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bien –dijo él, agarrando una carpeta de cuero que había dejado sobre la mesa. De ella sacó una carta–. Esto es para usted. Creo que su contenido le resultará muy claro.
Ella miró brevemente la carta, que estaba escrita a mano, y palideció.
–Es de Lindsay.
–Sí.
–¿Cómo sabe de qué trata?
–La he leído.
–¿Quién le dio el derecho? –exigió saber Corinne, sonrojándose.
–Me lo di yo mismo.
–Recuérdeme que no deje correspondencia privada cuando usted esté alrededor –dijo ella con la indignación reflejada en los ojos.
–Lea su carta, signora, y entonces le permitiré leer la mía. Tal vez cuando lo haya hecho sentirá menos hostilidad hacia mí y comprenderá mejor por qué he venido hasta aquí para conocerla.
Corinne le dirigió una última mirada dubitativa antes de centrar su atención en la carta. Al principio sujetó la hoja con firmeza, pero cuando terminó de leer le temblaba la mano.
–¿Bueno, signora?
–Esto es… ridículo. Lindsay no podía haber estado en sus cabales cuando lo escribió –contestó ella con la impresión reflejada en los ojos.
–Mi esposa estuvo lúcida hasta el final. La enfermedad dañó su cuerpo, no su mente –dijo Raffaello, acercándole su propia carta–. Aquí está lo que me pidió a mí. Ambas cartas fueron escritas el mismo día. La mía es una copia de la original. Si lo desea, puede quedársela para leerla con más calma.
A regañadientes, Corinne tomó la segunda carta, la leyó rápidamente y se la devolvió a él.
–Me cuesta creer que Lindsay sabía lo que estaba pidiendo –dijo, incrédula.
–Analizándolo fríamente tiene cierto sentido.
–No, para mí no –respondió ella rotundamente–. Y no puedo creer que para usted lo tenga, de lo contrario me las hubiera enseñado antes. Estas cartas fueron escritas hace más de tres años. ¿Por qué ha esperado hasta ahora para enseñármelas?
–Yo mismo las descubrí por accidente hace pocas semanas. Lindsay las había metido dentro de un álbum de fotografías y tengo que admitir que cuando las leí por primera vez mi reacción fue muy parecida a la de usted.
–Espero que no esté queriendo decir que ahora está de acuerdo con los deseos de Lindsay.
–Por lo menos requieren que los consideremos.
Corinne Mallory tomó su vaso de vino.
–Finalmente quizá vaya a necesitar algo más fuerte que esto.
–Comprendo que acostumbrarse a la idea requiere tiempo, signora Mallory, pero espero que no la desestime sin pensarlo. Desde un punto de vista práctico, un acuerdo como ése tiene muchas cosas buenas.
–No tengo intención de ofenderle, señor Orsini, pero si realmente cree eso, no puedo evitar pensar que está un poco loco.
–No tiene razón… y pretendo convencerla de ello durante la cena –aseguró él, sonriendo.
–Después de leer estas cartas, no sé si cenar con usted es tan buena idea.
–¿Por qué no? ¿Tiene miedo de que le haga cambiar de idea?
–No –contestó Corinne, completamente convencida.
–¿Entonces cuál es el problema? Si al final de la cena usted sigue pensando lo mismo, no trataré de persuadirla. Yo también tengo dudas y no estoy convencido de la viabilidad de las peticiones de mi esposa. Pero en honor a su memoria, lo menos que puedo hacer es intentarlo. Ella no esperaría menos de mí… ni, me atrevo a señalar, de usted.
–Está bien –concedió Corinne Mallory tras unos segundos–. Está bien, me quedaré… por Lindsay, porque esto significaba tanto para ella. Pero, por favor, no albergue ninguna ilusión de que cumpliré sus deseos.
Raffaello levantó su vaso de nuevo.
