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Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo. Linda Lael MillerЧитать онлайн книгу.

Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo - Linda Lael Miller


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Se compone de antiguos jugadores de instituto y de universidad de esta zona. El pueblo los apoya muchísimo. Hoy juegan con su gran rival: Big Timber.

      Stacie comprendió que el estadio estaría a rebosar. Eso reforzó su convencimiento de haber hecho bien al rechazar la invitación de Josh. Sin embargo, habría sido divertido ir con él. A Anna no le interesaba mucho el béisbol, pero cuando Stacie había mencionado que le gustaría ir, se había ofrecido a acompañarla.

      Cuanto más se acercaban al estadio, más gente veía. Anna, a pesar de llevar años lejos de allí, conocía a casi todo el mundo. Y Stacie descubrió que ella misma tenía su club de admiradores.

      —Te lo juro —dijo Anna después de que otra persona las detuviera—, ¡tus bollos de canela se han convertido en lo más demandado del pueblo!

      Stacie había pasado tantos años sin que nadie alabara sus dotes culinarias, que adoraba los cumplidos.

      —Me alegra que a la gente le guste lo que hago. Agradezco mucho a Merna que me haya dado la oportunidad de hacer lo que más me satisface. Sweet River tiene suerte de contar con un café tan agradable.

      —Espero que siga teniéndolo —comentó Anna, críptica.

      —¿Qué quieres decir?

      —Se rumorea que Merna va a venderlo y trasladarse a California.

      —No me lo ha mencionado —dijo Stacie. Aunque ella no estaría allí cuando pusieran el café en venta, le disgustó la noticia. Sabía lo que significaba el café para la comunidad. No era sólo un sitio donde comer algo, sino un lugar de reunión y relación para los lugareños.

      —Tal vez se lo quede Shirley —aventuró Stacie—. Ella lo dirige cuando Merna no está.

      —Sería la sucesora lógica —afirmó Anna—. Pero puede que no tenga el capital. O que no quiera asumir toda la responsabilidad.

      —¿Por qué lo vende Merna? ¿Es porque necesita dinero?

      —He oído que la hija de Merna, que vive en California, está divorciándose y quiere tener a su madre cerca de ella.

      —Me cuesta creer que no me haya dicho nada.

      —Tal vez no ocurra —dijo Anna con despreocupación—. No se puede decir que la gente haga cola para comprar negocios en Sweet River.

      —Supongo…

      —No te preocupes, estoy segura de que pasarán al menos dos meses más. Tendrás trabajo hasta que te marches.

      Stacie comprendió que Anna había malinterpretado su preocupación. No estaba pensando en sí misma. Le preocupaba lo que ocurriría con Al y Norm, que jugaban allí a las damas todas las mañanas. Y con las señoras que iban a almorzar los jueves y luego se quedaban a jugar una partida de bridge. Los niños también se quedarían sin lugar donde ir a la salida del colegio.

      —Hace buena tarde para un partido.

      Stacie se dio la vuelta. Tardó un segundo en reconocer al pastor Barbee. Con camiseta azul y gorra de béisbol, no se parecía nada al hombre que daba sermones desde el púlpito cada domingo. Su esposa también estaba muy informal con un chándal azul claro.

      —Pensé que vendrías con Joshua —la señora Barbee miró a su alrededor como si esperase la mágica aparición del vaquero.

      —He venido con Anna —Stacie miró a su amiga. Anna sonrió, alzó la mano y agitó los dedos.

      —No os metáis en problemas, chicas —aconsejó el pastor Barbee con voz sonora.

      —Que tengas suerte encontrando a Joshua —dijo la señora Barbee cuando ellas se alejaban.

      —Así es la vida en un pueblo —dijo Anna. Ambas rieron y siguieron caminando hacia el estadio.

      —No me puedo creer que Lauren no haya querido venir —dijo Stacie, cada vez más animada.

      —Dudo que Lauren haya ido nunca a un partido de béisbol, a juzgar por su infancia —bromeó Anna—. Es algo demasiado vulgar para su padre.

