En Sicilia con amor. Catherine SpencerЧитать онлайн книгу.
no quiero que me intimiden, señor Orsini, ni usted ni nadie. Pero como está tan ansioso por obtener una respuesta, permítame ser directa. No creo que alguna vez llegue a aceptar las peticiones de Lindsay.
–¿Su amistad significaba tan poco para usted?
–Guarde el chantaje emocional para otra persona –espetó Corinne–. Conmigo no va a funcionar.
Los ojos grises de él se oscurecieron y ella no pudo intuir si era por enfado, dolor o frustración.
–Las emociones no tienen nada que ver con esto. Es una propuesta de negocios, pura y simple, creada únicamente por el bien de mi hija y el mío propio. Y la manera más conveniente de ponerla en práctica es que ambos unamos fuerzas y nos casemos.
–Algo que a mí me parece completamente inaceptable. Por si no lo sabe, los matrimonios de conveniencia dejaron de estar de moda en este país hace mucho tiempo. Si decido casarme de nuevo, que lo dudo, será con alguien que yo elija.
–A mí me parece, signora Mallory, que no está en una situación que le permita ser tan exigente. Según ha reconocido usted misma, la casa donde vive no es suya, lo que la deja a la clemencia de un casero, trabaja demasiado y su hijo pasa mucho tiempo bajo los cuidados de una persona que no es usted.
–Por lo menos tengo mi independencia.
–Por la cual tanto su hijo como usted misma pagan un precio muy alto –comentó Raffaello–. Admiro su espíritu, cara mia, ¿pero por qué está tan empeñada en continuar con su estilo de vida cuando yo le puedo ofrecer mucho más?
–Para empezar, porque no me gusta que me impongan aceptar caridad –contestó ella, pensando que el que él la hubiera llamado cara mia no iba a cambiar nada.
–¿Es así como ve esto? ¿No comprende que en nuestra situación ambos salimos ganando… que mi hija ganaría tanto como el suyo?
Distraídamente, Corinne tocó los suaves pétalos de una de las rosas que había sobre la mesa. Le recordaron la piel de Matthew cuando era un bebé, antes de haberse convertido en un tirano.
–¿Tiene usted miedo de que yo vaya a reclamar mis derechos como marido en la cama? –quiso saber Raffaello.
–No lo sé. ¿Pretende hacerlo? –espetó ella muy irritada.
–¿Le gustaría que lo hiciera?
Corinne fue a abrir la boca para negarlo, pero la cerró a continuación al pasársele por la cabeza la imagen del aspecto que tendría el cuerpo desnudo de Raffaello. La respuesta de su cuerpo, la manera en la que le ardió la sangre en las venas, la consternó.
Durante los cuatro años anteriores se había movido como un autónoma y había encauzado toda su energía en lograr un hogar adecuado para su hijo. Había tenido que mantener apartadas sus propias necesidades. Pero aquella exaltación física que había sentido de repente, aquella aberración… ¿cómo podía describirlo si no?… era ridícula.
–No tiene que decidirse ahora mismo –sugirió Orsini–. El bienestar de dos niños es el asunto principal, no las posibles relaciones sexuales entre usted y yo. No la presionaría a consumar el matrimonio contra sus deseos, pero usted es una mujer atractiva y, como buen siciliano de sangre caliente, no la rechazaré si intenta acercarse a mí.
–No hay la menor posibilidad de que eso ocurra, por la simple razón de que no tengo ninguna intención de acceder a su proposición. Es una idea asquerosa.
–¿Por qué? ¿Qué hay de malo en que dos adultos se unan para crear una apariencia de familia normal para sus hijos? ¿No le parece que ellos se lo merecen?
–Ellos merecen lo mejor que podamos darles… y eso no incluye que sus padres se casen por las razones equivocadas.
–Eso sería cierto si nos estuviéramos engañando a nosotros mismos haciéndonos creer que nuestros corazones están comprometidos, signora, lo que no es cierto. En vez de eso estamos tratando este tema de una manera inteligente. Y eso, según mi opinión, aumenta las posibilidades de que la unión funcione.
