Ópera Nacional: Así la llamaron 1898 - 1950. Gonzalo CuadraЧитать онлайн книгу.
compositores, empresarios, libretistas, cantantes, escenógrafos y vestuaristas hasta claque y público). Posteriormente, al regreso, podrá haber un estreno de alguna ópera (Hügel, Ortiz) pero la vida pública de aquellas creaciones cesa y, aunque el autor siga componiendo otras óperas, no habrá nuevos estrenos; como si la inversión estatal se hubiera dado por pagada con el viaje mismo y el solo hecho de haber compuesto. También hay quien no logrará o no querrá estrenar sus creaciones escénicas (Acevedo Raposo, Rengifo) y aquellos que compondrán una y no intentarán repetir el hecho (Bisquertt, Melo Cruz, Casanova Vicuña, incluso Leng). Herederos del ejemplo wagneriano, tal vez por reales inclinaciones literarias, quizá debido a lo oneroso de la gestión o a que en Chile no existía el oficio de libretista, casi todos los compositores tratados aquí concentrarán en una mano el texto y la música, es decir serán tanto compositores como sus propios literatos (Hügel, Bisquertt, Melo Cruz, Acevedo Raposo, Cotapos); y aunque otros no serán sus propios libretistas, sí son los autores de la idea literaria y buscan a quien las pueda transformar en libretto (Ortiz de Zárate, Casanova Vicuña). Esto dará interesantes luces sobre su “plan” composicional, responsables del devenir dramático y teatral-musical de sus óperas.
Luego, en cuanto a la representación, se busca el Teatro Municipal como (quizá único) escenario ideal para ópera en Chile y así acceder a las compañías líricas (extranjeras, prácticamente todas italianas) que año a año se hacían responsables de la temporada correspondiente y, por lo tanto, no solo solistas de cierto nivel sino además a un presupuesto que incluía decorados, vestuario, coro, orquesta, cuerpo de baile, un director de escena y, en el caso de que el compositor no lo hiciera, un maestro conocedor del género que dirigiera musicalmente la producción28. En general, los elencos de nuestros estrenos contaron con algunos solistas de gran renombre que ya tenían o estaban por iniciar una interesante carrera escénica y discográfica: Boninsegna, Magini-Coletti, Pacini, Pacetti, Damiani, Merli, Spani; sin embargo ninguno incluirá algún solo de aquella ópera para registrar fonográficamente. Es más, hasta donde he podido pesquisar, no existe registro fonográfico de ninguna de las óperas nacionales fundacionales.
Para arriesgar un estreno nacional hay que convencer, con varios meses de anticipación, a todos estos responsables de la temporada: desconfiados nacionales, además de extranjeros que no tenían ni ligazón afectiva o beneficio económico o publicitario por el repertorio de un novel compositor americano. La correspondencia oficial entre artistas y la Municipalidad de Santiago preservada en los archivos del Teatro Municipal es elocuente29:
En mayo de 1894, macerando lo que será el estreno de La Fioraria di Lugano, Eliodoro Ortiz de Zárate escribe a la Municipalidad expresando que en Chile “el artista carece por completo de elementos artísticos y cuadros comerciales con los que dar vida a sus obras” (la industria lírica, en suma), y pide:
La representación de una ópera nueva exige gastos de trajes, decoraciones y copias musicales que yo no podría costear [y por lo tanto suplico] que entre las cláusulas impuestas al nuevo empresario […] lo obligue a representar mi trabajo. […] Que se me autorice para contratar o buscar un pintor escenógrafo […] Que se me acuerde la suma de dos mil pesos que estimo costarán las copias necesarias para cantantes, coro y orquesta…30.
Días después don Eliodoro —con el telón de fondo ya encargado a Europa— volverá con sus cuitas ad portas de la llegada a Santiago de la Compañía Lírica, ya que le han expresado claramente que la obligación de esta “es la de dar la Ópera y no contribuir a la preparación de ella fabricando trajes ni pintar decoraciones”31. Y termina con un punto no menor: aclarar el número de veces que deberán dar su Fioraia pues tampoco había claridad en esta cláusula. La ópera de Ortiz de Zárate deberá esperar un año más.
