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Un sueño hecho realidad. Betty NeelsЧитать онлайн книгу.

Un sueño hecho realidad - Betty Neels


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–dijo Matilda–. ¿Vas a tomar café con papá? Yo ya he tomado en la consulta. ¿Preparo unos macarrones con queso para el almuerzo?

      Su madre se encogió de hombros.

      –¿Cómo es el doctor Lovell? El típico médico de cabecera rural, supongo.

      Matilda no contestó. No creía que el doctor Lovell fuese típico para nadie, pero, claro, ella estaba enamorada de él.

      Tuvo cuidado de presentarse en la consulta varios minutos antes de las cinco. Ya tenía preparadas las fichas de los pacientes y estaba sentada detrás de su escritorio, cuando se presentó el primer paciente. El doctor Lovell había dicho la verdad; la afluencia de personas era constante: varios hombres con catarros molestos, unos cuantos niños quejicosos y dos jóvenes con las manos vendadas. Por las fichas, sabía que la mayoría provenían de granjas cercanas y, como todos se conocían entre ellos, la habitación era una algarabía de voces alegres mezcladas con ataques de tos y gemidos infantiles.

      El doctor no había dado señales de vida y ya eran más de las cinco. Matilda salió de detrás de su escritorio para sostener a un niño díscolo, mientras la madre llevaba al hijo mayor al servicio. Todavía estaba con él en brazos, cuando el doctor Lovell abrió la puerta e hizo pasar al primer paciente, un anciano aquejado de tos.

      Miró a Matilda con las cejas levantadas, pero no hizo ningún comentario y, cuando salió a recibir a su segundo paciente, ella ya estaba sentada detrás de la mesa, ocupada con el libro de citas y consciente de que todos la observaban. A fin de cuentas, era una recién llegada en la aldea y, aunque la señora Simpkins había dado la opinión de que Matilda era una joven agradable, un poco callada, pero educada, el pueblo no tenía intención de precipitarse en sus conclusiones.

      La hija del pastor, se decían. Bueno, la señorita Brimble también lo era, aunque le doblaba en edad. La despedían con amabilidad y, una vez en sus casas, durante la cena, expresaban su opinión: una joven agradable, un poco insulsa, pero sonriente.

      En cuanto al doctor Lovell, que aquella noche fue a cenar a casa del reverendo Milton, se mostró satisfecho con su nueva recepcionista. Aunque, no tenía nada más que decir sobre ella.

      La semana transcurrió sin novedad. Los martes solo había consulta por la tarde, porque el doctor tenía el cargo de anestesista en el hospital de Taunton y pasaba allí la mayor parte del día, y los jueves, solo recibía pacientes por la mañana. El miércoles, la consulta se llenó con las víctimas de las primeras gripes invernales. Matilda disfrutaba del trabajo, aunque deseaba poder llevarlo a cabo en una atmósfera más limpia, y no con olores a abrigos húmedos y a granjas. Y, aunque el doctor Lovell seguía mostrándose educado, pero frío, al menos, ella lo veía todos los días. Tarde o temprano, dejaría de compararla con la señorita Brimble y concluiría que Matilda era una joven agradable.

      Y, con lo que era Matilda, ya había urdido varios planes. Una planta para la sala de estar, un pequeño jarrón con flores para el escritorio del doctor Lovell, un orinal para los bebés y algún recipiente donde los pacientes pudieran dejar los paraguas en los días de lluvia. Había muchos trastos que su madre había relegado al cobertizo del jardín; tal vez encontraría allí algo que pudiera servir.

      Después del primer día, Matilda había declinado educadamente la invitación de tomar café y se había limitado a permanecer de pie junto al escritorio del médico, para recibir instrucciones, a despedirse alegremente y a cerrar la puerta con cuidado al salir. No tenía sentido que se quedara más tiempo del imprescindible cuando, prácticamente, era invisible para él.

