7 Compañeras Mortales. George SaoulidisЧитать онлайн книгу.
se inclinó hacia delante, apoyándose en el escritorio con los brazos.
»No te veo escribir ―dijo, gruñendo las palabras.
Capítulo 2: Horace
Sin nada que hacer en aquel lado de Atenas, Horace fue a un café y se dejó caer frente a su caja. Pidió vodka en lugar de café, porque estaba de los nervios.
Todavía no podía creer lo que había hecho. Esto no era nada propio de él. Leyó y releyó las cartas de recomendación impresas para él y para Evie. Palabras brillantes para los dos, firmadas por el propio jefe.
Su vodka con lima llegó y se lo bebió de un trago. Le dio un ligero mareo, pero eso era exactamente lo que necesitaba ahora mismo.
―Nada de cagón, entonces ―dijo una voz familiar por detrás.
Se dio la vuelta y vio a la misma señora de antes tomándose un café con leche en la mesa detrás de él. Y parecía que llevaba allí un rato.
Horace la miró con extrañeza.
―Gracias por la patada en los huevos, ¿pero quién eres?
Ella suspiró, pero estaba más sexy que molesta.
―Soberbia Hyperephania. Llámame Soberbia. Y no paso ni una.
―No, claro. Yo soy Horace. Cadmus. O sea que me llamo Horace, y mi apellido es Cadmus ―tartamudeó.
―De acuerdo, Horace, ¿por qué no te vienes a mi mesa? ―Estaba muy seductora y… bueno, sexy.
―Apenas nos conocemos ―contestó Horace débilmente.
Ella le hizo señas con la mano.
―¡Oh, Horace, hoy nos hemos enfrentado a un pitbull de la empresa y hemos ganado! Deberías estar contento. Ven a celebrar conmigo.
Lo pensó por un segundo, luego agarró su caja y su vaso de agua y se sentó al lado de Soberbia. La pilló sonriendo a la caja, pero decidió dejarlo pasar. Después de todo, ella le había incitado a que se plantara. Dios, todavía no podía creerlo.
―¿Otro vodka? O no, no hagamos feliz a Gula tan pronto.
―¿A quién?
Ella chasqueó la lengua.
―Ya lo entenderás. Ahora, Horace, déjame darte mi token. Descarga la aplicación para poder recogerlo.
Horace frunció el ceño.
―¿El qué? No, señora, no tiene que darme nada.
―Descarga la aplicación Pensamientos Malignos, por favor.
Él agitó la cabeza, pero la curiosidad pudo con él. Encontró la aplicación, lo que le sorprendió mucho, y la instaló. Aparecieron los términos y condiciones de servicio y Horace los aceptó instantáneamente con su pulgar. Le llevó más o menos un minuto, que aprovechó para mirar más de cerca a la mujer. Su traje de falda violeta, a pesar de ser modesto, llamaba mucho la atención sobre sus hermosas piernas. Tenía un pelo rubio perfecto, labios gruesos y un maquillaje que hacía magnéticos sus ojos azules.
Si el día no fuese tan raro, tendría tiempo de preguntarse por qué una mujer tan hermosa le daría la hora siquiera.
La aplicación terminó de instalarse y él la abrió, apuntando con su teléfono a Soberbia.
Entre los dos había un objeto en realidad aumentada, semitransparente y visible para cualquiera que tuviera una aplicación de RA. Era algo así como una ficha, con la palabra orgullo escrita en griego, ΥΠΕΡΗΦΑΝΙΑ
―¿Y qué hago con esto? ―preguntó Horace, rascándose la nariz.
―Tómalo. Es tuyo, te lo has ganado. ―Soberbia parecía muy orgullosa de aquello.
―Bueno. ―Horace se encogió de hombros y tocó la aplicación. El token fue recogido y lo vio añadirse un contador que marcaba uno de siete―. No entiendo, Soberbia, ¿qué es esto? Un videojuego, ¿o qué?
―Es una especie de juego, pero lo que se juega es mucho más importante ―dijo de forma enigmática. Y añadió con una voz más grave: ―Y también las recompensas. Hizo un cambio de piernas cruzadas dándole un Instinto Básico completo.
Horace tragó saliva. Se quedó sin palabras por un momento.
―No entiendo nada, el token, tú, nada.
Ella levantó la cabeza, prácticamente mirándole por encima.
―Tú, Horace Cadmus, vas a pasar por la prueba de los Pensamientos Malignos. Muchos, muchos mortales han pasado por ella, pero pocos han sobrevivido. Los peligros son grandes, pero también lo son las recompensas, como te he dicho. Conocerás a mis hermanas y te ayudaremos en tu vida, empujándote en la dirección correcta. Si logras satisfacernos a las siete y pasas la prueba, estarás entre los pocos hombres que han logrado sus sueños.
Horace pasó por una docena de emociones. Frunció el ceño, gimió, sonrió, apretó los dientes, le miró las piernas, se frotó la cara.
Finalmente, se levantó y dijo:
―Usted, señora, está loca. Adiós.
Cogió su caja y se fue del café.
Capítulo 3: Horace
―Por eso necesitaba sincerarme contigo inmediatamente, por si recibías un correo electrónico sobre inicios de sesión no autorizados en dispositivos o algo así ―dijo Horace, moviendo los brazos.
―Está bien. ―Evie se encogió de hombros, abrazándose las piernas en la cama. Llevaba su pijama floral y estaba despeinada, pero Horace la veía bonita igual. Era una chica negra muy guapa, la única que había conocido, en realidad, con carita redonda y pelo rizado en tonos marrones y dorados.
―Sé que no hiciste nada más. Aunque debería cambiar mi contraseña en algún momento, creo que también la he usado en otro lugar.
―Sí, deberías.
Su apartamento era pequeño, hecho para una persona. Una habitación, algo separada de la pequeña cocina-mesa-recibidor y un pequeño baño con ducha. La lavadora ocupaba la mayor parte de dicho baño, Horace tenía que doblarse de lado cada vez que necesitaba orinar.
Horace se fijó en las ilustraciones que tenía impresas. Eran damas de fantasía, vestidas con armadura, empuñando armas o bastones que brillaban con energía, montando dragones o en la cima de un montón de esqueletos caídos. Le pareció gracioso haberla convertido al lado oscuro. Hace un par de años Evie consideraba todo aquello estúpido, y lo decía en voz alta en cada oportunidad. Pero cuando finalmente encontró el juego perfecto para ella, le fascinó y se enganchó. Era un juego de fantasía en el que era una reina poderosa, mataba enemigos, reunía cada vez más poder mágico y llevaba un traje increíble con exquisito detalle.
Fue la primera lámina que imprimió del juego y colgó en la pared. Hubo muchas más después, en la progresión típica de todos los juegos de rol de ordenador. Cada vez más grandes, voluminosas y brillantes, se podía ver de un solo vistazo la progresión de su personaje en el juego, desde la humilde princesa hasta la poderosa reina y, finalmente, la gran emperatriz.
Horace no había visto las últimas, debían ser nuevas. Después de todo, él no tenía tiempo para jugar con ella, pero ella sí.
Debió notar que él miraba alrededor y se cohibió.
―Lo siento por el desorden ―dijo, con la garganta seca.
―Por favor. Soy soltero. Está mucho mejor que la mía. En fin, aquí está la carta.
Su amiga la abrió, aspirando por la nariz mientras leía. Sus ojos se abrieron de par en par.
―¡Vaya! ¿Cómo lo conseguiste?
Horace se encogió