Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo CuadraЧитать онлайн книгу.
no hacía más que reforzar una postura previa. E insisto, el juicio levantado sobre Lautaro tendrá los visos de un homicidio ritual, que libera tensiones de la comunidad y cimenta un pensamiento, aquí aunados la opinión de las clases altas y (como veremos en el próximo párrafo) la de la institucionalidad musical de vanguardias, por lo que al momento de enfrentarnos a la crítica de la segunda versión de la Florista de Lugano podríamos hablar ya de un homicidio ritual en serie. Así entenderemos y tendremos provisiones para los veintisiete años que seguirán sin una nueva ópera chilena estrenada, así complementaremos las críticas y opiniones durante el estreno de Sayeda, centradas en admirar la técnica y las bellezas armónicas y orquestales de Bisquertt, así como su modernidad, por sobre su efectiva adecuación al género lírico.
Después de 1930, cuando el trabajo de compositor se ha profesionalizado al alero de una institución “modernizada” y, por sobre el antiguo melómano aristócrata, se ha coronado al músico profesional como único jurado válido en la apreciación del arte musical, la objeción cultural se reposiciona: recaerá, más que sobre el compositor (del que ahora no se duda su oficio), sí sobre el género lírico mismo, la ópera, y su supuesto aporte a la vida musical docta que se espera para nuestro país. La ópera en Chile, a lo largo de casi cien años, se habría portado como un género sin puntos positivos, estéril, que asfixiaba cualquier otro intento musical, o que si lo dejaba vivir era teñido de sus influencias; aquello bastaba, como cuando se recuerda a un dictador, para evitar nombrarlo o que se nos asocie en su compañía59. Abundarán, debido a esta suerte y panorama, las óperas que nunca se estrenarán y las óperas inconclusas, especialmente dentro de los compositores ligados a la institucionalidad (Leng, Letelier, Cotapos, aunque en el caso de este último las razones para no completar sus óperas sea más compleja). No obstante —y he aquí un punto muy interesante— también existirá la suficiente cantidad de óperas estrenadas o reestrenadas que permitan mantener una demoledora opinión subestimadora tanto del género en su validez cultural como también sobre la capacidad de los compositores al intentarla. Un principio casi biológico de variedad ecosistémica, pero con especies abiertamente dominantes.
La seducción de la musa ligera
Es muy pertinente, en este juego de aprecios y validaciones, el notar que un porcentaje importante de compositores nacionales de ópera que aquí se citan también tuvieron una suerte de militancia surtida entre lo docto y la música popular, ya fuere como intérpretes o compositores, visitando géneros, ritmos o bailes de moda que les fueron contemporáneos, logrando la edición de muchas de sus partituras “ligeras” incluso antes que su producción docta. Esta dualidad aparece ya en los primeros intentos de una ópera nacional: si consideramos a Manuel Antonio Orrego, sus polkas, marchas, valses y zamacuecas sonaban paralelas a su deseo de componer una ópera; como quien dice, “Mi negrita” o “El voto libre” salían de la misma pluma que su Belisario. Los casos más importantes son los de Melo Cruz y (con posterioridad al período estudiado aquí) Roberto Puelma, con un catálogo paralelo de igual dedicación. Ortiz de Zárate, Hügel y Javier Rengifo, como cualquier compositor con alguna raíz decimonónica, no evitaron ni tuvieron pudor alguno con el repertorio ligero de salón. Este último, del que no se conservan sus óperas, tuvo la dirección de la “Orquesta de cámara del Club de la Unión de Santiago” que justamente alternaba piezas de arte y también de moda60. Por su parte, Acevedo Gajardo supo repartir sus actividades entre el órgano sacro y la dirección musical de zarzuelas.