      El viernes por la mañana, Matilda encontró un sobre encima de su mesa. Durante la entrevista, le había pedido al doctor Lovell que le pagara en metálico al final de cada semana, y el médico había accedido sin hacer ningún comentario. Guardó el sobre en el bolso y saludó al primer paciente. Su padre le había enseñado que el dinero no era el camino fácil a la felicidad, pero, por una vez en su vida, no podía evitar sentirse como una millonaria…

      En el pueblo, había una pequeña sucursal del banco de su padre, que abría tres días a la semana durante unas horas. Matilda ingresó la mayor parte del dinero en la cuenta del señor Paige, le compró unas salchichas a la señora Simpkins y se fue a casa rebosante de alegría.

      Había un coche aparcado delante de la verja: un antiguo Rover perfectamente conservado. Pertenecía al reverendo Milton, y Matilda se alegró de verlo, porque significaba que el pastor había ido a visitar a sus padres. Ya se había pasado a verlos en otra ocasión, justo después de la llegada de los Paige a Much Winterlow, pero dado el caos en el que había estado sumida la casa, no se había quedado mucho tiempo.

      El reverendo estaba en el salón, con su esposa. La señora Milton era una mujer plácida, de corta estatura y rostro amable y, según la señora Simpkins, gozaba del afecto de todos los habitantes del pueblo.

      Matilda los saludó y, a petición de su madre, fue a preparar más café. Lamentaba no haber comprado algunas galletas de regreso a casa. Rellenó las tazas de todos y se sentó para contestar a las amables preguntas de la señora Milton.

      ¿Le gustaba trabajar con el doctor Lovell? Era un hombre muy bueno y valioso, aunque trabajaba demasiado. Había sido una suerte que hubiese encontrado a Matilda como sustituta de la señorita Brimble. ¿Sabía jugar al tenis? En verano, había un club que organizaba torneos, y en invierno, teatro para aficionados.

      –Tienes que conocer a algunos de nuestros jóvenes –dijo la señora Milton.

      La señora Paige la interrumpió de la forma más educada posible.

      –Matilda no es una joven muy sociable –le dijo–. De lo cual me alegro, porque no soy muy fuerte y la preocupación por la enfermedad de mi marido me ha destrozado los nervios.

      –Lo lamento, señora Paige –dijo la señora Milton–. Confiaba en poder presentarle a algunas personas del pueblo y en persuadirla para que se uniera a uno o dos de nuestros comités. Recaudamos bastante dinero para los pobres sin armar mucho revuelo. Y la asociación de madres crece cada día. Lady Truscott es la presidenta, y nos reunimos en su casa una vez al mes. Toda una mansión, ya sabe…

      –Me encantará asistir y brindarle toda la ayuda que pueda –se apresuró a decir la señora Paige, mucho más animada, y profirió una carcajada de pesar–. Esto es tan distinto. Echo de menos nuestra antigua casa, y la vida social que iba unida a la vicaría. Y, por supuesto, la variedad de tiendas. Tengo entendido que la peluquería más cercana está en Taunton.

      –La señorita Wright no lo hace tan mal, y está en el pueblo. Confieso que yo voy a Tessa’s, en Taunton. Si quiere, le daré su teléfono y, si menciona mi nombre, estoy segura de que le hará un hueco.

      –Es usted muy amable. Tendrá que ser el día en el que el autobús va a Taunton. Me han dicho que solo hay uno.

      –¿No tiene coche?

      –No, yo no sé conducir y a Jeffrey se lo han prohibido, así que vendimos el que teníamos.

      La señora Milton se volvió hacia Matilda.

      –¿Tú no conduces, querida?

      Matilda solo tuvo tiempo para decir que sí, antes de que su madre se apresurara a explicar:

      –No tenía sentido conservar el coche solo para disfrute de Matilda. Le gusta andar y también puede moverse en bicicleta.

      –En ese caso –dijo la señora Milton–, me encantará llevarla a Taunton la próxima vez que vaya a la ciudad. A Matilda también, si…

      –Una de nosotras debe quedarse en casa, por si acaso Jeffrey no se encontrase bien, pero le agradezco su ofrecimiento. Me encantará ir a Taunton con usted. Tal vez podría arreglarlo para ir a la peluquería y hacer una pequeña compra. Estoy segura de que la tienda del pueblo es excelente, pero necesito algunas cosas que no creo que abastezcan aquí.

      –Organizaremos un viaje dentro de poco, y tendrá noticias del comité –la señora Milton se puso en pie–. Me alegro de que haya venido a vivir a Much Winterlow,


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