      Por lo poco que había dicho Lauren sobre su padre, Anna debía de tener razón. Las dos veces que Stacie había visto al respetado investigador y profesor de universidad, él había sido cortés pero tan intenso que casi daba miedo. Desde luego no era el tipo de hombre que podía imaginarse comiendo perritos calientes y bebiendo cerveza en un partido de béisbol.

      —Tal vez Lauren lo pruebe algún día —Stacie enlazó su brazo con el de Anna y apretó suavemente—. Me alegro de que hayas venido conmigo.

      —Ahí está —dijo Anna, tras dar la vuelta a una esquina.

      Stacie sintió una oleada de nostalgia. El estadio le recordó al de su instituto, con sus asientos de madera. La única diferencia era que los que veía estaban pintados de color azul.

      —Vamos a por algo de comida —sugirió Anna.

      Acababan de terminarse los perritos calientes cuando Anna empezó a quejarse de dolor de estómago. Tras dos viajes de urgencia al aseo, una vieja amiga se ofreció a llevarla a casa en coche.

      Stacie había insistido en acompañarla, pero su amiga se había negado en redondo. Así que antes de que empezara el partido, Stacie se encontró en la parte superior de las gradas, sola.

      Tomó un sorbo de cerveza helada y echó un vistazo a su alrededor, asombrándose al comprobar a cuánta gente reconocía. Estaba echando un vistazo al banquillo del Sweet River cuando vio a Josh.

      Se quedó sin aire y se preguntó qué hacía él allí. Aunque intentó desviar la mirada, no pudo. Él no la había visto, así que se tomó su tiempo estudiándolo. Estaba al extremo de una grada, hablando con un hombre mayor.

      Igual que muchos de los admiradores del Sweet River, Josh lucía una camiseta azul. La prenda acentuaba el ancho de sus hombros. Ella no pudo evitar recordar cómo se habían movido los músculos de su espalda cuando lo acariciaba.

      Tragó saliva para librarse del peso que le atenazaba el corazón. Los últimos cuatro días, sin verlo ni hablar con él, habían sido insoportables. Pero había decidido que era necesario mantener las distancias. Si siguieran viéndose, todos los considerarían una pareja. Las expectativas de los lugareños aumentarían, para desmoronarse cuando ella volviera a la ciudad. No iba a permitir que el pueblo se riera de Josh o rumoreara que era incapaz de satisfacer a una chica de ciudad.

      Sin embargo, no haría ningún mal ser cortés y saludarlo. Se había medio levantado cuando vio a Wes Danker volver del puesto de comida seguido por dos chicas guapas. Una de ellas tenía una melena oscura y rizada y una sonrisa deslumbrante. La otra era una rubia muy bien dotada.

      Misty.

      Stacie se sentó, sintiendo el amargor de la bilis en la boca. Se preguntó si Josh había llamado a la rubia cuando ella rechazó su invitación. Tal vez por eso había regresado de Billings. Quizá Misty fuera la nueva aventura de Josh.

      Sintió el pinchazo de algo tremendamente parecido a los celos. El perrito caliente se transformó en un pesado ladrillo en su estómago.

      Wes señaló los asientos vacíos y Josh se hizo a un lado para dejarles pasar. Stacie notó que Misty se ponía la última, para sentarse junto a Josh.

      —¿Está ocupado ese asiento?

      Stacie dejó de mirar a Josh y vio a Alexander Darst en el pasillo. En vez de llevar pantalones cortos o vaqueros y camiseta, como la mayoría de los espectadores, su primera «pareja» llevaba pantalones de vestir y una camisa. La única concesión que había hecho a la informalidad del evento era dejarse la corbata en casa.

      —Está libre —sonrió Stacie.

      —No estaba seguro de si llegaría a tiempo —Alex se sentó junto a ella—. Me he liado con el trabajo en el despacho.

      —Hoy es sábado.

      —Era


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