–Por Lindsay –concedió, señalando el comedor de la suite al oír que llamaban a la puerta–. Ésa será nuestra cena. Pedí que la sirvieran aquí. Ahora que usted conoce el asunto a tratar, seguro que estará de acuerdo en que no es algo que deba discutirse en público.
–Supongo que tiene razón –contestó ella, mirando a su alrededor–. ¿Hay algún lugar donde pueda refrescarme antes de sentarnos a cenar?
–Desde luego –respondió él, indicándole el cuarto de baño de invitados–. Tómese su tiempo, signora. Supongo que el chef y su personal necesitarán unos minutos para prepararlo todo.
¡Corinne necesitaba mucho más que unos minutos para recomponerse! Cerró la puerta del cuarto de baño y se miró en el espejo. Ruborizada, vio que tenía los ojos brillantes. Estaba muy alterada y lo había estado desde que había llegado a aquella suite y había conocido al hombre más guapo que jamás había visto.
Lindsay le había mandado fotografías de la boda, pero hacía muchos años de aquello. En realidad ninguna cámara podía captar el magnetismo sexual que desprendía aquel hombre…
Raffaello tenía la piel aceitunada, un brillante pelo oscuro y era muy alto y fuerte. Poseía una boca muy sensual y unos ojos grises en los cuales perderse…
Pensó que si no hubiera reconocido la letra de Lindsay jamás habría creído que aquellas cartas eran auténticas. Sacó la que estaba dirigida a ella y la leyó de nuevo.
Doce de junio, 2005
Querida Corinne.
Esperaba poder volver a verte una vez más y que pudiéramos hablar… de la manera en la que siempre solíamos hacer, siendo muy sinceras. También esperaba poder estar con Elisabetta para celebrar su tercer cumpleaños. Pero ahora sé que no voy a estar aquí para hacer ninguna de esas dos cosas y que tengo muy poco tiempo para dejar todo arreglado. Y por eso me he visto forzada a escribirte esta carta, algo que nunca fue uno de mis puntos fuertes.
Corinne, llevas viuda casi un año y yo sé mejor que nadie lo duro que ha sido para ti. Yo estoy aprendiendo de primera mano lo terrible que el sufrimiento puede llegar a ser. Pero tener problemas económicos que sumar al dolor, como tú continúas teniendo, es más de lo que nadie debería soportar. Por lo menos yo no tengo que preocuparme por el dinero. Pero el dinero no puede comprar la salud ni puede compensar a un niño la pérdida de un progenitor, algo que tanto tu hijo como mi hija tienen que soportar. Y eso me lleva al asunto que quiero tratar.
Todos los niños se merecen tener dos padres, Corinne. Una madre que les dé un beso cuando se hagan daño y que enseñe a una hija a convertirse en mujer y a un hijo a ser sensible. También merecen un padre que les defienda de un mundo que puede llegar a ser muy cruel.
He sido muy feliz con Raffaello. Es un hombre estupendo, un magnífico modelo en el que un niño pequeño que crece sin padre puede fijarse. Él sería magnífico para tu Matthew. Y si yo no puedo estar ahí para mi Elisabetta, no puedo pensar en nadie que quisiera que ocupara mi lugar que no seas tú, Corinne.
Te he querido casi desde el día que nos conocimos en segundo grado. Eres mi hermana del alma. Así que te estoy pidiendo que, por favor, consideres mi último deseo, que es que Raffaello y tú unáis fuerzas…y sí, me refiero a que os caséis… y que juntos llenéis los espacios que han quedado vacíos en las vidas de nuestros hijos.
Ambos tenéis mucho que aportar a un acuerdo como ése y también mucho que ganar. Pero hay otra razón que no es tan desinteresada. Elisabetta es demasiado pequeña para mantener recuerdos de mí… y odio que sea así. Raffaello lo hará lo mejor que pueda para mantenerme viva en su corazón, pero nadie me conoce tan bien como tú. Sólo tú, amiga mía, le podrás contar cómo era yo de niña y de