Amigos del alma. Teresa SouthwickЧитать онлайн книгу.
qué iba a mentirte?
–No lo sé… Pero yo no soy rica. Eso demuestra que me quería a mí –contestó. Dio un paso hacia adelante–. Wayne me animó a que reinvirtiera en la librería los pocos beneficios que ésta me había dado. ¿Ésa es forma de ir detrás de mi dinero?
–Era un estafador –Steve se acercó a ella y le elevó la barbilla para que lo mirase a los ojos–. Tu familia es rica; si no podía conseguir el dinero de ti, lo sacaría de tus padres.
–De modo que mamá te mandó que lo sobornaras.
–En efecto. Y no tardó nada en aceptar –dijo Steve–. Florence pensó que el sufrimiento que sientes ahora no sería nada en comparación con el que padecerías si te hubieses casado con ese hijo de…
Rosie le puso una mano en la boca y se dio media vuelta.
Ya estaba bien: había llegado el momento de la acción. La llevaría corriendo al aeropuerto y tomarían el primer avión de vuelta a California.
–Tenemos que irnos.
–Es horrible –dijo Rosie–. No sabes lo que has hecho.
–Sí lo sé: te he librado de ese embustero.
–Tenía que casarme hoy, Steve. Necesitaba casarme.
–No te entiendo –respondió él, alarmado por el tono en que había dicho lo de que necesitaba casarse–. Define necesitar.
Cuando Rosie se giró hacia Steve, éste no vio las lágrimas que había esperado; sólo una mezcla de rabia y desdicha… y pánico.
–Estoy embarazada, Steve. Voy a tener un bebé.
Capítulo 2
POR FIN le prestaba atención Steve Schafer.
Lo malo era que no había sido por su belleza deslumbrante ni su irresistible encanto, sino por el asombro de lo que acababa de oír. Deseó con todas sus fuerzas poder retirar lo que había dicho. ¿Por qué se lo había soltado de esa manera? El pánico había puesto aquellas palabras en su boca.
Ella había controlado la situación hasta que Steve había aparecido: había planeado casarse con Wayne y darle a su bebé un apellido y un padre; había decidido disfrutar al máximo de aquella relación… pero las buenas intenciones de su familia lo habían estropeado todo.
En cualquier caso, Rosie no quería que nadie más se enterase de su embarazo. Al menos, por el momento. Pero sabía que Steve le guardaría el secreto peor que un periódico sensacionalista. Le habían encomendado que acabara con su boda y se sentiría obligado a comunicarles a sus padres que iba a tener un bebé.
Prefería que no se supiese por dos motivos: en primer lugar, por miedo a que su madre tuviera otro infarto; en segundo, porque no soportaría ver los rostros de decepción de sus padres al descubrir el lío en que se había metido su única hija.
–¿Estás embarazada? –le preguntó Steve cuando por fin logró articular palabra.
–¡Bingo! –exclamó, tratando de sonreír, aunque fuera lo que menos le apetecía.
Tenía que aceptar que su prometido no la había amado lo suficiente como para resistirse al soborno de Steve. La sorprendía no sentirse abatida, aunque era posible que el bajón anímico le sobreviniera más adelante.
–Es una broma, ¿verdad? –preguntó incrédulo.
–Está bien… reconozco que no ha tenido gracia –replicó Rosie entonces–. Lo he dicho sólo para fastidiarte… ¿Cómo crees que me siento después de que hayas saboteado mi boda? –añadió, a pesar de ser consciente de lo difícil que era engañar a Steve.
La mirada de lástima con que la había observado en la capilla la había destrozado. Y sabía que, de enterarse de lo del bebé, Steve sentiría por ella más pena si cabe, y no estaba dispuesta a soportarlo.
–La próxima vez –prosiguió Rosie–, quédate al margen cuando mi madre te pida que hagas el trabajo sucio.
Una sombra le cruzó el rostro. Se sintió culpable, convencido de que Rosie estaba embarazada y no tenía marido… por su culpa.
Cruzó los brazos sobre el pecho, como preparado a escuchar una confesión. Pero ella no se sinceraría con él. Hacía mucho que él le había dado la espalda y había dejado de abrirle su corazón en conversaciones amistosas.
–No pienso hablar contigo –añadió Rosie, aun siendo ella la única que lo estaba haciendo–. De hecho, me gustaría que te marcharas. Vuelve con mi madre y dile que ya has cumplido tu misión.
–Sí voy a irme. Pero no lo haré sin ti. Tengo dos billetes de avión para Los Ángeles y vamos a utilizarlos… en cuanto hayamos comido.
–Come tú, yo no tengo hambre –rehusó ella, al tiempo que se cubría el vientre con los brazos.
–Tienes que tomar algo. ¿Desde cuándo rechazas una invitación a comer?
–Desde que me plantaron en el altar y me rompieron el corazón.
–Ojalá no hubiera sido necesario llegar a estos extremos –comentó Steve–. Sabes que lamento esto tanto como tú.
Y era cierto que parecía triste, cansado, como si hiciera días que no pegaba ojo. Pero no podía compadecerse de él.
–No puedes sentirlo tanto como yo –repuso Rosie.
–En serio, ojalá las cosas hubieran podido ser de otra manera – repitió Steve–. Venga, ¿por qué no intentas comer un poco? He pedido tu plato favorito: filete con patatas gratinadas y espárragos –especificó, al tiempo que le enseñaba los platos que les habían subido a la suite.
El olor le produjo una arcada. Se llevó una mano a la boca, corrió al cuarto de baño y cerró de un portazo. No le costó mucho expulsar lo poco que había desayunado. Luego, se limpió la boca y se miró al espejo.
–¿Ro? –la llamó Steve, golpeando la puerta con suavidad.
–Márchate.
–¿Estás bien?
–Sí, márchate.
–¿Puedo entrar?
–No, que te marches.
La puerta se abrió. La miró a la cara, se sentó sobre el bidé, remojó un paño en agua y lo pasó por la frente y la nuca de Rosie.
Aunque le había pedido que se marchara, debía admitir que el calor de su proximidad y el cuidado con que la atendía le agradaban. Por más que la molestara reconocerlo, Steve se estaba portando con más amabilidad que Wayne desde que éste se había enterado de su embarazo. Pero Steve le había destrozado la boda. Tenía que echarlo de su lado…
–¿Para cuándo es el bebé? –preguntó él, de repente, sin rodeos.
–¿Qué bebé? –Rosie se quedó boquiabierta–. Sólo era una broma; una reacción nerviosa por…
–Rosie, no soy tonto –la interrumpió Steve.
–¿Y eso qué significa?
–Wayne me dijo que ibas a tener un bebé. Pensé que me estaba mintiendo para sacarme más dinero –explicó Steve–. Estás embarazada, ¿verdad?
Rosie le sostuvo la mirada azul durante unos segundos y asintió impotente. Luego, apoyó una mejilla sobre su hombro consolador y deseó permanecer así toda su vida.
–Antes de que lo preguntes, el padre es Wayne –se adelantó ella.
–No iba a preguntártelo –dijo Steve–. ¿Quieres que lo encuentre? Seguro que podría…
–Ni hablar –atajó Rosie, la cual se puso en pie para apartarse del refugio