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Un beso atrevido - Las reglas del jeque. Эбби ГринЧитать онлайн книгу.

Un beso atrevido - Las reglas del jeque - Эбби Грин


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si se hubiera quedado pegada al mostrador por el escalofrío que le recorrió la espalda.

      –¿En qué puedo servirle, jeque Saalem?

      Karen escuchó el sonido del taburete del mostrador pero no fue capaz de girarse.

      –Para empezar, me gustaría que me llamaras Ash. En América prefiero prescindir del título, al menos entre amigos. Y considero a los Barone mis amigos.

      –Por supuesto –aseguró Maria–. Los amigos de Daniel son amigos nuestros, ¿verdad, Karen?

      Karen sintió la punzada del codo de su prima en el costado. Dándose cuenta de que no tenía espacio para huir, terminó por darse la vuelta y mirar al jeque.

      –Sí. Amigos. Por supuesto.

      En lo que a sonrisas se refería, Karen tenía que calificar a Ash Saalem con un diez. ¿Por qué tenía que ser tan insoportablemente atractivo?

      –Está usted muy guapa hoy, señorita Rawlins –dijo con voz tan suave y líquida como el mercurio.

      Seguía con los ojos clavados en los suyos. Karen quería apartarlos, pero decidió mantenerle la mirada.

      –Gracias.

      –¿Te gusta trabajar aquí, Karen?

      No podía creer que tuviera la osadía de tutearla y llamarla por su nombre. Tampoco podía creer que su pulso tuviera la osadía de acelerarse al escuchárselo pronunciar. Pero él había tenido las agallas suficientes para besarla la otra noche, así que por qué no iba a prescindir de toda formalidad.

      –La verdad es que me encanta trabajar aquí –aseguró forzando una sonrisa y con los labios tensos–. Y hablando de trabajo: ¿Desea tomar algo?

      –¿Qué se te ocurre? –preguntó el jeque inclinándose hacia delante e inundándola con su aroma a colonia y a seguridad en sí mismo.

      Pero Karen no estaba de humor para jugar a las adivinanzas.

      –Tal vez un poco de helado. Es muy refrescante. Y ayuda a enfriar los ánimos.

      Helado era lo único que pensaba ofrecerle a aquel hombre, ese día y todos los días.

      –¿Y si te pido algo de tu tiempo? Tal vez salir a cenar cuando hayas acabado con tus obligaciones…

      –Señorita, por favor…

      Karen miró hacia el final de la barra. Un hombre de mediana edad vestido con traje de chaqueta la miraba con expresión de impaciencia. Ella echó un vistazo alrededor en busca de Maria, que había desaparecido oportunamente.

      –Discúlpeme –le dijo Karen al jeque dirigiéndose hacia el cliente–. ¿Qué desea tomar, señor?

      –Un expreso –pidió el hombre con un gruñido–. Y rápido. Tengo prisa.

      –Todavía no has contestado a mi pregunta, Karen.

      Ella miró a Ash y le dedicó al señor gruñón la mejor de sus sonrisas.

      –Discúlpeme un instante –le pidió mientras se acercaba de nuevo al jeque sintiéndose como una pelota de ping-pong–. No tengo tiempo para cenar. Tengo que ir a un sitio después del trabajo.

      –¿Algo importante?

      –Digamos que sí.

      –¿Y no puedo acompañarte?

      Karen pensó que sería más que bienvenido en la clínica de fertilidad, sobre todo si hacía una donación. ¿Quién en su sano juicio la rechazaría? Desde luego ella no. Pero tampoco tenía intención de contarle lo que iba a hacer.

      –Tengo una cita. Una cita médica.

      –¿Estás enferma?

      –Es sólo un chequeo rutinario –aseguró sin mentir–. Estoy bien.

      –Eso puedo asegurarlo yo sin necesidad de hacerte ninguna prueba –dijo Ash mutando su ceño de preocupación en una sonrisa–. Aunque no me importaría llevar a cabo una investigación más profunda.

      –¿Está ya listo el café? –gruñó el cliente, malhumorado.

      Karen agradeció la interrupción y se dirigió a servirle una taza a aquel hombre. En ese momento apareció Maria y vio entonces el cielo abierto para librarse del poder que ejercía sobre ella la mirada oscura del jeque.

      –¿Todavía no ha llegado Mimi? Tengo que irme ya, Maria. Al médico.

      –Sí, vete –respondió su prima con una mueca señalando la puerta–. Me las arreglaré hasta que ella llegue. Todavía falta bastante para que esto empiece a llenarse.

      Karen se dirigió a la salida con las llaves en la mano antes de darle a Ash la oportunidad de insistir sobre lo de salir a cenar. Porque no estaba muy segura de volver a decirle que no.

      –Estaremos en contacto, Karen –aseguró el jeque.

      Ella agarró el picaporte de la puerta e intentó salir, pero se detuvo al escuchar el sonido encantador de su voz. Sólo fue un instante. Luego salió a toda prisa y corrió prácticamente hacia el coche para no caer en la tentación de aceptar su oferta. Para no rendirse ante aquellos ojos magnéticos y aquella voz pecadora. Para no olvidarse de su determinación de no mantener relaciones con ningún hombre.

      Gracias a Dios que se las había arreglado para salir de allí a toda prisa.

      Ashraf Saalem no tenía ninguna intención de permitir de Karen Rawlins se fuera. Desde el momento en que puso los ojos sobre ella en la fiesta de bienvenida, desde el instante en que la besó espontáneamente, la deseaba. Seguía deseándola y pretendía hacerla suya aunque para ello tuviera que ejercitar su paciencia hasta el límite.

      La paciencia no era una de las virtudes de Ash. Nunca habría conseguido su fortuna personal si no hubiera sido persistente. Nunca habría dejado la seguridad del negocio familiar ni se hubiera marchado a América si hubiera estado dispuesto a aceptar las exigencias de su padre.

      –Maldición…

      La queja suave de Maria Barone captó la atención de Ash.

      –¿Hay algún problema?

      –Karen tenía tanta prisa que se ha dejado esto –dijo la joven mostrándole un bolso de cuero negro.

      Ash vio el descuido de Karen como una oportunidad para continuar con su estrategia de convencerla para que volvieran a verse, a ser posible a solas.

      –Estaré encantando de llevárselo.

      –¿Ahora?

      –Sí. Supongo que lo necesitará, seguramente tendrá ahí el carné de conducir y la cartera con el dinero.

      –Tienes razón –reconoció Maria pensativa–, pero no estoy muy segura de que le haga gracia que te diga adónde va.

      –Mencionó algo de una visita al médico –dijo sin especificar que aquella información se la había sacado con sacacorchos.

      –Ayer me preguntó cómo ir al número doscientos de la calle Blakenship –intervino entonces una mujer menuda de cabello gris–, así que supongo que es allí dónde va.

      –Mimi, no creo que a Karen le guste que des esa información –aseguró Maria mirando a la camarera con frialdad.

      –Necesita su bolso, ¿no? –preguntó la mujer poniendo los ojos en blanco– Además, no creo que él le robe las tarjetas de crédito.

      –Puedes confiar en que encontraré a la señorita Rawlins y se lo entregaré sano y salvo –intervino Ash agarrando el bolso que Maria le tendió vacilante–. Hasta pronto, señoras. Volveremos a vernos.

      –De eso estoy segura –aseguró Mimi con una sonrisa–, ya que Karen trabaja aquí. Esa chica es muy guapa.

      Sin decir nada más y despedirse con una inclinación de cabeza,


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