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Sigmund Freud: Obras Completas - Sigmund Freud


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práctica ninguna en el diagnóstico de los estados musculares.

      Comido por las ratas, según la leyenda. (Nota de Strachey.)

      No era éste un buen método. Hubiera debido profundizar más.

      La referencia de la tartamudez y de castañeteo a los dos traumas iniciales no los hizo desaparecer por completo, aunque sí disminuyó notablemente su frecuencia. La misma enferma dio la explicación de este resultado incompleto del tratamiento. Se había acostumbrado a tartamudear y castañetear la lengua cada vez que se asustaba, y, de este modo, tales síntomas acabaron por no depender exclusivamente de los traumas iniciales, sino de una larga cadena de recuerdos con ellos asociados, recuerdos que yo no me ocupé de borrar. Era éste un caso muy frecuente que aminora la elegancia e integridad del rendimiento terapéutico del método catártico.

      Observé aquí por vez primera algo que luego he tenido múltiples ocasiones de comprobar; esto es, que en la solución hipnótica de un delirio histérico reciente invierte el enfermo el orden cronológico de los acontecimientos, narrando primero las impresiones y asociaciones más recientes y de menos importancia, y no llegando sino al final a la impresión primaria, probablemente la de mayor importancia causal.

      Así, pues, su asombro del día anterior por no haber tenido «calambres en la nuca» hacía mucho tiempo era una anticipación de dicho próximo estado, que ya se preparaba y era advertido por lo inconsciente. Esta forma singular de la anticipación era, en la otra enferma a que antes nos referimos -Cecilia M.-, algo habitual y corriente. Siempre que, sintiéndose bien, me decía: «Hace ya muchas noches que no me da miedo de las brujas», o «Estoy contentísima de que no me hayan vuelto a doler los ojos», podía estar seguro de que a la noche siguiente no podría la enfermera apartarse de su lado, para tranquilizar en lo posible su horrible miedo a las brujas, o de que el próximo estado comenzaría con el temido dolor. Se transparentaba, pues, aquello que ya estaba preparado en lo inconsciente, y la consciencia «oficial» (según la calificación de Charcot), exenta de toda sospecha, elaboraba la representación surgida como una rápida ocurrencia, convirtiéndola en una expresión de contento, inmediatamente contradicha por la realidad. Esta enferma, persona de gran inteligencia, a la que debo gran ayuda en la comprensión de los síntomas histéricos, me llamó por sí misma la atención sobre el hecho de que tales casos podían dar motivo a las conocidas supersticiones que pretenden no debe uno nunca vanagloriarse de su felicidad ni tampoco hablar de lo que teme. En realidad, sólo sabemos encarecer nuestra felicidad cuando ya nos acecha el infortunio, y expresamos la sospecha en forma de vanagloria, porque en este caso emerge el contenido de la reminiscencia antes que la sensación correspondiente, o sea porque en la consciencia existe un contraste satisfactorio.

      Archives de Neurologie, núm. 77, 1893.

