Colores. Patrizia BarreraЧитать онлайн книгу.
De esas manos nació una rosa, un rayo de sol o incluso oscuridad. De la nada aparecieron ángeles de rostros puros e inocentes o niños infelices en el vientre de mujeres deshechas; y cuerpos desvaídos, copas hinchadas, escenas de locura, de alegría, de amor. Mirando esos rostros me daba cuenta de haberlos ya visto dentro de mí y, rozando esos lienzos, esperaba que todo volviera a mí. El miedo a perderlos nuevamente me asaltaba, lánguida y feroz: ¿qué sentido tenía el crear pero no poder disfrutar de esa vida? Lo escudriñaba mientras él inventaba nuevos colores y una desesperación inconsolable nacía en mí. Impotente ante él, pensé que si no podía quedarme con nada lo mejor era destruirlo.
Lentamente, una serpiente insidiosa se arrastró en mi corazón, y el Creador a quien creí admirar hasta entonces se transformó en un tirano insensible a los sentimientos de piedad que inspiraban a mis criaturas. Me retraía a sus abrazos sin concederle nada, hundiéndome en esa amarga soledad que acoge a las almas muertas. El me miraba como si no me viera, y yo sabía que sufría; tal vez era presa de una elección, por esa atroz duda que luego me mató. Ahora entiendo que se debatía sin saber elegir entre la mujer y sus colores.
Llegó un nuevo verano sin que nada hubiera cambiado, pero un día no pintó y me alcanzó en el bosque: parecía postrado por algo a lo que no sabía oponerse, y también muy cansado. Rencontré la ternura y nos amamos como nunca lo habíamos hecho antes, dejando de lado los complejos y las inhibiciones, felices de ser simplemente nosotros mismos. Al final pareció aliviado, como si finalmente hubiera comprendido lo que tenía que hacer. Regresamos y él retomó los colores, pero esta vez tenía un nuevo tema: yo. Durante horas permanecí inmóvil mirando sus ágiles manos sobre el lienzo, rápido y astuto entre los pinceles como si no tuvieran otro alimento que esto. El día terminó y todavía estaba encorvado sobre el cuadro: la mujer retratada reía, eternamente feliz en su eterna juventud. Al escrutarla ya no era yo. Detrás de ella, una puerta entreabierta me invitaba a entrar y me pregunté qué podría haber detrás de ella tan secreto como para no poderlo ver. Una vez más, esa mísera tristeza me atrapó y no pude escapar de ella; y la tristeza se convirtió en languidez, y luego en locura. ¿Me habría perdido nuevamente sin poder ya encontrarme? ¿Y quién me habría comprado esta vez? Mi alma estaba en el cuadro y no podía defenderla de las miradas ajenas. El se puso de pie y me besó durante mucho tiempo: ¿sabía quizás que me iría?.
Esa noche no pude dormir. Mis sueños eran extrañas llamadas de mundos perdidos en el tiempo. Entonces entendí que era la puerta pintada la que me llamaba. Corrí al jardín y la pintura se había movido. La puerta entonces ya abierta mostraba un abismo negro de sombras y, al fondo, los colores. Entré de un salto y ya no podía salir: como la naturaleza cautiva, quedé esculpida en el lienzo, y estaba muerta.
Desde ese día él no ha pintado ni vendido otros cuadros, porque no sabe dónde se ha refugiado mi alma: y desde entonces los árboles son grises y los rostros de los Ángeles desaparecieron como el humo. No sabe reconocer la luz en la noche y no puede distinguir el fuego del agua. Y yo ya no puedo decírselo, porque estoy detrás de la puerta, donde él nunca podrá verme más. Ahora lloro, sintiéndome miserable en mi debilidad humana.
Todo ha terminado. Y no tengo más voz para confesarle que fui yo quien le robó sus colores..
