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Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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Los primeros que dispararon fueron los guardias blancos; pero la atmósfera política de la guerra civil la crearon los mencheviques y los socialrevolucionarios.

      Los obreros y soldados, al tropezar con la resistencia armada precisamente del órgano al cual querían dar el poder, quedaron desorientados con respecto al fin que perseguían. El potente movimiento de las masas se vio privado de su eje político. El ataque de julio quedó reducido a una manifestación realizada, en parte, con los recursos propios del levantamiento armado. Con el mismo derecho se puede decir que fue una semiinsurrección por un fin que no permitía otros métodos que la manifestación.

      Los conciliadores, al mismo tiempo que renunciaban al poder, no lo cedían enteramente a los liberales, y un ministerio puramente kadete hubiera sido derribado inmediatamente por las masas, porque aquéllos les temían —el pequeñoburgués teme al gran burgués— y porque temían por ellos. Es más: como dice acertadamente Miliukov: «En la lucha contra las acciones armadas, el Comité Ejecutivo del Soviet se reserva el derecho, proclamado durante los días agitados del 20 y del 21 de abril, de disponer, según su criterio, de las fuerzas armadas de la guarnición de Petrogrado». Los conciliadores siguen robándose el poder de debajo la almohada. Para resistir con las armas contra los que inscriban en sus cartelones la divisa «Todo el poder a los soviets», el soviet se ve obligado a concentrar de hecho el poder en sus manos.

      El Comité Ejecutivo va aún más allá; en esos días proclama formalmente su soberanía. «Si la democracia revolucionaria considerase necesario que todo el poder pasara a manos de los soviets —decía la resolución del 4 de julio—, sólo a la reunión plenaria de los Comités ejecutivos correspondía resolver esta cuestión». El Comité Ejecutivo, al mismo tiempo que calificaba de levantamiento contrarrevolucionario la manifestación, se constituía en poder supremo y decidía la suerte del gobierno.

      Cuando en la madrugada del 5 de julio las tropas «leales» entraron en el palacio de Táurida, el jefe que las mandaba declaró que sus fuerzas se ponían enteramente a las órdenes del Comité Ejecutivo. ¡Ni una palabra sobre el gobierno! Pero el caso es que los rebeldes accedían asimismo a someterse al Comité Ejecutivo en calidad de poder. Al rendirse la fortaleza de Pedro y Pablo, bastó con que la guarnición de la misma se declarara dispuesta a someterse al Comité Ejecutivo. Nadie exigió la sumisión al poder oficial. Las propias tropas llamadas del frente se pusieron asimismo enteramente a disposición del Comité Ejecutivo. ¿Por qué, entonces, se vertió la sangre?

      Si la lucha hubiera tenido lugar en las postrimerías de la Edad Media, ambos bandos, al matarse mutuamente, habrían citado los mismos versículos de la Biblia. Los historiadores formalistas habrían llegado más tarde a la conclusión de que la lucha se desarrollaba alrededor de la interpretación de los textos: como es sabido, los artesanos y los campesinos analfabetos de la Edad Media tenían una afición especial a dejarse matar por ciertas sutilezas filológicas de las revelaciones de San Juan, de la misma manera que los raskolnik rusos se dejaban exterminar por la cuestión de saber si había que persignarse con dos dedos o con tres. En realidad, en la Edad Media no menos que ahora, bajo las fórmulas simbólicas se ocultaba la lucha de unos intereses vitales que hay que saber descubrir. El mismo versículo evangélico significaba para unos la servidumbre y para otros la libertad.

      Pero hay analogías mucho más recientes y próximas. Durante las jornadas de junio de 1848, en Francia, en ambos lados de la barricada resonaba un mismo grito: «¡Viva la República!». A los idealistas pequeñoburgueses, los combates de junio les parecían, por este motivo, un equívoco provocado por la negligencia de unos y el acaloramiento de otros. En realidad, los burgueses querían la República para sí, los obreros querían la República para todos. A menudo, las consignas políticas sirven más bien para disimular intereses que para designarlos por su nombre.

