Эротические рассказы

Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy WilliamsЧитать онлайн книгу.

Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams


Скачать книгу
telefónica con el extranjero que había programado para las once y media.

      Pero no le mencionó que llegara tarde, y en unos segundos descubrió la causa.

      –No tuve elección –musitó–. Esa mujer se había metido en el arcén y buscaba una lentilla perdida como si albergara alguna esperanza de poder encontrarla.

      Distraído, mientras bebía su whisky con soda y la miraba a través de la gente, volvió a pensar que era una joven de proporciones generosas en todos los sitios adecuados.

      –Es encantadora –comentó María, siguiendo su mirada–. Conozco a sus padres desde hace bastante tiempo. Son los dueños de esa cadena de joyerías… ¿sabes a las que me refiero? Le suministran diamantes a la mejor gente… a personas muy influyentes, si me entiendes.

      Rafael había estado escuchando a medias, pero en ese instante sus oídos se centraron en lo que oían, más por la entonación en la voz de su madre que en lo que decía, aunque captó algunas frases. Que eran italianos, desde luego, de aspecto muy tradicional aunque no asfixiantes… Que estaban contentos de que su hija menor viviera y trabajara en Londres… Y entonces, como salidas de la nada, las palabras: «Sería perfecta para ti, Raffy, y ya va siendo hora de que pienses en sentar la cabeza…»

      Capítulo 2

      NO, MADRE!

      Estaban sentados en la cocina rústica con una jarra de café entre ellos y el sonido de la radio de fondo que les informaba de que el mal tiempo continuaría.

      Aún no eran las seis y media, pero él ya llevaba despierto una hora, conectado al mundo por el teléfono móvil y el ordenador portátil, y María simplemente porque le resultaba imposible dormir más allá de las seis.

      –Ya no eres tan cruasán, Raffy –mientras cortaba un trozo de croissant de su plato, intentó urdir un modo de instarlo a pensar como ella, tarea siempre descomunal para cualquiera–. ¿Quieres hacerte viejo cambiando cada semana de amante?

      –¡No cambio de amante cada semana! –le informó–. Me gusta mi vida tal como está. Además, seguro que es una chica agradable, pero no es mi tipo.

      –¡No, yo he conocido a tu tipo! Todo apariencia y nada de sustancia.

      –Madre, así es como me gustan –sonrió, pero no obtuvo una respuesta similar–. No quiero una relación. No tengo tiempo para eso. ¿Te haces idea del tiempo libre que me queda en la vida?

      –Tan poco como el que tú mismo deseas tener, Rafael. No puedes estar huyendo siempre –le dijo su madre con gentileza.

      Frunció el ceño ante el rumbo que tomaba la conversación, aunque su madre era inmune a esas expresiones.

      –De verdad, no quiero hablar de esto, mamá.

      –Y yo creo que necesitas hacerlo. Te casaste joven y se te rompió el corazón cuando ella murió… pero, Rafael, ¡han pasado diez años! ¡Helen no habría querido que vivieras tu vida en el vacío! –para sus adentros, pensaba que probablemente era justo lo que habría querido su ex mujer, pero calló; siempre se había reservado para sí misma la opinión que le merecía la esposa de su hijo.

      –¡Por última vez, madre, no vivo mi vida en el vacío! ¡Da la casualidad de que disfruto de ella tal como es! –«y no necesito que intentes buscarme una esposa apropiada», pensó, pero no se atrevió a decírselo, ya que siendo hijo único, sabía que cabía esperar un poco de interferencia en su vida personal. ¿Pero esa chica? Sin duda su madre lo conocía lo suficiente como para saber que físicamente no era su tipo.

      También debería haber sabido que cualquier conversación sobre Helen era tabú. Era una parte de su vida relegada al pasado, para no ser resucitada jamás.

      María se encogió de hombros y se puso de pie.

