Un sueño hecho realidad. Betty NeelsЧитать онлайн книгу.
–dijo la señora Milton–, pero creo que no tiene mucho tiempo para divertirse. Su madre…
–Vamos, querida, no te precipites en juzgar a las personas, aunque entiendo lo que quieres decir. Debemos procurar a Matilda algunas amistades.
–Me pregunto qué tal se llevará con Henry.
–Seguramente, bastante bien. No creo que sea un jefe muy duro. En cuanto se hayan acostumbrado el uno al otro, sin duda, Matilda demostrará ser igual de eficiente que la señorita Brimble.
Aunque eso no era lo que la señora Milton había querido decir, pero no se molestó en aclarárselo a su marido.
La señora Paige siguió a Matilda hasta la cocina.
–¿Te han pagado?
Matilda apiló las tazas y los platos junto al fregadero.
–Sí, madre.
–Me alegro. Si la señora Milton cumple su promesa, podré ir a Taunton. Necesito un par de cosas, aparte de arreglarme el pelo. Si me das veinticinco libras… Comprende que, si tengo que conocer a todas esas mujeres, tengo que estar presentable, y podrás disponer del resto del dinero…
–Lo he ingresado en la cuenta de papá, en el banco.
–Matilda, ¿te has vuelto loca? Le ingresarán la pensión dentro de una semana, y podemos abrir una cuenta en la tienda.
–Hay que pagar la factura del gas, al fontanero….
La señora Paige dijo con voz llorosa:
–No puedo creer que mi propia hija sea tan malvada –se echó a llorar–. Odio este lugar, ¿es que no lo entiendes? Esta casa minúscula y este pueblo sin tiendas y nada que hacer en todo el día. Siempre ocurría algo en la vicaría: la gente iba de visita, para pedir consejo o ayuda; pasaban cosas. Claro que a ti no te importa –añadió–. No creo que eches de menos a tus amigas, y dudo que hubiera ningún hombre interesado en ti. Tanto mejor, porque dudo que conozcas a nadie que quiera casarse contigo.
Matilda dijo en voz baja:
–No, supongo que no. Lamento que seas tan desgraciada, madre, pero tal vez conozcas a gente que sea de tu agrado cuando vuelvas a ver a la señora Milton –sacó algunos billetes de su bolso–. Aquí tienes veinticinco libras –dejó el dinero sobre la mesa–. Yo prepararé el almuerzo, ¿te parece?
Su madre dijo algo, pero Matilda no lo oyó, porque estaba reprimiendo el impulso de salir corriendo de la casa y huir a algún sitio en el que no le recordaran que era insulsa, poco agraciada y malvada. La vida habría sido muy distinta de haber sido bonita…
Movió con fuerza la cabeza. La autocompasión era una pérdida de tiempo; la vida no era tan mala. Tenía un trabajo, le gustaba el pueblo, había conocido a gente agradable y, además, estaba el doctor Lovell. El amor que sentía hacia él llenaba su vida de color y, con el tiempo, si conseguía parecerse más a la señorita Brimble, conseguiría agradarlo. No esperaba nada más, su madre ya había dejado claro que no podía atraer a un hombre como él.
Preparó el almuerzo, escuchó los alegres comentarios de su padre sobre el reverendo Milton y su esposa y, luego, con Rastus como única compañía, salió al jardín y empezó a recoger las hojas que cubrían el césped.
Hacía fresco y el viento soplaba con fuerza, así que la trenza se le deshizo y, además, se había atado un saco sobre la falda. El doctor Lovell, al pasar por delante, en su coche, pensó con indiferencia que Matilda estaba desaliñada. La borró de su mente y se sintió vagamente irritado al sorprenderse recordando aquella mata de pelo castaño claro flotando al viento.
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