      A pesar de todo, lo que tenía de paradójico el régimen de Febrero, cubierto, por añadidura, con jeroglíficos marxistas y populistas por los conciliadores, la correlación real de las clases era harto diáfana. Lo único que no hay que perder de vista es la doble naturaleza de los partidos conciliadores. Los pequeñoburgueses ilustrados se apoyaban en los obreros y campesinos, pero fraternizaban con los terratenientes y azucareros de alcurnia. El Comité Ejecutivo, que formaba parte del sistema soviético, a través del cual las exigencias de abajo llegaban hasta el Estado oficial, servía, al mismo tiempo, de mampara política para la burguesía. Las clases poseedoras se «sometían» al Comité Ejecutivo en la medida en que éste ponía el poder de su parte. Las masas se sometían al Comité Ejecutivo en la medida en que confiaban que éste se convertiría en el órgano de dominación de los obreros y campesinos. En el palacio de Táurida se entrecruzaban las tendencias antagónicas de clase, con la particularidad de que la una y la otra se cubrían con el nombre del Comité Ejecutivo: la una, por inconsciencia y credulidad, la otra, por cálculo frío. La lucha se desarrollaba nada menos que en torno a la cuestión de quién había de dirigir el país: la burguesía o el proletariado.

      Pero si los conciliadores no querían adueñarse del poder y la burguesía no tenía fuerza suficiente para ello, ¿es que acaso en julio los bolcheviques hubieran podido coger el timón? Durante dos días críticos, en Petrogrado el poder se les iba completamente de las manos a las instituciones gubernamentales. El Comité Ejecutivo tuvo por primera vez la sensación de su completa impotencia. En estas ocasiones, no les hubiera costado ningún trabajo a los bolcheviques tomar el poder. Era asimismo posible adueñarse del mismo en algunos puntos de provincias. ¿Tenía razón, en este caso, el partido bolchevique al renunciar a la insurrección? ¿No podía, haciéndose fuerte en la capital y en algunas regiones industriales, extender luego su dominio a todo el país? Es ésta una cuestión importante. Nada contribuyó tanto en las postrimerías de la guerra, al triunfo del imperialismo y de la reacción en Europa, como aquellos pocos meses de régimen de Kerenski, que dejaron exhausta a la Rusia revolucionaria y ocasionaron un prejuicio incalculable a su prestigio moral a los ojos de los ejércitos beligerantes y de las masas trabajadoras europeas, que esperaban confiadas una nueva palabra de la revolución. Al reducir en cuatro meses —¡un plazo enorme!— los dolores del parto de la revolución proletaria, los bolcheviques se hubieran encontrado con un país menos exhausto y con el prestigio de la revolución en Europa menos quebrantado. Esto no sólo habría dado a los soviets enormes ventajas en las negociaciones de paz con Alemania, sino que hubiera ejercido una influencia inmensa sobre el curso de la guerra y de la paz en Europa. La perspectiva era demasiado seductora. Y, sin embargo, la dirección del partido tenía completa razón al no adoptar el camino de la insurrección. No basta con tomar el poder. Hay que sostenerlo. Cuando en Octubre los bolcheviques juzgaron que había llegado su hora, los peores tiempos para ellos empezaron después de la toma del poder. Fue necesario someter las fuerzas de la clase obrera a la máxima tensión para soportar los innumerables ataques de los enemigos. En julio, ni siquiera los obreros de Petrogrado estaban dispuestos a sostener esa lucha abnegada. Tenían la posibilidad de tomar el poder y, sin embargo, lo ofrecieron al Comité Ejecutivo. El proletariado de la capital, cuya aplastante mayoría se inclinaba ya del lado de los bolcheviques, no había roto todavía el cordón umbilical de Febrero, que le unía con los conciliadores. Existían todavía no pocas ilusiones en el sentido de que con la palabra y la manifestación se podía obtener todo; de que, intimidando un poco a los mencheviques y a los socialrevolucionarios, se les podía incitar a una política común con los bolcheviques. Incluso la parte avanzada de la clase no tenía una idea clara de cómo se podía llegar al poder. Lenin decía poco después de aquellos días: «El verdadero error de nuestro partido en los días 3 y 4 de julio, puesto ahora de manifiesto por los acontecimientos, consistió en que consideraba aún posibles las transformaciones políticas por la vía pacífica, mediante la modificación de los soviets, cuando, en realidad, los mencheviques y los socialrevolucionarios, gracias a su espíritu de conciliación, se hallaban ya tan atados con la burguesía y ésta se había convertido, hasta tal punto, en contrarrevolucionaria, que no se podía ni siquiera pensar en una solución pacífica».

      Si el proletariado era políticamente heterogéneo y poco decidido, el ejército campesino lo era aún más. Con su conducta en los días 3 y 4 de julio, la guarnición daba a los bolcheviques la posibilidad completa de tomar el poder. Sin embargo, en la guarnición había también unidades neutrales, las cuales ya al atardecer


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