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Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy WilliamsЧитать онлайн книгу.

Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams


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luego, nadie podría llamarla hermosa. Era demasiado… «robusta»… no precisamente gorda, sino de complexión sólida. Tenía un rostro alegre y cálido, y aunque todavía parecía nerviosa, percibió que era una persona dada a una risa fácil.

      Y tenía unos ojos enormes de un castaño líquido, como los de un cocker cachorro.

      De hecho, era el equivalente humano de un cocker cachorro. La antítesis de los estilizados y ágiles galgos que él prefería. Pero un trato era un trato, y él había prometido ayudarla a salir del aprieto en el que se encontraba.

      –Sígueme –le dijo con brusquedad sacándola fuera de la cocina y conduciéndola a través de habitaciones. El sonido de voces reflejaba que la fiesta tenía lugar en la parte delantera de la casa.

      Por supuesto, la casa era demasiado grande para su madre tras el fallecimiento de su padre, pero ella no quería ni oír hablar de venderla.

      –No soy tan mayor, Raffy –le había dicho–. Cuando no pueda subir escaleras, pensaré en venderla.

      Conociéndola, ese día jamás llegaría. Mostraba tanta energía con sesenta y pocos años como cuando tenía cuarenta, y aunque había alas en la casa que rara vez se usaban, muchas de las habitaciones eran ocupadas en distintas épocas del año tanto por amigos como por familiares.

      No tardó en introducir a Cristina en un dormitorio de una de esas alas, donde ella lo miró con expresión desolada.

      –Oh, por el amor de Dios –movió la cabeza y la estudió.

      –Sé que estoy siendo una molestia –suspiró ella–. Pero… –vio la expresión en la cara de él y se sonrojó–. Sé que no tengo una figura perfecta… –musitó abochornada. Se le ocurrió que un hombre con ese aspecto, capaz de frenar en seco a una mujer, sólo llegaría a codearse con su equivalente femenino… que no sería una mujer inexperta de veinticuatro años con problemas de peso–. He seguido innumerables dietas –soltó en el creciente silencio–. No te creerías cuántas. Pero como he dicho, heredé el cuerpo de mi padre –rió un poco más alto que lo necesario y luego calló en un silencio avergonzado.

      –Tu vestido tiene un roto.

      –¿Qué? ¡No! Oh, cielos… ¿dónde?

      Antes de poder inclinarse para estudiar su traicionero atuendo, tuvo a Rafael delante de ella, arrodillándose y alzando la tela tenue de su vestido de seda suelto, estilo túnica, con un intenso estampado de flores rojas y blancas sobre un fondo negro, que debería haber sido más que suficiente para camuflar un desgarro. Por desgracia, mientras él lo alzaba, el desgarro pareció crecer hasta que fue lo único que pudo ver con ojos horrorizados.

      Sin embargo, a través de su horror fue muy consciente del delicado roce de los dedos de él contra su pierna. Le provocó un escalofrío intenso por todo el cuerpo.

      –¿Ves?

      –¿Qué voy a hacer? –murmuró.

      Se miraron y Rafael suspiró.

      –¿Qué otra cosa has traído? –se preguntó desde cuándo se ocupaba de rescatar a damiselas en apuros.

      –Vaqueros, vestidos, botas de goma por si quería dar un paseo por el jardín. Me encanta estudiar los jardines. Soy adicta a ello. La gente más aburrida a veces puede manifestar unas ideas creativas maravillosas en el modo en que arregla su jardín. Estoy divagando, lo siento, desviándome del tema… que es que no tengo absolutamente nada apropiado que ponerme…

      Rafael nunca había conocido a una mujer que llevara sólo lo necesario. Durante unos segundos lo embargó un silencio aturdido, luego le dijo a regañadientes que le buscaría algo en el guardarropa de su madre. Tenía suficientes trajes como para vestir a toda Cumbria.

      –¡Pero es mucho más alta que yo! –exclamó Cristina–. ¡Y más delgada!

