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Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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pública sobre este tema, a fin de no impedir a su partido que fomentara la indignación contra los bolcheviques. Por si esto fuera poco, Chernov formaba parte del gobierno que encerró a Trotsky en la cárcel de Kresti. Los conciliadores podían argüir, es cierto, que el grupo de conspiradores sospechosos nunca se hubiera atrevido a llevar a cabo un propósito tan insolente como la detención de un ministro en pleno día y ante una enorme multitud si no hubiera contado con que la hostilidad de las masas hacia el «perjudicado» le ponía suficientemente a cubierto. Y hasta cierto punto así era, en efecto. Ninguno de los que rodeaban el automóvil hizo la menor tentativa, por propio impulso, para libertar a Chernov. Si en algún otro sitio se hubiera detenido a Kerenski, ni los obreros ni los soldados se habrían sentido, naturalmente, afligidos. En este sentido, la complicidad moral de las masas en los atentados reales y supuestos contra los ministros socialistas, eran un hecho incontestable y daba motivos a la acusación contra los obreros y marinos de Kronstadt. Pero la preocupación de conservar los restos de su prestigio democrático impedía a los conciliadores echar mano de este argumento: no se olvide que si bien levantaban una barrera hostil entre ellos y los manifestantes, seguían hallándose al frente del sistema de los soviets de obreros, soldados y campesinos en el sitiado palacio de Táurida.

      A las ocho de la noche, el general Palovtsiev comunicó por teléfono al Comité Ejecutivo una buena noticia: dos centurias cosacas, con artillería, se dirigían al palacio de Táurida. ¡Por fin! Pero también esta vez las esperanzas resultaron defraudadas. Las constantes llamadas telefónicas no hacían más que aumentar el pánico: los cosacos habían desaparecido sin dejar rastro, como si se hubieran evaporado, con los caballos y los cañones de tiro rápido. Miliukov dice que al atardecer empezaron a manifestarse «las primeras consecuencias de los llamamientos hechos por el gobierno de las tropas»: así, según él, se dirigía apresuradamente hacia el palacio de Táurida el regimiento 176. Esta indicación, tan precisa exteriormente, es muy interesante, pues sirve para caracterizar los quid pro quo que surgen inevitablemente en el primer período de la guerra civil, cuando los campos sólo empiezan a delimitarse. En efecto, había llegado un regimiento al palacio de Táurida con los capotes y las mochilas al hombro y al flanco las cantimploras y las gamelas. Los soldados, que venían de Krasni-Selo, llegaban cansados del camino y calados hasta los huesos.

      Era, realmente, el regimiento 176. Pero no se disponía, ni mucho menos, a salvar al gobierno: el regimiento, que estaba en contacto con los meirayontsi, se había puesto en camino bajo la dirección de dos soldados —bolcheviques—: Levinson y Medvediev, con el fin de arrancar el poder para los soviets. Se comunicó inmediatamente a los dirigentes del Comité Ejecutivo, que estaban sobre ascuas, que un regimiento con sus ofíciales acababa de llegar desde lejos, en completo orden, y acampaba bajo las ventanas para entregarse a un descanso merecido. Dan, que llevaba el uniforme de médico militar, se dirigió a los jefes del regimiento pidiéndoles que proporcionaran centinelas para montar la guardia en el palacio. Esta petición fue, en efecto, rápidamente satisfecha. Hay que suponer que Dan comunicaría con satisfacción la noticia a la mesa del ejecutivo, desde donde fue transmitida a la prensa. En sus Memorias, Sujánov se burla de la sumisión con que el regimiento bolchevique ejecutó la orden del líder menchevique: una prueba más de lo «absurdo» que era la manifestación de julio. En realidad, la cosa era, a la vez, más simple y más compleja. El oficial que mandaba el regimiento, al hacérsele la propuesta relativa a los centinelas, se dirigió al ayudante de guardia, el joven teniente Prigorovski. Éste, que era bolchevique, miembro de la organización de los meirayontsi, pidió inmediatamente consejo a Trotsky, que, con un pequeño grupo de bolcheviques, ocupaba un puesto de observación en una de las dependencias laterales del palacio. Naturalmente, se dio a Prigorovski el consejo de apostar inmediatamente centinelas donde fuera preciso, pues era mucho más ventajoso tener en las puertas amigos que enemigos. De esta manera, el regimiento 176, que había acudido para manifestarse contra el poder, protegía a este poder contra los manifestantes. Si el propósito perseguido hubiera sido la insurrección, el teniente Prigorovski habría detenido sin dificultad a todo el Comité Ejecutivo, que no contaba más que con cuatro soldados adictos. Pero nadie pensaba en semejante cosa, y los soldados bolcheviques cumplieron a conciencia su función de centinelas.

