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Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.

Historia de la Revolución Rusa Tomo II - Leon  Trotsky


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para liquidar de un modo incruento la acción de los marinos de Kronstadt. Él y el menchevique Bobdanov persuadieron sin gran trabajo a los marinos de que aceptaran el ultimátum formulado el día anterior por Líber. Cuando los automóviles blindados del gobierno se acercaron a la fortaleza, de las puertas de ésta salió una delegación que declaró que la guarnición se sometía al Comité Ejecutivo. Las armas entregadas por los marinos y soldados fueron recogidas en camiones. Los marinos, desarmados, regresaron en barcazas a Kronstadt. La rendición de la fortaleza puede ser considerada como el episodio final del movimiento de julio. Los motociclistas llegados del frente ocuparon la casa de la Kchesinskaya, desalojada por los bolcheviques, y la fortaleza de Pedro y Pablo, para pasarse, a su vez, al lado de estos últimos en vísperas de la Revolución de Octubre.

      Capítulo XXVI

      ¿Podían los bolcheviques tomar el poder en julio?

      La magnitud de la manifestación prohibida por el Comité Ejecutivo era enorme; el segundo día participaron en la misma no menos de 500.000 personas. Sujánov, que no encuentra bastantes palabras con que calificar las jornadas «sangrientas e ignominiosas» de julio, dice sin embargo: «Si se prescinde de los resultados políticos, hay que reconocer que era imposible contemplar sin embeleso aquel admirable movimiento de las masas populares. Era imposible, aun considerándolo ruinoso, dejar de entusiasmarse ante sus gigantescas proporciones». Según los cálculos de la Comisión Investigadora hubo 29 muertos y 114 heridos, distribuidos aproximadamente por partes iguales entre los dos bandos.

      En los primeros momentos, los conciliadores reconocían todavía que el movimiento había surgido desde abajo, sin intervención de los bolcheviques y hasta cierto punto contra su voluntad. Pero ya en la noche del 3 de julio, y sobre todo el día siguiente, la apreciación oficial se modifica. El movimiento es calificado de insurrección y se presenta a los bolcheviques como organizadores de ésta. «Bajo la divisa de “Todo el poder a los soviets” —decía posteriormente Stankievich, afín a Kerenski— se desarrolló una verdadera insurrección de los bolcheviques contra la mayoría de los soviets de aquel entonces, formada por los partidos adeptos de la defensa nacional». La acusación de insurrección no era sólo un procedimiento de lucha política: esa gente había podido persuadirse con creces en el mes de julio de la fuerza de la influencia de los bolcheviques entre las masas, y ahora no se resignaba sencillamente a creer que el movimiento de los obreros y soldados hubiera podido desbordar a los bolcheviques. En la reunión del Comité Ejecutivo, Trotsky intentó aclarar la situación: «Se nos acusa de haber creado el estado de espíritu de masas; no es cierto; lo único que nosotros hacemos es intentar formularlo». En los libros publicados por los adversarios después de la Revolución de Octubre y, en particular, en el de Sujánov, se puede tropezar con la afirmación de que los bolcheviques sólo ocultaron los verdaderos fines que perseguían después de derrotada la insurrección de Julio, escudándose en el movimiento espontáneo de las masas. Pero ¿es que puede ocultarse, como si fuera un tesoro, un plan de levantamiento llamado a arrastrar en su torbellino a centenares de miles de hombres? ¿Acaso en vísperas de Octubre los bolcheviques no se vieron obligados a incitar abiertamente a la insurrección y prepararse para la misma a los ojos de todo el mundo? Si en julio nadie descubrió ese plan fue sencillamente porque no existía. La entrada de los soldados de ametralladoras y de la gente de Kronstadt en la fortaleza de Pedro y Pablo, con el consentimiento de la guarnición permanente de la misma —los conciliadores insistían especialmente en este acto de «violencia»— no era, ni mucho menos, un acto de insurrección. El edificio situado en la isla y que tenía más de cárcel que de posición militar, podía acaso servir de refugio para los que se retiraran, pero no ofrecía ventaja alguna a los atacantes. Los manifestantes, que no perseguían otro fin que el de llegar al palacio de Táurida, pasaban indiferentes ante las instituciones gubernamentales más importantes, para cuya ocupación hubiera bastado con un destacamento de la Guardia Roja de Putilov. La fortaleza de Pedro y Pablo la ocuparon como habían ocupado las calles y plazas. A ello coadyuvaba la proximidad del palacio de la Kchesinskaya, en cuyo auxilio se hubiera podido acudir desde la fortaleza en caso de peligro.

