Historia de la Revolución Rusa Tomo II. Leon TrotskyЧитать онлайн книгу.
del presupuesto. Los gastos de la organización de Petrogrado durante la guerra representaron unos pocos miles de rublos, que fueron empleados principalmente en la impresión de hojas clandestinas; en dos años y medio se imprimieron sólo en Petrogrado 300.000 ejemplares de estas últimas. Después de la revolución, la afluencia de miembros y de recursos aumentó, ni que decir tiene, extraordinariamente. Los obreros contribuían de muy buena gana a las suscripciones a favor del Soviet y de los partidos soviéticos. «Los donativos, las cuotas de toda clase y las colectas a favor del Soviet —decía en el primer congreso de los soviets el abogado Bramson, trudoviki—, empezaron a afluir al día siguiente de estallar nuestra revolución... Era verdaderamente conmovedor la constante romería de gente que acudía con esos donativos al palacio de Táurida, desde las primeras horas de la mañana hasta muy avanzada la noche». Más adelante, los obreros ayudaron materialmente a los bolcheviques, con mejor voluntad todavía. Sin embargo, a pesar del rápido incremento del partido y de los donativos recibidos, la Pravda era, por sus dimensiones, el periódico más pequeño de todos los órganos de partido. Poco después de su llegada a Rusia, escribía Lenin a Radek, que se hallaba en Estocolmo: «Escriba usted artículos para la Pravda sobre política exterior, archivos breves y dentro del espíritu de nuestro periódico (tenemos muy poco, muy poco espacio; tropezamos con grandes dificultades para aumentar el formato del periódico)». A pesar del espartano régimen de economía instituido por Lenin, el partido no podía salir de su situación económicamente difícil. La asignación de dos o tres mil rublos, de los tiempos de guerra, para la organización local, seguía siendo para el Comité Central un serio problema. Para el envío de periódicos al frente había que hacer continuas colectas entre los obreros. Así y todo, los periódicos bolchevistas llegaban a las trincheras en cantidad incomparablemente menor que la prensa de los conciliadores y liberales. Con este motivo, se recibían quejas constantemente. En abril, la conferencia local del partido hizo un llamamiento a los obreros de Petrogrado para que recogieran en tres días los 75.000 rublos que faltaban para la adquisición de una imprenta. Esta suma fue cubierta con creces, y el partido adquirió al fin una imprenta propia, la misma que destruyeron en julio los junkers. La influencia de las consignas bolchevistas crecía, como un incendio en la estepa. Pero los recursos materiales de la propaganda seguían siendo muy reducidos. La vida privada de los bolcheviques daba aún menos pasto a la calumnia. ¿Qué quedaba, pues? Nada, en fin de cuentas, como no fuera el paso de Lenin por Alemania. Pero precisamente este hecho, presentado con frecuencia ante auditorios poco preparados, como prueba de la amistad de Lenin con el gobierno alemán, demostraba prácticamente lo contrario: un agente habría atravesado el país enemigo secretamente y fuera de todo peligro; sólo un revolucionario que tuviera una confianza completa en sí mismo, podía decidirse a pisotear abiertamente las leyes del patriotismo durante la guerra.
Sin embargo, el Ministerio de Justicia no reparaba en cumplir una misión ingrata: no en vano había recibido como herencia del pasado ciertos elementos educados en el último período de la autocracia, cuando el asesinato de diputados liberales por miembros de los «cien negros», cuyo nombre conocía todo el país, quedaba sistemáticamente impune y, en cambio, se acusaba a un dependiente judío de Kiev de haberse bebido la sangre de un muchacho cristiano. Firmado por el juez Alexandrov y el fiscal Karinski, se publicó el 21 de julio un edicto en virtud del cual se entregaba a los tribunales, bajo la acusación de traición al Estado, a Lenin, Zinóviev, la Kollontay y una serie de otras personas, entre ellas el socialdemócrata alemán Helfand-Parvus. Los mismos artículos 51, 100 y 108 del Código Penal, fueron aplicados luego a Trotsky y Lunacharski, detenidos el 23 de julio por unos destacamentos de soldados. Según el texto del edicto, los líderes de los bolcheviques, «ciudadanos rusos, mediante acuerdo establecido previamente entre sí y otras personas, con el fin de prestar ayuda a los Estados que se hallaban en guerra con Rusia, se habían puesto en connivencia con los agentes de los mencionados Estados para contribuir a la desorganización del ejército ruso y de la población civil y debilitar así la capacidad combativa del ejército. Para ello, con los recursos en metálico recibidos de esos Estados, organizaron la propaganda entre la población y las tropas, incitándolas a renunciar inmediatamente a toda acción militar contra el enemigo, y con los mismos fines organizaron en Petrogrado, en el período comprendido entre el 3 y el 5 de julio, una insurrección armada». A pesar de que nadie ignoraba (al menos los que sabían leer) en qué condiciones había llegado Trotsky de Nueva York a Petrogrado, pasando por Cristianía y Estocolmo, el juez le acusó de haber pasado por Alemania. La justicia, por lo visto, no quería dejar ninguna duda sobre el valor de los materiales de acusación, que le había suministrado el contraespionaje.