      Después que las centurias cosacas, único obstáculo con que se tropezaba en el camino que conducía al palacio de Táurida, fueron barridas, muchos manifestantes se imaginaron que la victoria estaba asegurada. En realidad, el mayor obstáculo se hallaba en el propio palacio de Táurida. En la reunión de ambos ejecutivos, que empezó a las seis de la tarde, tomaban parte 90 representantes de 54 fábricas y talleres. Los cinco oradores que, según lo convenido, hicieron uso de la palabra, empezaron protestando contra el hecho de que en las proclamas del Comité Ejecutivo los manifestantes fueran calificados de contrarrevolucionarios. «Ya habéis visto — argüían— lo que se dice en los cartelones. Es lo que los obreros han decidido... Exigimos la retirada de los diez ministros capitalistas. Tenemos confianza en los soviets, pero no en quien éstos depositan la suya. Exigimos que se tome inmediatamente posesión de las tierras, que se instaure el control de la industria; exigimos la lucha contra el hambre que nos amenaza». Otro añadía: «No os halláis en presencia de un motín, sino de una acción completamente organizada. Exigimos la entrega de la tierra a los campesinos, la abolición de las órdenes dirigidas contra el ejército revolucionario. Ahora que los kadetes se han negado a colaborar con vosotros, os preguntamos: ¿Con quién os disponéis a entrar en tratos? Exigimos que el poder pase a manos de los soviets».

      Las consignas de propaganda de la manifestación del 18 de junio se convertían ahora en un ultimátum de las masas armadas. Pero los conciliadores estaban ya atados con cadenas demasiado pesadas a las ruedas del carro de los potentados. ¿Entregar el poder a los soviets? Pero esto significaba, ante todo, una política audaz de paz, la ruptura con los aliados, con la propia burguesía, significaba el completo aislamiento, la ruina al cabo de pocas semanas. No ¡la democracia responsable no abraza la senda de la aventura! «Las actuales circunstancias —decía Tsereteli— hacen imposible, en la atmósfera de Petrogrado, tomar ninguna nueva resolución». Por esto no queda más recurso que «aceptar el gobierno tal como ha quedado constituido, y convocar un congreso extraordinario de los soviets para dentro de dos semanas, en un sitio en que pueda funcionar sin obstáculos. En Moscú mejor que en ninguna parte».

      Pero la sesión se ve constantemente interrumpida. Los obreros de Putilov, que llegan ya al atardecer, cansados, irritados, en un estado de extraña excitación, llaman a la puerta del palacio de Táurida: «¡Que salga Tsereteli!». Los 30.000 hombres de la calle envían sus representantes al palacio, una voz grita que si Tsereteli no quiere salir habrá que hacerlo salir por la fuerza. De las amenazas a los actos hay todavía una gran distancia, pero las cosas van tomando un carácter demasiado agudo y los bolcheviques se apresuran a intervenir. Zinóviev lo ha relatado posteriormente: «Nuestros camaradas me propusieron que fuera a hablar a los obreros de Putilov... Un mar de cabezas como nunca lo había visto... Algunas docenas de miles de hombres se apretujaban ante el palacio. Los gritos de “¡Tsereteli!” continuaban. Yo empecé así: “En vez de Tsereteli, he salido yo”. Risas. Esto determinó un cambio en el estado de espíritu de los manifestantes. Pude pronunciar un discurso bastante extenso. Como conclusión, incité al auditorio a que se disolviese en seguida, pacíficamente, en completo orden, y sin dejarse provocar en modo alguno a una acción agresiva. Los manifestantes aplauden ruidosamente y empiezan a retirarse».

      Este episodio revela de un modo inmejorable el profundo descontento de las masas, la carencia de un plan de ataque por su parte y el verdadero papel desempeñado por el partido en los acontecimientos de julio.

      Mientras Zinóviev hablaba en la calle a los obreros de Putilov, un grupo de delegados de estos últimos, algunos de ellos con fusiles, irrumpía tumultuosamente en el salón de sesiones. Los miembros del Comité Ejecutivo saltan de sus sitios. «Algunos de ellos no demuestran el valor ni el dominio de sí mismos suficientes», dice Sujánov, el cual nos ha dejado una viva descripción de estos momentos dramáticos. Uno de los obreros, «un sans-culotte clásico, con gorra, blusa corta sin cinturón y el fusil en la mano», salta a la tribuna de los oradores temblando de agitación y de rabia: «“¡Camaradas! ¿Soportaremos los obreros por más tiempo esta traición? Estáis pactando con la burguesía y los terratenientes.


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