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Colores. Patrizia BarreraЧитать онлайн книгу.

Colores - Patrizia Barrera


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no quería para nada destruirla, más bien seguir tocándola, ya que no hay una tentación más fuerte para el ser humano que arrastrar a su propio hermano a la perdición.

      "Tienes que quemarla" - susurró una voz detrás de él en ese momento. Fue esa hija muda pero que ya hablaba, y se paraba frente a él, pálida con rostro de sufrimiento y temblando toda.

      "Tienes que quemarla" - repitió, descubriéndose un seno. Allí también la mancha había tomado forma. Esa pata que se había posado en su pecho la había ya cavado y devorado, incluso perforando su corazón.

      "Mira a lo que me ha reducido. Tienes que quemar esa música, y también tienes que quemarme a mí".

      Entonces entendió que no había más esperanza ni tiempo: apilaron las pocas pertenencias que tenían en la orilla del mar e hicieron con ellas una gran hoguera. Luego arrojó el cuerpo de su hija y finalmente esa música. Y esperó en silencio a que el fuego se apagara por completo, viendo cómo desaparecían las últimas piezas de su vida.

      Y cuando todo se consumó, se sintió viejo y cansado, no porque había perdido a su única hija, sino porque ya no podía tocar su música. Y cuando este pensamiento se hizo claro y nítido en su mente, la mancha en su pecho comenzó a arder y a sofocarlo de un sólo golpe, hasta que su cuerpo también fue consumido y la carne devorada. Entonces regresó a su habitación y se suicidó.

      LOCURAS

      Anaranjado

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      La vi e inmediatamente me impresionó. Algo en ella me atraía y me producía rechazo a la vez, algo infinitamente dulce y secretamente triste sobre una boca de mujer y una sonrisa de niña, como si una inocencia mágica y una perversión lánguida se unieran al mismo tiempo en ella. Cuanto más la miraba, más me convencía de que había una naturaleza dual en ella y, en consecuencia, una belleza también dual. Y, de hecho, me pareció hermosa, de una rara elegancia, como un tímido rosal que crece entre espinas salvajes. Fue así que instintivamente la seguí: ella caminaba suavemente sin mirar atrás, rápida y segura con sus largas piernas de pantera. Pero bastó mirar por un momento su natural perfil para encontrarme de nuevo con esa incertidumbre infantil que me había atrapado y que ahora más que nunca parecía desentonar con su cuerpo perfecto. Como en un sueño, todavía veo su cabellera oscura suelta que parecía temblar en su espalda, su pequeña nariz puntiaguda, el pliegue amargo y suave de su boca. Mientras la seguía me imaginaba incluso el agrio sonido de su voz, que debía ser delgada como sus caderas y armoniosa como el tierno contorno de sus muslos. Y me parecía que la conociera desde siempre mientras me preguntaba qué hacía yo allí, solo en ese largo camino, persiguiendo únicamente el aroma de una mujer.

      Estos pensamientos me acompañaban por ese largo camino que parecía no tener fin. Pero nada tenía fin ese día: ni el tranquilo trinar de las alondras ni el calor abrasador de las colinas, ni mucho menos el sudor que goteaba inexorable y lentamente en mi frente. Pero seguí adelante, impulsado por el deseo anhelante de que ella finalmente se diera vuelta y por un solo momento dirigiera su mirada hacia mí. De repente, casi molesta por el sonido de mis pasos, se dio la vuelta: percibí entonces la mirada sanguinaria y los afilados movimientos de un animal depredador. ¡Feroz y sanguinaria, entonces! Pero sus labios temblaron de miedo y rápidamente retomé el coraje de quien se siente más fuerte. La miré también largamente hambriento e insolente, vertiendo en mis ojos pensamientos prohibidos por mucho tiempo latentes. Pero no di un paso, preso del miedo inconsciente de que esto fuera solo la visión de un momento, un espejismo perseguido por toda una vida y que podía desaparecer a la mínima imprudencia. Sentí una extrema necesidad de hundirme en ella, sentir la calidez de su piel y la dulzura de su boca. Sentí ganas de lastimarla, apretar esas delgadas caderas y desmenuzarlas entre mis dedos, y posar mis dedos sobre sus senos y luego arrancarlos, para pisotear y destruir algo demasiado precioso y frágil para no enojarme y arruinar mi corazón. Ella permanecía allí, inmóvil, y no huyó. ¿Y por qué demonios debería huir?. Desconocidos el uno del otro y fijos en un único pensamiento ninguno de nosotros se movió, y nos miramos mutuamente como colegiales inquietos a la espera del sonido de la campana que nunca llegaba.

