuerte que se erigían tras ella, había resistido más de setenta años. Y ahora, igual que la abadía, estaba en ruinas.
Me lo tomé como algo personal. Una estructura que conocía tan bien como mi cuerpo había quedado reducida a escombros. Y yo me sentía responsable. Había permitido que sucediera.
Nadie reconstruiría nunca este lugar, este insignificante rincón por el que pasan de largo coches y barcos. Las consecuencias de este asalto se debieron a una «retirada organizada», según la jerga burocrática: el abandono de un lugar ya olvidado. Habíamos abandonado la belleza, desatendido la naturaleza. Esto era el futuro: el mar elevándose sobre una orilla suburbana. Quería llorar, pero la dureza de la piedra me lo impedía. Así que me abrí camino sobre los restos, me quité la ropa y me metí en el agua.
El mar estaba lleno de escombros; puertas de casas y troncos de árboles flotaban como la leña del cobertizo de algún gigante. Y, mientras nadaba, las olas comenzaron a elevarse de nuevo, respondiendo a la llamada de una luna invisible. Abandoné la lucha y salí del agua; tuve que lidiar contra el viento que me inflaba la ropa, convirtiéndola en una versión de mí mismo llena de aire.
Pedaleé hacia un nuevo paisaje. El tiempo estaba acelerado; de la noche a la mañana se había producido un cambio geológico. Se habían formado nuevos ríos y la inundación había creado nuevas islas. Reticentes a dejarme partir, las olas se aferraban a mí al pasar entre ellas.
Por frágil que sea como ser humano, tenía capacidad para resistir la tormenta. Pero, a lo largo de la costa, miles de aves marinas murieron en pocos días, entre ellas diez mil araos. Pájaros que se emparejan de por vida quedaron esperando a unas parejas que nunca regresarían.
Esa tarde, encontré un arao muerto en la playa. Tenía un pico fino y afilado y un cuerpo negro y marrón; estaba tendido sobre los guijarros de la playa como un peluche lanzado por la ventana de algún transbordador al pasar. Era tan perfecto —y estaba tan lejos de los rebordes rocosos donde se aparea próximo a sus congéneres, acicalándose unos a otros, aunque no sean pareja— que me pregunté si no debía llevármelo a casa. Le hablé, lamentando su triste final. La marea se lo llevó y trajo otra víctima, envuelta en un sedal de nailon.
Lo saqué del agua. Era una avoceta. Un pájaro delicado y emblemático que solo había visto de lejos y que, de repente, ahora veía con nitidez, con sus vívidos blanco y negro, como un netsuke.2 No creo haber visto jamás nada tan exquisito, allí, en mis manos. Le di la vuelta con los dedos, sintiendo sus largas patas con escamas —reliquias del pasado reptiliano— y sus abultadas articulaciones como venas hechas un nudo, o gusanos que hubieran tragado tierra. Su color me asombró: un indefinible azul orquídeo perlado bajo un suave y neblinoso rubor; eléctrico, bordeando la iridiscencia. Solo puedo compararlo con el azul grisáceo oceánico del pico del alcatraz, como si fuera un color marino reservado para el uso exclusivo de un ave marina. Las patas, que podrían haber sido forjadas con algún extraño metal alienígena, o con vidrio art noveau, culminaban en unas diminutas garras que parecían incrustaciones de terso azabache.
Era un animal esmaltado. Vitrificado. Tanto una pieza de joyería como un ser vivo, o muerto recientemente. Era difícil creer que hubiera podido sostenerse sobre unos zancos tan frágiles, y menos que hubiera perseguido a sus presas marchando con ellos. Recordé las avocetas vivas que había visto, moviéndose con una elegancia del siglo xviii, como si bailaran una gavota. Las avocetas tienen sus propios rituales, se reúnen en círculo y se hacen la reverencia como si fueran dandis.
Abrí las alas del pájaro, un par de abanicos agitándose en una sala de baile. Parecían aún tensas, listas para la función que se espera de ellas; no eran inútiles, pero no podían ser usadas. Hablaban de ligereza y ascenso. La cabeza, negra por arriba, que antes se agitaba donde el mar es poco profundo, barriendo el agua con su pico curvado hacia arriba, acababa en esa curva característica, tipográfica, que es la gloria de la avoceta. Era demasiado bello para tocarlo, pero abrí la astilla de ébano, como si fuera una lengüeta bífida de un instrumento musical. La parte inferior estaba curvada con precisión para facilitar su entrada en el fango. Era una herramienta de queratina fabricada a la perfección hasta la última micra, que se aguzaba con una punta no más gruesa que una hoja de papel, afilada como el pico de un calamar. Recordé el sonido que pasaba por él, un pitido elegante e insistente, acompañado del distinguido movimiento nervioso del pico, de lado a lado, en busca de invertebrados. Incluso el nombre científico del pájaro expresa su exótico atractivo: Recurvirostra avosetta, como si fuera un dios menor egipcio.