El aprecio musical de cambio de siglo, hasta entrado el XX, no miraba con ojos demasiado críticos esta postura plural; de hecho, en recuentos realizados en la prensa sobre los compositores chilenos más destacados, a manera tanto informativa como reivindicativa, se solía citar entre los Acevedo, Soro, Pedro Humberto Allende o Leng al “cancionista” Osmán Pérez Freire (el compositor chileno más internacionalmente conocido antes de la llegada de Violeta Parra) simplemente aclarando que su objetivo era distinto y que se había centrado en el repertorio de canción y baile popular61. Sin embargo las aguas de lo docto y lo popular, o mejor dicho entre lo docto y la música de esparcimiento, se van separando, por lo que para mediados de siglo no será un campo de prestigio o de consideración para la academia. Esto agrava más la opinión que el entorno docto tendrá sobre los catálogos de aquellos compositores y sobre su desempeño cuando abarcan lo puramente docto62. En 1936 se crea la Asociación Nacional de Compositores, entidad que existe hasta hoy, y que agrupaba a los creadores ligados a la institucionalidad académica del Conservatorio reformado, ahora unido a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile (Santa Cruz, Isamitt, P. H. Allende, Alfonso Letelier, entre otros). En la “Revista de Arte”, nacida desde esa institución, se puede leer la noticia de su creación y también una advertencia: “La nueva sociedad desea absolutamente contar en su seno a compositores que tengan en verdad el rango y la actividad de tales […] no bastará haber escrito música ni tener en carpeta algunos bailables o piezas de salón, será necesario acreditar conocimientos y una obra a la altura de lo que en el mundo se entiende por compositor”63.
No sonría para la posteridad
Cursaba la carrera de Teoría General de la Música en la Universidad de Chile. Como tantos amigos y compañeros de estudio, me afanaba buscando horizontes en los que enrielar mis inquietudes musicales; ese panorama no excluía la creación musical. Por fascinación fisiológica, al momento de componer elegía siempre la voz más otros instrumentos, y me entusiasmaba en ello, en verdad. Fue durante una de esas clases que el maestro Juan Amenábar me dijo “Tú vas a ser el compositor de ópera de Chile”, y su sonrisa socarrona tenía un no sé qué que confesaba cierta valoración de un género para el que don Juan nunca había compuesto, ni compondría, pero no por falta de aprecio: “Hay que hallar un buen argumento —prosiguió— y yo ya lo he encontrado” “¡Cuál, maestro, cuál!”, le urgí, “Noooo, que eso no se dice, no ve que alguien se me puede adelantar”. Luego de reírnos, volvimos a la audición de mis incipientes obras vocales; se fijaba en el estilo, los textos y alababa la ironía y humor que veía en esas piezas, finalmente sentenciando: “El humor no es frecuente en los compositores chilenos”. Y quizá tenía razón. Cuando me atreví a presentarlas en los encuentros de jóvenes compositores de la Universidad de Chile, eran las únicas que, tal como era previsto, provocaban risa en el público, incluso en las caras de algunos célebres gurúes de la composición que habían seguido el restante festival contemporáneo con la convicción de una profunda filosofía.
Que esta anécdota sirva. Hay un elemento en común en la creación operística nacional, y es la seriedad y tragedia de sus argumentos. Pensemos, por ejemplo, en las dos versiones de la Florista de Lugano: para la segunda Ortiz de Zárate elimina elementos alivianadores de la trama (como el personaje de Chinchilla), la ennegrece, la acerca al Gran Guiñol, la “moderniza”, la hace unívocamente trágica. Si el fin del siglo XVIII y comienzos del XIX había sido la época de esplendor de la ópera buffa italiana, heredera de la Commedia dell’Arte, el avance del siglo XIX, romántico e individualista, vio con reticencia la felicidad y la risa, circunscribiéndola a espectáculos populares en teatros específicos (opéra comique, operetas, zarzuelas); mientras, el repertorio operístico buffo fue paulatinamente secándose, quedando viejas glorias, como Il Barbiere di Siviglia de Rossini, L’elisir d’amore y Don Pasquale de Donizetti o Las Bodas de Fígaro de Mozart (esta en verdad no muy frecuente y entre otras muy pocas) para mantener la ironía y la sonrisa en los teatros de ópera; Die Meistersingern Von Nürnberg, a mediados, y Falstaff cerrando el siglo XIX, fueron dos joyas de diáfana rareza que incluso desconcertaron a sus admiradores; también algunos intentos italianos de comienzos de siglo XX fueron severamente castigados (pensemos en Le Maschere de Mascagni64). El lenguaje musical de una Giovane Scuola o el fin de siglo alemán buscaban una renovación básicamente centrada en el drama mientras que los procedimientos de una ópera buffa se habían quedado detenidos en el tiempo y en la sospechosa llegada masiva. Pareciere que el siglo XX académico solo consentirá la vuelta del humor una vez que deje de pretender el aprecio popular o aquella risa masiva y se tiña de sarcasmo, desasosiego, ironía y crítica frontal a la sociedad que la presencia, muchas veces revisitando la Commedia dell’Arte y los recursos musicales del siglo XVIII. Chile, en su corriente operática y en su corriente instrumental, no está ajeno a todo esto.
En el ámbito nacional, Érase un Rey de Casanova