      Finalmente se movió y yo mantuve la distancia. Quizás fui cómplice de un no sé qué misteriosamente oculto en sus ojos. Desorientado y perdido, seguí el ligero ritmo de sus latidos, el placer que emanaba de su piel y la oscura voluptuosidad de mis sentidos.

      Y así reanudamos ese eterno deambular entre campos y colinas, y el cielo parecía el mar, y cada aroma prometía tempestad. Me acompañó un presagio de muerte que repentinamente me descompuso el ánimo y ya no parecía abandonarme.

      Y yo, que nunca había amado el calor de mi cuerpo, lo advertí con una impetuosidad macabra, como si se hubiera despertado en venganza por el largo olvido al que yo mismo lo había condenado. Yo, que nunca había amado a una mujer, me habría entonces humillado para implorar, me habría lanzado de rodillas ante esas hermosas caderas rogando por una hora de piadosas y amorosas caricias.

      ¿Pero era yo entonces aquel hombre que había tenido miedo de amar, y por esta razón se había confinado para siempre a las certezas de un destino irrevocable, a un trabajo uniforme, negándose a sí mismo el calor del hogar por pura cobardía? ¿Fueron todos esos años llevados en peso sobre mis hombros en los que había olvidado haber sido un niño, y por eso aborrecía la idea de un humano contacto en la frente y la sonrisa diamantina de un bebé? ¿Qué había hecho con mi pobre vida sino hacerme un traje demasiado estrecho donde apenas había un lugar para mí?. Agobiado por estos pensamientos, me di cuenta de que habíamos llegado cerca de una casa y que la mujer estaba perdida. Me miró y yo me quedé afuera, en la inútil espera de una invitación que nunca llegó. Parado en su puerta no pasó nada ese día, y ni siquiera en los que siguieron, y permanecí de pie para respirar el aire terroso de los campos hasta que el sol se volvió incandescente, y el polvo me quemó los pies y un viento impetuoso me obligó a volver sobre mis pasos. Desde ese día experimenté el terror de mí mismo, toqué la inutilidad de mi vida vacía y constaté con amargura el colapso de mis ilusiones.

      De repente, sentí disgusto por mi delgada piel de anciano. Y finalmente entendí que nunca había amado, que había elegido con feroz terquedad recorrer solo mi paso por esta vida terrenal, tratando de darle valor a lo que no tiene valor, sino al valor imaginario e inconsistente de la vanidad de los hombres. Siguiendo un día a aquella mujer fui yo mismo durante una hora: ahora he vuelto a mi vida, al camino cuesta abajo que me llevará a su previsible final.

      Sé que nunca seré feliz; pero tal vez pueda convencerme a mí mismo de que no me equivoco al culparme a mí mismo por las malas decisiones que había buscado negar. Extenderé un velo sobre mi alma como hacen todos los demás y seguiré la línea del tiempo justificando cada minuto mi mal trabajo.

      El olvido es todo lo que quiero.

      Pero ahora sé que camino en el vacío, sin esperanza y sin amor.

      MADRE

      Blanco

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      No es verdad, madre, lo que me dijiste sobre la vida: que todos los días son iguales y que el sol ilumina en vano un mundo cegado por el odio. Si he de arrepentirme de algo, puedo decirte que ya entonces amaba lo que no me fue dado, y que deseé amargamente esa existencia que tú me negaste. Desde el primer instante en que comprendí que estaba allí, aún perdido en la eternidad de mi infinito, tan confundido en el límite inviolable entre la vida y la muerte, sentí el peso de tus remordimientos sobre mis hombros y una voz sin sonido que me empujaba lejos del mundo. Acababa de nacer y una chispa de rechazo se encendió en mi corazón y me quemó. Entonces un dolor denso e indomable cavó en mí una angustia sin lágrimas, mientras en mi corazón ya acariciaba la idea de ser tu hijo.

      No sabía que no era bienvenido en tu vida, ni que mirabas tu imagen en el espejo con terror, o que temblabas con el


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