      Los bolcheviques hicieron todo lo posible para reducir el movimiento de julio a una manifestación. Pero ¿no rebasó estos límites, a pesar de todo, por la lógica de las cosas? Es más difícil contestar a esta pregunta política que a la acusación criminal. Lenin, juzgando las jornadas de Julio inmediatamente después de ocurrir, decía: «Los acontecimientos podrían ser calificados formalmente de manifestación contra el gobierno. Pero, en realidad, no ha sido una manifestación ordinaria, sino algo mucho más importante que una manifestación y menos que una revolución». Las masas, cuando se asimila una idea cualquiera, quieren llevarla a la práctica. Los obreros, y aún más los soldados, si bien tenían confianza en los bolcheviques, no habían podido llegar todavía a formarse la convicción de que sólo respondiendo al llamamiento del partido, y bajo su dirección, debían lanzarse a la calle. Las enseñanzas que se desprendían de la experiencia de febrero y abril eran más bien otras. Cuando Lenin decía en mayo que los obreros y campesinos eran cien veces más revolucionarios que nuestro partido, sacaba indudablemente una conclusión general de la experiencia de febrero y abril. Pero las masas, que, a modo, sacaban asimismo una conclusión de esta experiencia, se decían: «Hasta los bolcheviques dan largas al asunto y nos contienen». En julio, los manifestantes estaban completamente resueltos —si preciso era— a barrer el poder oficial. En caso de resistencia por parte de la burguesía, estaban dispuestos a hacer uso de las armas. En este sentido, puede decirse que había un elemento de insurrección armada. Si ésta no llegó, no sólo hasta el fin, sino ni tan siquiera hasta la mitad, fue porque los conciliadores enredaron las cosas.

      En el primer tomo de esta obra hemos caracterizado detalladamente la paradoja de la Revolución de Febrero. Los demócratas pequeñoburgueses, los mencheviques y los socialrevolucionarios recibieron el poder de manos del pueblo revolucionario. Pero no perseguían este fin; habían conquistado el poder, y si lo ocupaban era contra su voluntad y faltando a la de las masas se esforzaron en transmitirlo a la burguesía imperialista. El pueblo no tenía confianza en los liberales, pero sí en los conciliadores, los cuales, por su parte, no tenían confianza en sí mismos. Y, a su manera, tenían razón. Aun cediendo enteramente el poder a la burguesía, los demócratas se quedaban con algo. Si hubieran tomado el poder en sus manos, habrían quedado reducidos a la nada. De los demócratas, el poder se hubiera deslizado casi automáticamente a manos de los bolcheviques. Esto era inevitable, porque radicaba en la insignificancia orgánica de la democracia rusa.

      Los manifestantes de julio querían entregar el poder a los soviets. Mas, para ello, era preciso que éstos accedieran a tomarlo. Ahora bien, aun en la capital, donde la mayoría de los obreros y los elementos activos de la guarnición estaban con los bolcheviques, la mayoría del Soviet, en virtud de la ley de la inercia propia de toda presentación, seguía perteneciendo a los partidos pequeñoburgueses, los cuales consideraban que todo atentado al poder de la burguesía era un ataque contra ellos. Los obreros y soldados tenían la sensación viva de la contradicción existente entre su estado de espíritu y la política de los soviets, esto es, entre el presente y el pasado. A levantarse en favor del poder a los soviets, no manifiestan, ni mucho menos, su confianza en la mayoría conciliadora. Pero no sabían cómo librarse de ella. Derribarla por la fuerza hubiera significado disolver los soviets en vez de entregarles el poder. Los obreros y soldados, antes de encontrar el camino que había de conducir a la renovación de los soviets, intentaban someterlos a su voluntad mediante el método de la acción directa.

      En la proclama lanzada por ambos Comités ejecutivos con ocasión de las jornadas de julio, los conciliadores apelaban, indignados, a los obreros y soldados contra los manifestantes que, «por la fuerza de las armas, intentan imponer su voluntad a los representantes elegidos por vosotros». ¡Como si manifestantes y electores no fueran la denominación de los mismos obreros y soldados! ¡Como si los electores no tuvieran el derecho de imponer su voluntad a los elegidos! ¡Y como si esta voluntad expresara otra cosa que la exigencia de que se cumpliera con el deber de adueñarse del poder en interés del pueblo! Las masas concentradas alrededor del palacio de Táurida gritaban en los oídos del Comité Ejecutivo aquella misma frase que un obrero anónimo había lanzado al rostro de


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