Don Remijio Acevedo Gajardo no tendrá mayor tranquilidad epistolar. El 28 de marzo de 1910, con su Caupolicán terminado, a vistas del centenario patrio y tratando de resolver el impase con Claudio Carlini, pide la representación de su ópera, incluso obviando la enojosa presencia de Padovani que era visto por el compositor como una figura muy poco propensa a lo chileno. La respuesta de Arturo Alessandri —el responsable de la Compañía Lírica— es clara:
Poner en escena la obra Caupolican del Maestro Acevedo importaría quince a veinte mil pesos, suma que la Empresa no está en Estado de gastar i, si ese gasto fuera hecho por la Ilustre Municipalidad o por el autor, la Empresa procuraría poner en escena la obra si, después de estudiada por las personas competentes que sean de la confianza de la Ilustre Municipalidad, juzgase esta Ilustre Corporación que la obra es de un mérito artístico bastante que la haga digna de nuestro Teatro Municipal32.
Caupolicán no se representará sino treinta años después.
Y así Raoul Hügel en 1899, escribiéndoles que su Velleda no consideraba gastos para el Teatro pues podía ocupar trajes y decorados de óperas “que ya han caído en el olvido”; o Gregorio Cuadra y su Arturo Prat, pidiendo a la Comisión de Teatros la subvención de 490 pesos para copias y gastos pero ofreciendo una de las tres representaciones a beneficio. Ambas óperas nunca pisarán el Teatro Municipal.
Una vez iniciados los ensayos, viene la reticencia, pero también campañas de exaltación nacionalista, un estreno que cuenta con la presencia del Presidente de la República, un desempeño correcto de los solistas y director musical, finalizando con una recepción cálida o incluso entusiasta (nunca reprobatoria en todo caso) de parte del público, pero más reticente en la crítica especializada de diarios y revistas, con un espectro desde lo alentador hasta lo demoledor. Esto no es menor, pues la opinión de público es algo pasajero y tiende a no quedar anotada. Quiero detenerme en esto: en todas las óperas estrenadas entre 1902 y 1942, de Velleda al Caupolicán completo, la reacción del público fue descrita como positiva por parte de la prensa, e incluso este veredicto a jurado abierto fue esgrimido como pasaporte de calidad de la obra por parte de algunos compositores como Ortiz de Zárate y Melo Cruz; sin embargo, poco a poco la opinión o recibimiento público de la creación docta (desapareciendo tal como se desvanece la opinión oral), va a ir adquiriendo valor meramente anecdótico, especialmente en la visión de las vanguardias, independizando el fenómeno musical, el valor musical, de su recepción. Me permito destacar este fenómeno porque da indicios claros de la llegada del siglo XX a la música de nuestro país y sus búsquedas creadoras independientes33.
Esta recepción positiva del público deviene estéril sin el respaldo de crítica y la asiduidad de las repeticiones en temporadas sucesivas, o permitiendo repeticiones que no tienen el esmero de una afectuosa preparación, sumado al poco interés de los intérpretes, que no invierten tiempo y energía en una música que no volverán a cantar o que no les reditúa beneficios económicos o de prestigio, además de la falencia de un financiamiento o política cultural más clara y supervisada. Como se dijo, en Chile (y en América en general) no existía la industria de creación lírica, mas sí de consumo; específicamente no había editoriales y editores musicales como Sonzogno y Ricordi en Italia, que fueron los responsables del nacimiento y mantenimiento de la “Giovane Scuola” (Puccini, Mascagni, Leoncavallo, Cilèa, Giordano), que servían de nexo contractual con teatros y cantantes, las cuales podían permitirse un razonable número de fracasos en búsqueda del éxito que los resarciera económicamente y que muchas veces sustentaban con sueldos a los compositores para una tranquila composición siguiente.
El resultado: no hay una producción que cree escuela, que habitúe al público y que logre arraigar emocionalmente, no acceden ni permanecen a largo plazo en el “repertorio” de los teatros, que, en sus directivas a lo largo del siglo XX y en este consecuente círculo vicioso, no muestran interés por crear un repertorio nacional lírico34.
Luigi Stefano Giarda es un destacado compositor italiano avecindado en Chile desde 1905. Su labor como compositor, pedagogo, intérprete y conferencista es aplaudida con entusiasmo en nuestro país. En 1910, en la temporada del centenario patrio de nuestro Teatro Municipal, estrena Lord Byron, compuesta en Italia en 1901. No es chileno, tiene méritos musicales y sociales reconocidos, sin embargo sus palabras al momento de aquel estreno resumen y complementan este capítulo de manera radical:
¡Un éxito que no tiene precedentes en el máximo teatro de Chile! Infinitos aplausos sobre todo a mí y a los intérpretes