      –Debería ir a cambiarme –comentó de forma neutral–. La gente empezará a bajar en cualquier momento. No me gustaría incomodarlos viéndome en bata. Lamento que pienses que soy una vieja entrometida, Rafael, pero me preocupo por ti.

      Él le sonrió con cariño.

      –No pienso que seas una entremetida, madre…

      –La niña es un poco ingenua. Conozco a sus padres. ¿Es tan raro que siente una cierta obligación moral de saber que está bien?

      –A mí me parece que lo está –aseveró Rafael–. No he oído quejas sobre su vida en Londres. Probablemente se lo está pasando en grande.

      –Probablemente –de espaldas a su hijo, se cercioró de que todo lo necesario para el desayuno estuviera listo. Desde luego, Eric y Ángela, que llevaban con ella desde siempre, se habrían asegurado de que todo se encontrara preparado para los invitados… doce de los cuales se habían quedado allí a pasar la noche. Pudo captar la culpabilidad en la voz de su hijo, pero su sentido maternal del deber lo soslayó–. ¿Quizá al menos podrías asegurarte de que su coche está en perfectas condiciones para su regreso a Londres? –lo miró en busca de confirmación–. Anoche le dije que lo harías y dejó las llaves del coche en la mesa que hay junto a la entrada principal.

      –Claro –ese pequeño favor parecía más que aceptable dado el giro que iba tomando la conversación. Se encargaría de sus correos electrónicos más tarde, lo que resultaba irritante pero inevitable.

      Abandonó la casa antes de que pudiera sufrir más distracciones y se dirigió hasta donde habían dejado el Mini toda la noche. El cielo ya empezaba a mostrar esa tonalidad peculiar amarilla grisácea que precede a una nevada. Comprendió que como no se marchara pronto, podría encontrarse inmovilizado en la casa de su madre, sujeto a conversaciones importantes sobre su forma de vivir.

      No se hallaba preparado para lo impensable… un Mini cuyo motor había decidido hibernar.

      Después de una hora infructuosa dedicada a intentar arrancarlo, regresó malhumorado.

      Abrió la puerta de la casa y se encontró con Cristina allí de pie, enfundada en unos vaqueros y un jersey. La fuente de todos sus problemas.

      –Está muerto –le informó, cerrando de un portazo mientras se limpiaba los pies en un felpudo. Se quitó la vieja chaqueta de piel y la miró furioso.

      Cristina se mordió el labio. María le había dado la impresión de que no sería ninguna molestia para Rafael echarle un vistazo a su coche. Pero la expresión lóbrega que mostraba él en ese momento indicaba claramente lo contrario.

      –Lo siento de verdad –se disculpó–. Debería haber ido yo a tratar de ponerlo en marcha. De hecho, estaba a punto de…

      –¿Crees que tú lo habrías podido arrancar?

      –No, pero… –se movió nerviosa y luego le dedicó una sonrisa insegura–. Muchas gracias por intentarlo, de todos modos. ¿Hace mucho frío? Si quieres, puedo prepararte una taza de chocolate. Me sale muy rico.

      –Chocolate no. Café solo –fue hacia la cocina y agradeció que aún no hubiera sido invadida por los invitados. Como una ocurrencia tardía, y sin darse la vuelta para mirarla, le ofreció una taza.

      –Ya he tomado una taza de té. Gracias.

      Lo miró. Incluso con el pelo revuelto por el viento y furioso, resultaba poderosamente sexy, igual que cuando apareció para rescatarla. Ese recuerdo la animó.

      –¿Crees que podría ponerme en contacto con un taller para que alguien venga a echarle un vistazo? –preguntó a la espalda de Rafael.

      –Es domingo y va a nevar –giró y la observó–. Creo que la respuesta a tu pregunta es no.

      Cristina palideció.

      –En ese caso, ¿qué voy a hacer? No puedo quedarme aquí indefinidamente. Tengo mi trabajo. ¡No puedo creer que mi coche decidiera hacerme esto ahora!

      –Dudo que fuera un acto


Скачать книгу
Яндекс.Метрика