      El lector experimentará, quizá, la impresión de que concedo excesiva importancia a los detalles de los síntomas y me pierdo en una innecesaria labor de interpretación. Pero he visto muy bien que la determinación de los síntomas histéricos llega realmente a sus más sutiles matices y que nunca se peca por exceso atribuyendo a los mismos un sentido. Un ejemplo justificará por completo mi conducta en este sentido. Hace meses asistía yo a una muchacha de dieciocho años, en cuya complicada neurosis correspondía a la histeria buena parte. Lo primero que supe de ella fue que sufría accesos de desesperación de dos distintos géneros. En los primeros sentía tirantez y picazón extraordinarias en la parte inferior de la cara, desde las mejillas hasta la boca. En los segundos estiraba convulsivamente los dedos de los pies y los agitaba sin descanso. Al principio no me sentía inclinado a adscribir significación alguna a estos detalles, en los cuales hubieran visto otros observadores anteriores a mí una prueba de la excitación de centros corticales en el ataque histérico. Ignoramos, ciertamente, dónde se hallan los centros de tales parestesias, pero sabemos que estas últimas inician la epilepsia parcial y constituyen la epilepsia sensorial de Charcot. La agitación de los dedos de los pies quedó por fin explicada del modo siguiente: Cuando mi confianza con la enferma se hizo mayor, le pregunté un día cuáles eran los pensamientos que surgían en ella durante sus accesos invitándola a que me los comunicase sin reparos, pues seguramente podía darme una explicación de aquellos fenómenos. La enferma se ruborizó intensamente y, sin necesidad de recurrir a la hipnosis, me dio las explicaciones que siguen, cuya realidad me fue confirmada por la institutriz que venía acompañándola. La muchacha había padecido, a partir de la presentación de los menstruos y durante varios años, accesos de cephalea adolescentium, que le impedían toda ocupación prolongada, retrasando así su educación intelectual. Libertada, por fin, de este obstáculo, la muchacha, ambiciosa y algo ingenua, decidió trabajar con intensidad para alcanzar a sus hermanas y antiguas compañeras. Con este propósito realizó excesivos esfuerzos, que acabaron en violentas crisis de desesperación al darse cuenta de que había confiado demasiado en sus fuerzas. Naturalmente, también se comparaba, en lo físico, con otras muchachas, sintiéndose desgraciada cuando se descubría alguna inferioridad corporal. Atormentada por su marcado prognatismo, tuvo la singular idea de corregirlo ejercitándose todos los días largos ratos en estirar el labio superior hasta cubrir por completo los dientes que sobresalían. La inutilidad de este pueril esfuerzo le produjo un acceso de desesperación y, a partir de este momento, la tirantez y la picazón de las mejillas pasaron a constituir el contenido de una de las dos clases de ataques que padecía. No menos transparente era la determinación de los otros ataques en los que aparecía el síntoma motor, consistente en la expresión y agitación de los dedos de los pies. Los familiares de la sujeto me habían dicho que el primero de estos ataques se desarrolló a la vuelta de una excursión por la montaña, y lo achacaban, naturalmente, a un exceso de fatiga. Pero la muchacha me relató lo siguiente: Entre las hermanas era costumbre antigua burlarse unas de otras por el excesivo tamaño de sus pies. Nuestra paciente, a quien atormentaba este defecto de estética, intentaba siempre usar el calzado más pequeño posible, pero su padre se oponía a ello, anteponiendo la higiene a la estética. Contrariada la muchacha por esta imposición paterna, pensaba constantemente en ella y adquirió la costumbre de estar moviendo siempre los dedos de los pies dentro del calzado, como se hace cuando se quiere comprobar si el mismo está grande, o demostrar a alguien que aún podría usarse uno más chico, etc. Durante la excursión, que no le produjo fatiga ninguna, surgió la broma habitual entre las hermanas sobre el tamaño de sus pies, y una de ellas le dijo: «iHoy sí que te has puesto unas botas que te están grandes!» La muchacha probó a mover los dedos dentro de ellas, pues también tenía la idea de que podía llevar un calzado mucho menor, y, a partir de este momento, no cesó en todo el día de pensar en su desgraciado defecto. Luego, al volver a casa, sufrió un ataque, en el que por primera vez extendió y agitó convulsivamente los dedos de los pies, como símbolo mnémico de toda la serie de pensamientos desagradables que habían ocupado su imaginación.

      Hemos de observar que se trataba de ataques y no de síntomas duraderos. Añadiremos, además, que, después de esta confesión, cesaron los ataques de la primera clase, continuando, en cambio, los de la segunda, o sea aquéllos en los que la paciente agitaba sus pies. No debió, pues, de ser completa su confesión sobre este punto. Mucho después he sabido que la ingenua muchacha se preocupaba tanto de su estética porque quería agradar a un joven primo suyo.

      De esta interesante antítesis entre la más amplia obediencia hipnótica en todo lo que se refiere a los síntomas patológicos y la tenaz persistencia de estos últimos, debida a su más profunda cimentación y a su inaccesibilidad al análisis, hemos hallado ulteriormente, en otro caso, un interesantísimo ejemplo. Habiendo sometido a tratamiento a una muchacha muy viva e inteligente, que desde hacía año y medio padecía trastornos de la deambulación, llevábamos cinco meses sin obtener resultado positivo ninguno. La paciente presentaba analgesia y zonas dolorosas en las piernas, temblor rápido de las manos y andaba encorvada, con pasos pequeños y torpes, vacilando, como si padeciese alguna lesión del cerebro, y cayendo al suelo con frecuencia. Su estado de ánimo era singularmente sereno y alegre. Una de nuestras autoridades médicas de entonces se había dejado inducir a error por este complejo de síntoma, y había diagnosticado una esclerosis múltiple; pero otro facultativo se pronunció por la histeria, en favor de la cual abogaba, al principio de la enfermedad, la complejidad del cuadro patológico (dolores, desvanecimientos, amaurosis), y dirigió la paciente a mi consulta. Sin resultado


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