–¿De una manera inteligente? –repitió Corinne. Casi se ahoga con el café que se estaba tomando–. ¿Es así como lo define?
–¿De qué otra manera podría hacerlo? Después de todo, no es como si alguno de los dos estuviera buscando amor en un segundo matrimonio ya que ambos encontramos, y perdimos, a nuestras almas gemelas la primera vez. No albergamos ninguna ilusión romántica. Solamente estamos interesados en un contrato para mejorar la vida de nuestros hijos.
Nerviosa, Corinne se levantó y se acercó a la ventana.
–Ha omitido mencionar de qué manera me voy a beneficiar yo económicamente de tal acuerdo.
–Apenas lo considero suficientemente importante como para prestarle atención.
–Lo es para mí.
–¿Por qué? ¿Porque piensa que se la está comprando?
–Entre otras cosas, sí.
–Eso es ridículo.
–Finalmente estamos de acuerdo en algo –respondió ella, encogiéndose de hombros–. De hecho, toda la idea es ridícula. La gente no se casa por ese tipo de razones.
–¿Por qué se casa?
–Bueno, como bien ha señalado usted antes, por amor.
En realidad, lo que ella había creído que era amor había resultado ser lujuria. Encaprichamiento. Una ilusión. Lo único bueno que había resultado de su matrimonio había sido Matthew y si Joe hubiera vivido, ella sabía que habrían terminado divorciándose.
Desde el otro lado de la habitación, la hipnotizadora voz de Raffaello Orsini rompió el silencio.
–En esta ocasión también se estaría casando por amor. Por amor hacia su hijo. Piense en él, cara mia. Imagínese su risa mientras corre y juega en un enorme jardín, mientras construye castillos de arena en una playa segura y aislada. Imagínese a usted misma viviendo en una amplia villa sin problemas económicos y con todo el tiempo del mundo para dedicarle a su hijo. Y entonces dígame, si se atreve, que nuestra unión es una idea tan mala.
Aquel hombre le estaba ofreciendo a Matthew más de lo que ella jamás podría incluso soñar con darle. Y, aunque el orgullo le ponía muy difícil aceptar aquello, como madre tenía que preguntarse si tenía el derecho de privar a su hijo de una vida mejor. Pero venderse al mejor postor… ¿en qué clase de mujer se convertiría?
–Señor Orsini, se ha esmerado usted mucho en explicarme cómo me beneficiaría el acuerdo, pero… ¿qué obtiene usted de él? –le preguntó, observando de reojo cómo él se acercaba al bar y servía dos copas de coñac.
–Cuando Lindsay murió… –contestó Raffaello, acercándose entonces a Corinne y ofreciéndole una de las copas– mi madre y mi tía se mudaron a mi casa para cuidar a Elisabetta y, si tengo que ser sincero, para cuidarme a mí también. En aquella época yo estaba demasiado enfadado y ensimismado en mi propio dolor como para ser la clase de padre que mi hija merecía. Estas dos buenas mujeres dejaron su vida a un lado y se dedicaron a nosotros.
–Tuvo usted mucha suerte de que ellas estuvieran allí cuando las necesitó.
–Tuve mucha suerte, sí, y también les estuve muy agradecido –respondió él con cierta reserva.
–¿Pero…? –preguntó ella, mirándolo fijamente.
–Pero han mimado tanto a Elisabetta que se está convirtiendo en una niña difícil de controlar y yo no sé cómo ponerle fin a la situación sin herir los sentimientos de mi madre y de mi tía. Mi hija necesita mano firme, Corinne, y yo no lo estoy haciendo muy bien, en parte porque mi trabajo me exige que esté fuera de casa frecuentemente, pero también porque… porque soy un hombre.
Al percatarse de que él la había llamado por su nombre, Corinne sintió un gran placer y no supo qué decir.