Con un tirón y retorciendo un poco, le arranqué la cabeza. Los músculos y el esófago cedieron y quedaron colgando en roja carne viva. Luego coloqué el cuerpo sobre un gran leño traído por la marea, dejando el pájaro tendido sobre la nudosa madera, bajo el cielo gris.
Hermoso pero roto.
A medida que el año se acerca lentamente a su medianoche, el solsticio irrumpe feroz y salvaje. Los últimos días de diciembre se despiden luchando. El día y la noche se difuminan; no es fácil saber cuándo uno se convierte en la otra y viceversa. En la reluciente oscuridad que antecede al alba, un anillo de hielo rodea la luna, atrapando estrellas y planetas en su círculo. Sus cuerpos celestes cuelgan dentro de la O: órbitas dentro de órbitas, ojos dentro de ojos. Nado en un mar de tinta; mi níveo cuerpo blanco rompe la superficie negra, moviéndose a través de la luna.
La marea ha subido de nuevo. Aquí sucede a menudo, más que en otros lugares, pues el estuario de Southampton experimenta una inusual doble marea, que sube y baja dos veces al día, hinchada y drenada por el pulso atlántico que asciende y desciende por el canal de la Mancha. En David Copperfield, la novela más acuática y biográfica de Dickens, el señor Peggotty, consciente de sus parientes «ahogados», dice del señor Barkis: «La gente que vive en la costa siempre muere cuando baja la marea. Y nace con la pleamar… solo nace bien con la pleamar. Barkis se irá con la marea». Su subida y bajada trae vida y muerte fuera de nuestro control. Cuando hay luna llena, la pleamar se produce a mediodía y medianoche, puntual como un reloj. La marea es tiempo; en inglés, las dos palabras comparten la misma raíz, como también «ordenar». El tiempo lo ordena todo.3
Estoy en pie en lo que queda del rompeolas a la luz de la luna, cargándome de su brillo. Al parecer, los chamanes de Siberia se desnudan durante la luna llena para absorber su energía; quizá me caliente hoy con su luz prestada. El satélite silencia nuestro mundo; tiene misteriosos poderes, como apunta Bernd Brunner, no del todo explicados, como los agujeros negros o la propia gravedad; algunos científicos creen que la influencia de la luna se extiende a la tierra, desencadenando terremotos, como si las placas tectónicas fueran también una especie de mareas.
Y si nuestro hogar es un ser vivo, el mar es su batiente corazón, que se hincha cuando la luna se acerca a la Tierra, tirando de nuestra sangre, de la marea en mi interior. Después de todo, la mayor parte del planeta es agua, como nosotros, y sus ciclos nos gobiernan con más poder que ningún cuerpo electo. Sus mareas son nuestro futuro. Siempre van por delante, cada día una hora más; son un recuerdo de que nunca podremos atraparnos a nosotros mismos, por rápido que nademos.
Pero, para mí, cada día es una inquietud en mi forma de llegar al mar. Me preocupa que algo pueda impedirme alcanzarlo, o que un día no esté allí, como está y no está, dos veces al día. Me he acostumbrado tanto a él, le tengo tanto miedo y lo amo tanto que, en ocasiones, me parece que solo puedo pensar junto al mar. Es el único lugar donde me siento en casa, porque está muy lejos de casa. Es el único lugar donde me siento libre y vivo; no obstante, estoy encadenado a él y un día podría arrebatarme fácilmente la vida, si así lo deseara. Es liberador y transformador, físico y metafísico. Sin su energía, no existiríamos. No hay nada tan grande en nuestras vidas, tan lejano de nuestro poder temporal. Si no hubiera océanos, ¿tendríamos alma? «El mar tiene muchas voces, / muchos dioses y muchas voces», escribió T. S. Eliot. «No concebimos un tiempo sin océano». «En las civilizaciones sin barcos —escribió Michel Foucault—, los sueños se secan». Aunque pudiéramos vivir