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Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo. Linda Lael MillerЧитать онлайн книгу.

Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo - Linda Lael Miller


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de par en par.

      —Tenía diez años —se tragó una risita—. Apreté su brazo con todas mis fuerzas.

      Josh se echó a reír, divertido.

      —¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó.

      Stacie sabía bien lo que quería que hiciera. Anhelaba estar de nuevo en sus brazos, sintiendo sus labios en los suyos; pero él tenía razón, era mala idea. Sin embargo, el deseo persistía.

      Necesitaba poner distancia entre ellos, al menos hasta sentirse más capaz de resistirse a la tentación. Miró a su alrededor y vio un estrecho sendero detrás de él. Adivinó que era un camino alternativo de vuelta hacia los caballos.

      —Atrápame —se dio la vuelta y echó a correr por el sendero—. Si puedes —lo retó.

      —¡Stacie, no!

      Ella oyó su grito, pero no paró. El sendero desapareció pocos pasos después y tuvo que centrar toda su atención en abrirse camino entre los densos arbustos y las ramas de los árboles.

      Oyó a Josh acercarse y se planteó rendirse, pero decidió seguir adelante.

      —Stacie, hay serpientes…

      Su mente apenas había registrado las palabras cuando pisó algo blando pero firme. Una sensación de desastre descendió sobre ella. Quizás echar a correr había sido un error.

      Entonces oyó un siseo y supo que no había «quizás» que matizara su error.

      Capítulo 8

      EL terrible siseo fue seguido por un intenso dolor en el tobillo. Stacie gritó y saltó hacia atrás. Casi se le paró el corazón al ver una gran serpiente marrón brillante con manchas negras.

      —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Josh con los ojos ensombrecidos por la preocupación.

      Stacie se tragó un sollozo y señaló el reptil de metro y medio de longitud que estaba desapareciendo en dirección opuesta.

      La mirada de Josh se aguzó. Un segundo después, se acuclilló y le alzó la pernera del pantalón.

      —No me siento muy bien —el mundo empezó a dar vueltas y a oscurecerse alrededor de Stacie.

      —Inclínate —ordenó él, obligándola a bajar la cabeza—. Inspira profundamente.

      Stacie apoyó las manos en los muslos y se concentró en su respiración. Unos segundos después la oscuridad remitió.

      —Me arde el tobillo —aunque por dentro estaba temblorosa como la gelatina, sonó serena.

      —Voy a llevarte a casa.

      Josh la alzó en brazos y emprendió el camino de regreso.

      A pesar de la quemazón del tobillo, Stacie se estremeció de placer al estar en sus brazos. Nunca la habían llevado así. Era muy… de película medieval.

      Pronto llegaron al claro y él la sentó en el suelo y se arrodilló a su lado.

      —Voy a echar un buen vistazo.

      Stacie intentó recordar lo que había aprendido sobre mordeduras de serpiente en el curso de primeros auxilios que recibió en la facultad.

      —¿Vas a hacerme un corte y a chupar el veneno?

      Él alzó la cabeza y soltó el aire con alivio.

      —Tal y como creía, no ha sido una cascabel.

      Stacie no quería dudar de él, pero el reptil que había visto se parecía mucho a las serpientes de cascabel que había visto en Mundo Animal.

      —La serpiente que señalaste parecía una pituophis —siguió él—. Tienen un colorido parecido a las serpientes de cascabel, pero el cuerpo y la cabeza son algo distintos. No quería aventurar nada hasta examinar la mordedura, pero ahora que la he visto, estoy seguro.

      —¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó ella, aunque él parecía convencido.

      —Las cascabel sólo tiene colmillos en la mandíbula superior, cuando atacan dejan una o dos marcas —explicó Josh—. Las pituophis tienen colmillos arriba y abajo, así que dejan dos hileras de puntos.

      Stacie se miró el tobillo. Había cuatro marcas.

      —¿Son venenosas?

      —No. No tienen veneno.

      —He tenido suerte —dijo Stacie con alivio.

      —Mucha suerte.

      —No tendría que haber echado a correr así.

      —Y yo debí decirte que podía haber serpientes entre los arbustos.

      Ella pensó que era muy amable por intentar asumir la responsabilidad. Pero había sido ella quien se había adentrado en la zona boscosa sin pensarlo y tendría que sufrir las consecuencias.

      —El tobillo aún me duele algo. ¿Eso es normal?

      —Sufrí una mordedura cuando era niño —dijo Josh—. Recuerdo que dolía mucho.

      Acababa de decirlo cuando ella sintió una insoportable punzada de dolor en el tobillo. Gimió y apretó los labios para no gritar.

      —Vamos —Josh se enderezó y le ofreció la mano—. Te llevaré de vuelta a donde están los caballos. En casa te limpiaré la herida.

      —Puedo andar —dijo ella, pensando que los caballos estaban bastante lejos.

      —No hace falta que te hagas la valiente —dijo él con firmeza. Stacie intuyó que perdería la discusión. Aun así, titubeó.

      —No quiero que te hagas daño en la espalda cargando conmigo tanto rato.

      —No te preocupes por eso —soltó una risita y la alzó en brazos—. A menudo cargo con terneras tan grandes como tú.

      Stacie se sorprendió, pero luego se echó a reír. Sólo un vaquero podía comparar a una mujer con una ternera y resultar encantador. Durante todo el camino fue muy consciente de la anchura de su torso y la fuerza de sus brazos. Para no pensar en el dolor, ni en él, parloteó sobre su aversión hacia serpientes, roedores y bichos rastreros en general.

      Cuando llegaron junto a los caballos, Josh subió a Stacie en Ace, no en Brownie.

      —Puedo montar sola —protestó ella.

      —Podrías volver a marearte. Y no quiero que te caigas —su tono no dio lugar a discusión. Segundos después, estaba sentado tras ella.

      A Stacie le preocupó que Brownie no los siguiera, pero la yegua no se despegó de ellos. Por supuesto, la reaparición de Bert con sus perritos debió de animarla a seguir en marcha.

      Para cuando estuvieron de vuelta en el rancho, el tobillo de Stacie había empezado a hincharse. Tras dejar los caballos al cuidado de uno de sus vaqueros, Josh insistió en llevarla a la casa.

      Stacie no discutió. Él la dejó en un sillón con reposapiés y se fue. Volvió segundos después con un vaso de agua y cuatro cápsulas.

      —¿Qué es eso? —preguntó Stacie.

      —Ibuprofeno, ochocientos miligramos —contestó él—. Te quitará el dolor —al ver que ella lo miraba interrogante, sonrió—. Te recuerdo que mi madre es enfermera.

      —¿Y ahora qué? —preguntó Stacie, tras meterse las cápsulas en la boca y tomar un trago de agua.

      —Relájate. Te lavaré el tobillo con jabón antiséptico y luego te pondré hielo.

      Stacie se miró el pie. Si se hubiera puesto las botas vaqueras rosas, como Josh había sugerido, el cuero habría protegido su piel. Pero ella había optado por zapatillas deportivas sin calcetines.

      —¿Por qué no voy


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