      Pero él ya salía de la habitación, dejándola sumida en una profunda autocompasión.

      Regresó unos diez minutos más tarde con una selección de prendas, todas las cuales parecían odiosamente brillantes, en absoluto apropiadas para alguien de una talla más robusta.

      –Bien. No puedo perder mucho más tiempo aquí, así que desnúdate.

      –¿Qué? –abrió los ojos incrédula y se preguntó si había oído bien.

      –Desnúdate. He traído algunas prendas… pero tendrás que probártelas y con rapidez. De hecho, ya llego tarde.

      –No puedo… no contigo aquí… mirando…

      –Nada que no haya visto antes –le divirtió ese súbito ataque de mojigatería.

      Sin embargo, Cristina se negó y él esperó, mirando de vez en cuando el reloj, mientras ella se probaba la ropa en la intimidad del cuarto de baño adjunto.

      Cuando al fin salió, giró con la intención de decirle lo que quería oír. Cualquier cosa para seguir adelante con la velada, porque tenía trabajo y se vería obligado a desaparecer casi inmediatamente después de hacer acto de presencia.

      La miró fijamente antes de musitar el obligado:

      –Es muy bonito…

      No había esperado algo así. En absoluto era espigada, pero tampoco tenía el sobrepeso que había sugerido el vestido. De hecho, había una clara indicación de curvas y tenía unos pechos abundantes, apenas contenidos por la elástica tela de color lila. Mostraba la tonalidad dorada de alguien criado en climas más generosos, y sus hombros, desnudos por el vestido sin mangas, eran redondeados pero firmes. Por primera vez desde que tenía uso de memoria, fue incómodamente consciente de buscar algo más que decir, y evitó el dilema abriendo la puerta y haciéndose a un lado para dejarla pasar.

      –Gracias –dijo Cristina con sinceridad, y siguiendo un impulso, se puso de puntillas y le dio un beso inocente en la mejilla.

      De repente fue como si hubiera entrado en contacto con una chispa eléctrica. Pudo sentir que la piel se le calentaba, y no se pareció a ninguna otra experiencia que hubiera podido tener en la vida. Se apartó casi al mismo tiempo que él y lo precedió para salir de la habitación.

      Casi le resultó un alivio bajar al encuentro de esa mezcla de voces que le proporcionó un telón de fondo en el que poder fundirse de forma conveniente.

      Pero no antes de revelarle su presencia a María.

      Una vez allí, pudo apreciar su entorno… los finos cuadros en las paredes, las dimensiones elegantes del enorme salón, que se fundía con otra sala de recepción también llena de gente. En diversas mesas y en el aparador de roble que debía medir unos tres metros, había jarrones con flores fragantes y coloridas. La atmósfera rebosaba júbilo y la gente se divertía. Tomó una copa de vino de una bandeja que llevaba una camarera y luego interrumpió a María, que había estado dando instrucciones acerca de la hora en que debía servirse la cena.

      –Ese vestido… –la anfitriona frunció el ceño, desconcertada.

      No por primera vez, Cristina reconoció que era una mujer increíblemente hermosa… elegante sin intimidar, con una dicción exquisita pero sin alardear de ello.

      Se lanzó a una generosa explicación de cómo había terminado luciendo uno de los vestidos de la anfitriona. María, con la cabeza ladeada y una sonrisa divertida, escuchó hasta el final y luego le aseguró que estaría encantada de que se quedara con él, porque desde luego a Cristina le quedaba mucho mejor que lo que alguna vez le había sentado a ella.

      –Jamás he logrado llenar la parte de arriba de la misma manera –confesó, potenciando de inmediato la autoestima de la joven–. Y ahora cuéntame cómo están tus padres…

      Charlaron durante unos minutos, luego María comenzó a presentarle gente cuyos nombres Cristina tuvo dificultad en recordar. Cuando María volvió a desaparecer entre la multitud, se encontró felizmente sumergida en una animada conversación acerca de los jardines


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