Placer y negocios. Diana WhitneyЧитать онлайн книгу.
favor, hazlo —Rick se quedó mirando a la mujer hasta que esta giró en una esquina y desapareció de su vista. Entonces, su mirada se volvió de inmediato hacia la fascinante señorita Jordan, justo a tiempo para comprobar cómo ella volvía a darle la espalda.
—Parece que por alguna razón no le he caído bien a nuestra nueva empleada —dijo a media voz sin dirigirse a nadie en particular.
—¿Hum? —Frank, a su lado, dirigió la vista hacia donde él miraba y comentó—. Probablemente está tan solo preocupada por adaptarse a su nuevo trabajo. El departamento financiero es uno de los más complejos e importantes de la firma.
Sin hacer mucho caso del comentario de Frank, Rick se dirigió hacia el escritorio de la señorita Jordan.
—Me he dado cuenta de que hemos sido interrumpidos antes de poder hacer las presentaciones de rigor —dijo jovialmente—. Soy Rick Blaine.
—Ya me he dado cuenta —dijo mirando la pantalla del ordenador como si estuviera hipnotizada por ella. Sus dedos se desplazaban por el teclado con increíble rapidez—. Encantada de conocerlo, señor Blaine —le dijo sin mirarlo.
Rick se sintió algo incómodo:
—¿Y tú eres…?
—Catrina Jordan.
—Catrina. Un nombre muy bonito. Mira, me gustaría disculparme por lo que pasó antes. No quería avergonzarte. Quiero decir, que si te sentiste avergonzada, no tenías por qué. Esta es una empresa en la que todos los empleados mantienen una relación muy cordial, nos tuteamos. No debes sentirte intimidada solo porque mi nombre aparezca en lo alto de la lista.
De pronto los dedos dejaron de teclear, y respirando hondo, ella se volvió para mirarlo.
—No estaba intimidada, señor Blaine, ni tampoco estoy interesada en flirtear en la oficina, ni con el jefe, ni con nadie. Me tomo el trabajo muy en serio, y lo hago bien. Necesito este trabajo y seré una valiosa empleada para su compañía, pero eso es todo lo que seré.
El impacto no habría sido mayor si ella le hubiese hecho tragar el teclado del ordenador.
—Exactamente, ¿cuál es la fama que tengo entre mis empleados?
—Tiene muy buena reputación —confesó ella—. Todos aquellos con los que he hablado piensan muy bien de usted.
—¿O sea, que no se me conoce como un mujeriego?
—Al contrario, todo el mundo le considera generoso y amable.
—¿Y a ti, por definición, te cae mal la gente generosa y amable?
Aquella pregunta dibujó en los labios de Catrina un amago de sonrisa que reprimió rápidamente mordiéndose el labio.
—Pido perdón por mi descortesía. La verdad es que tiene razón, me sentí avergonzada porque no sabía quién era usted y por haberme comportado como una estúpida en su presencia. Pensé que se estaba riendo de mí a propósito. Tal vez me equivoqué.
—¿Tal vez? —él movió la cabeza con un gesto deliberadamente infantil—. Volvamos a empezar de nuevo, ¿vale? —extendió la mano—. Mi nombre es Blaine, Rick Blaine. Trabajo aquí.
Ella dudó, y finalmente le estrechó la mano:
—Catrina Jordan. También trabajo aquí.
—Espero que podamos llegar a ser amigos, Catrina.
—Estoy segura de que lo seremos, señor Blaine.
—Rick.
—Está bien, Rick —y dicho esto, giró la silla y volvió a enfrentarse al ordenador.
Rick se quedó plantado junto a ella. Sabía que debía irse, pero como acostumbraba, no hizo lo que debía hacer, sino que optó por dejarse llevar por su instinto, y aprovechó la oportunidad para estudiar a aquella original mujer. La firme curva de su mandíbula, la determinación que mostraba su barbilla. Había visto el miedo dibujado en sus ojos cuando lo miraba, un miedo que le entristecía y le intrigaba a un mismo tiempo. Reconoció que Catrina Jordan representaba un reto, no solo para su ego masculino, sino también para su humanitarismo. Algo la había herido, algo a lo que todavía temía, algo que aparentemente ella detectaba en él. A pesar de que aquello le preocupaba profundamente, Rick decidió no adentrarse demasiado por aquel camino.
Quería saber más cosas sobre aquella encantadora mujer, quería saberlo todo sobre ella, qué cosas le gustaban y cuáles la disgustaban, qué la hacía reir, qué hacía brillar aquellos gloriosos ojos marrones.
Un vistazo a su escritorio le dio algunas pistas. No había fotografías familiares, ni objetos personales. No había anillo en su dedo anular, detalle del que ya se había percatado cuando la vio amenazando a la máquina. Vio una planta en el extremo de su escritorio. Era pequeña, pero estaba bien cuidada. Al lado había un vaso de papel con el anagrama de un café cercano a la oficina. Le gustaban las plantas y el buen café. En el suelo, al lado de la silla había una bolsa de deportes, con un par de zapatillas de correr atadas al asa. Probablemente hacía jogging, y él supuso que aprovecharía la hora del almuerzo para ir a correr a un parque que había cerca. Estaba todavía escrutando los objetos que la rodeaban cuando de pronto ella se volvió y le preguntó:
—¿Quiere alguna otra cosa más, señor Blaine?
—Eh… bonita planta.
—Gracias.
Sintiéndose echado, se retiró hasta llegar a donde estaba Frank Glasgow que lo miraba con expresión de claro reproche.
—No es de mi incumbencia —dijo Frank—, pero creí que tenías normas muy estrictas en contra de, bueno, de mezclar el trabajo con el placer, para expresarlo de alguna manera.
—¿Es tan evidente?
—Me temo que sí.
Frank tenía razón, las reglas eran las reglas, pero había algo en Catrina Jordan…
—Las normas son como los espejos. Nunca quieres romperlos, pero a veces los rompes.
Frank movió la cabeza:
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Yo también lo espero —respondió Rick en voz baja—. Yo también lo espero.
Capítulo 2
UN café solo en vaso grande, para llevar, por favor.
Empujada por la multitud que se agolpaba frente al mostrador, Catrina trató de sacar el dinero que necesitaba para pagar la compra, cuando un cliente la golpeó el brazo, lanzando el monedero al suelo. Al agacharse para recogerlo comprobó que estaba bajo una gran bota. Definitivamente iba a ser uno de esos días…
—Perdóneme señor. ¿Señor? —dudó, después tiró del extremo inferior de los pantalones vaqueros que cubrían la bota culpable. Un hombre de barba rala la miró con extrañeza. Catrina tragó saliva e intentó sonreír—. Está pisando mi monedero.
Él parpadeó, frunció el ceño y se echó a un lado. Con un murmullo de agradecimiento, Catrina recogió su monedero, ahogando un chillido de horror al comprobar cómo se abría y un puñado de monedas salía rodando por el suelo. El pretender meterse en aquel bosque de piernas para recuperarlas era tarea para masoquistas. Catrina se pudo de rodillas y trató desesperadamente de recuperar tantas como pudo. Cuando finalmente pudo depositar sobre el mostrador las monedas, junto a su último billete de un dólar, estaba toda despeinada, con el rostro sudoroso, un agujero en sus medias, a la altura de la rodilla, del tamaño del estado de Wyoming, y la certeza de que su desodorante le había fallado.
Apenas eran las siete y media de la mañana.
Se colgó el bolso al hombro, tomó su café, y se abrió paso entre la multitud con la secreta esperanza de que se hubiese terminado su racha de mala suerte, cuando se dio