LA MUSICA DEL DIABLO
Rojo
Se decía que esa música fue compuesta por el demonio. ¿Rumores, bufonadas, supersticiones? Pero había tocado muchas veces esa música, y nunca había visto al diablo. Y ciertamente tenía presente como era, con esos cuernos afilados, el aire audaz y el sombrero negro, como suele aparecer, y sin embargo da miedo porque sientes su cálido aliento sobre ti. Pero en cuanto al miedo, él no lo tenía, por el contrario, esa música parecía elevarlo a lugares donde el diablo, según dicen, no debería tener cabida. Y cada vez que tocaba esa música una profunda paz descendía sobre su corazón, algo como ninguna otra cosa terrenal era capaz de proporcionar. Fue ese amor por el universo que palpitaba en su pecho cuando tocaba lo que lo estimulaba a continuar haciéndolo; como una extraña manera de satisfacer los sentidos. Y entonces se sentía bien, incluso ansioso por hacer el bien, aunque en el fondo esa bondad lo aburría tanto como el mal, y cada vez que terminaba replegándose de sí mismo dejando de lado esos sentimientos. Y así día tras día: satisfecho consigo mismo e inmediatamente descontento, ansioso por concentrarse en esas notas y cansado de ellas. Y luego hubo esa extraña repulsión hacia la gente y hacia sí mismo después de tocar, algo que no entendía pero que al mismo tiempo no podía evitar desear. Al final también se acostumbró a eso y dejó de preocuparle, considerándolo un pequeño precio a pagar por disfrutar de un precioso don. "¿El diablo? ¡Él no existe!", Dijo, haciendo cita de su propia felicidad como evidencia. "Nunca he robado, ni hecho daño a nadie, y soy feliz. ¿El diablo pues ya no arrastra hacia la perdición a los mortales que gozan de su compañía y de sus artes? si es así, entonces ¡bienvenido demonio!".
Y acariciaba el mentón de su joven esposa con su vientre hinchado y pesado, señal de que el niño estaba sano y crecía bien, enésima señal de bendición divina. Pero la mujer murió en la primavera dando a luz a ese niño. Mas no todo fue exactamente así ya que la niña permaneció encerrada en el vientre de la madre muerta hasta que un desconcertante lamento obligó a alguien a traerla al mundo con una improvisada cesárea. La niña tenía los ojos abiertos y estaba viva. Y entonces todos pensaron que había algo de maléfico en ello y que los presagios eran negativos. Y cuando por fin se descubrió que esa extraña criatura no hablaba, aunque podía, y que se limitaba a mirar el mundo con ojos indiferentes y rabiosos, entonces todos a su alrededor los dejaron solos, y padre e hija vivieron en soledad todos los años de sus vidas.
Al final desaparecieron, como tragados por la nada, y todos dijeron que fue el diablo quien pidió el pago por sus almas. Pero yo sé cómo ocurrió todo, porque fui el único que decidió mezclarse con su desgracia, impulsado por un sentimiento de piedad por esa pobre criatura que crecía en la nada, y a quien yo mismo no podía hacer otra cosa que llevarle algo de comida. Lo que sucedió todavía me asusta, pero ya soy viejo y no puedo temer más que a la muerte. Así que, amigos míos, escuchen mi triste charla y luego olvídenla. Palabras ya han habido demasiadas.
El continuó tocando esa música hundiéndose en el olvido día tras día. Cuando tocaba encontraba paz, auto engañándose de no ser ya él mismo y huyendo lejos de esa realidad sin esperanza... Nada le interesaba, excepto esa música: y cuando comprendió que ya no podía prescindir de ella, aunque la odiaba, comenzó a odiarse a sí mismo porque él la odiaba. Ya no era capaz de nada: mucho menos mirar a esa hija que se derretía como una vela, aunque estaba sana y no pronunciaba palabra alguna.
"¡Maldita música!", Se maldecía a sí mismo. Y todos los días se prometía que no la volvería a tocar, aún sabiendo que no dudaría un momento en retomar los instrumentos para hacerlo. Y cada vez que esas notas subían al cielo en un mágico hechizo sobre su cuerpo se dibujaban sombras de agotamiento, una mancha oscura que cada día tomaba forma y se hacía más definida, hasta que explotaba con su horrible aspecto y él ya no podía dejar de verla. Esa pata peluda que había nacido en su pecho era la señal del diablo, ese demonio al que nunca había temido ni al que temía entonces, pero aún así lleno de horrores y engaños. No había escapatoria: esa música era el pacto de sangre que le había absorbido su alma y que lo había otorgado como un regalo al Señor de la oscuridad. Lo había tocado y lo sostenía en la mano, alimentándose de su soberbia y falta de fe. Y el contagio pasaba de un hombre a otro a través de las notas de esa música que acelera los sentidos llevándolos hacia pecados que no pueden ser cometidos pero que, en lo más íntimo, precisamente por eso ya los han cometido. Una peste silenciosa que cada criatura transmite a otra, repitiendo el ciclo sin fin. Entonces se preguntó cuántas masacres había cometido, llevando esa música por el mundo. Cuántas otras manchas esperaban por explotar, cuántos pecados revoloteaban en el aire esperando ser recogidos. Había estado ciego, pero ahora veía y entendía que esa música tenía que ser destruida de inmediato, porque si aún había una posibilidad de salvación que impidiese a los hombres seguir su propio camino, solo dependía de él.