En ninguna parte es esta institución un modelo de moralidad. En Rusia, el contraespionaje era la cloaca del régimen rasputiniano. Los cuadros de esta institución inepta, vil y omnipotente, estaban formados por los desechos de la policía, de la gendarmería y de los agentes de la Ojrana, expulsados del servicio. Los coroneles, capitanes y tenientes, ineptos para las hazañas militares, sometían a su dominio la vida social y del Estado en todos sus aspectos, creando en todo el país un sistema de feudalismo con el contraespionaje como exponente. «La situación se convirtió directamente en catastrófica —se lamenta el ex director de policía Kurlov— cuando empezó a intervenir en los asuntos de la administración civil el famoso contraespionaje». Imputábanse al propio Kurlov no pocos manejos turbios, entre ellos la complicidad indirecta en la ejecución del primer ministro Stolipin. Sin embargo, la actuación del contraespionaje hacía que se estremeciera hasta la imaginación del mismo Kurlov, curado de espanto. Al mismo tiempo que «la lucha contra el espionaje enemigo se llevaba a cabo de un modo muy defectuoso» —escribe—, surgían constantemente asuntos deliberadamente hinchados, de los cuales eran víctimas personas completamente inocentes y que no perseguían otro fin que el chantaje. Kurlov tropezó con uno de estos asuntos. «Con gran estupor por mi parte —dice—, oí el seudónimo de un agente secreto, a quien conocía por haber servido antes en el Departamento de Policía, de donde fue expulsado por chantaje». Uno de los jefes provinciales del contraespionaje, un tal Ustinov, que antes de la guerra era notario, describe en sus Memorias las costumbres de contraespionaje aproximadamente con los mismos rasgos que Kurlov: «Los agentes del contraespionaje, a falta de asuntos, los creaban ellos mismos». Por esto, es tanto más instructivo comprobar el nivel de la institución acudiendo al propio acusador. «Rusia se ha hundido —escribe Ustinov, hablando de la Revolución de Febrero—, víctima de una revolución provocada con oro germánico por agentes alemanes». No es necesario aclarar la actitud del patriótico notario frente a los bolcheviques. «Las denuncias del contraespionaje sobre la actuación anterior de Lenin, sobre sus relaciones con el Estado Mayor alemán, sobre el dinero recibido por él de Alemania eran tan convincentes, que bastaba con ellas para hacerle ahorcar inmediatamente». Resulta que si Kerenski no lo hizo, fue porque él mismo era un traidor. «Asombraba de un modo particular e incluso provocaba simplemente la indignación, la supremacía ejercida por Sascha Kerenski, el adocenado picapleitos». Ustinov da fe de que Kerenski era «muy conocido como provocador, que había traicionado a sus compañeros». Por lo que más tarde se supo, si el general francés Anselme abandonó, en marzo de 1919, Odessa, no fue por presión de los bolcheviques, sino por haber recibido una fuerte cantidad. ¿De los bolcheviques? No; «los bolcheviques no tuvieron nada que ver con ello. Fue cosa de los masones». Tal era el mundo en que se movían esos personajes.
Poco después de la Revolución de Febrero, se confió el control de esa institución, compuesta de bribones, falsificadores y chantajistas, al socialrevolucionario y patriotero Mironov, que acababa de regresar de la emigración y al que caracteriza el «socialista popular». Demiánov, subsecretario de Justicia, en los términos siguientes: «Mironov producía una buena impresión, pero no me causaría ningún asombro saber que no era un hombre completamente normal». Puede darse crédito a estas palabras; es poco probable que un hombre normal hubiera accedido a ponerse al frente de una institución, con la que lo único que podía hacerse era disolverla y rociar después las paredes con sublimado. A consecuencia de la confusión administrativa provocada por la revolución, el contraespionaje quedó subordinado al ministro de Justicia, Pereverzev, hombre de una ligereza inconcebible y que no reparaba en medios. El propio Demiánov dice en sus Memorias, que su ministro «no gozaba casi de ningún prestigio en el Soviet». Protegidos por Mironov y Pereverzev, los agentes del contraespionaje, asustados