Las puertas del infierno. Manuel EcheverríaЧитать онлайн книгу.
acabó. Estoy segura de que la señora Fürst nos va a ayudar a resolver el problema.”
“De ninguna manera —dijo Meyer— es una decisión tomada y no la voy a cambiar.”
La señora Fürst era la jefa regional de las Madres Alemanas, una solterona entrada en carnes que había llegado a extremos inconcebibles para que la confundieran con Magda Goebbels: el peinado, el maquillaje, la sonrisa: una versión patética de la mujer de rostro enigmático y aura de princesa que solía aparecer con frecuencia en los documentales patrióticos de Leni Riefenstahl.
Meyer observó a su madre con dureza.
“Hace tres meses que no pagamos el abono de la hipoteca y apenas nos alcanza para cubrir los gastos de la casa, la colegiatura de tus hijos los nazis y los recibos del teléfono, el gas, la electricidad y los impuestos municipales. Dudo mucho que Hitler vaya a salvar a Alemania, pero el único que puede salvar a esta familia soy yo.”
El jefe de personal lo recibió al día siguiente con una palmada afectuosa y lo llevó a la sección administrativa para darlo de alta. Eran las nueve de la mañana y la Kripo estaba hirviendo de actividad. Olía a pintura fresca y tabaco fuerte y todas las oficinas estaban llenas de secretarias y teletipos y máquinas de escribir que producían un ruido semejante al de una granizada.
Kruger lo hizo entrar a un elevador de rejas negras que empezó a descender con un temblor inquietante y se abrió de golpe en una caverna atiborrada de archivos. No había nadie ni se oía nada, salvo el murmullo apagado del silencio, pero las facciones sanguíneas de Kruger se llenaron de energía cuando llegaron al extremo del corredor y le enseñó sus herramientas de trabajo: un escritorio desvencijado, una máquina de escribir y un garrafón de agua.
“Como te dije, Bruno, no tengo gran cosa que ofrecerte, pero esta covacha está llena de perlas escondidas. ¿Sabes dónde estamos? En los intestinos de la Kripo. Todo lo que ves aquí, expedientes, legajos, prontuarios, se refiere a los casos que fuimos incapaces de resolver durante los últimos cinco años. Atracos, violaciones, homicidios, fraudes. No se lo digas a nadie, pero acabas de entrar al museo de la impunidad nacional.”
Meyer sintió un nudo en el estómago.
“El trabajo es muy sencillo —dijo Kruger— Se trata de revisar los legajos más recientes para saber si hay algún indicio perdido o una pista olvidada, cualquier cosa que hayan pasado por alto los detectives responsables y que tuviera algún elemento que nos permita reabrir las indagaciones.”
“Si usted me permite le diré que soy el hombre menos calificado para hacer un trabajo de esta clase. Estaba estudiando derecho y mi padre jamás discutió conmigo los principios de la investigación policial.”
“Bruno, por favor. No hay nadie más adecuado para internarse en esta selva de papel que un hombre versado en la ciencia del derecho. Si no encuentras nada significativo separas el expediente y sigues revisando expedientes. Todos los viernes, a las cinco de la tarde, vendrá un mozo para llevarse las indagaciones descartadas y arrojarlas al incinerador de basura.”
“¿Dónde está el incinerador?”
“En el sótano.”
“Yo pensé que estábamos en el sótano.”
“La Kripo tiene muchos sótanos y está llena de secretos, mitos y leyendas. Ya lo irás descubriendo.”
“¿Quién es el jefe de la oficina?”
“Tú.”
“¿Y quién hacía el trabajo hasta el día de hoy.”
“Nadie. La sección se abrió hace un año y el director de administración se olvidó de activar el puesto. Cien marcos al mes, Bruno, no es mucho, pero lo importante es que ya estás incluido en la nómina y podrás avanzar a paso veloz.”
Meyer abrió los cajones del escritorio y se dio cuenta de que estaban vacíos.
“No te preocupes. Dentro de un rato mando un mozo con plumas, tinta, papel, lo que sea necesario.”
Meyer pensó que tendría que trabajar con el abrigo puesto si no quería pescar una pulmonía.
“¿Qué debo hacer si encuentro algún indicio interesante?”
“Escribes un resumen de tus observaciones y se lo llevas al detective responsable.”
“¿A dónde?”
“Segundo piso. La guardia de agentes.”
Kruger le dio una palmada en el hombro.
“Ánimo, Bruno, en poco tiempo podré encontrarte un trabajo menos engorroso y más productivo. Mi oficina estará abierta toda la semana a cualquier hora del día por si necesitas consultar algo. La entrada es a las ocho y la salida a las cinco, pero tú eres el jefe de la sección y tú marcas los horarios.”
“¿Dónde está el baño?”
Kruger señaló el extremo del corredor.
“Le agradezco mucho…”
“Faltaba más. El hijo de Ludwig Meyer, el mejor detective que haya tenido la Kripo. ¿Quién lo diría? Buena suerte, muchacho.”
Kruger se dirigió al elevador, que empezó a ascender con un ruido de poleas y cadenas oxidadas y Meyer observó los muros y las puertas de fierro con la sensación de que el alma se le iba del cuerpo. Durante unos segundos no acertó a moverse. Luego, poco a poco, empezó a tomar conciencia de que su odisea había terminado en una catacumba helada y un laberinto de anaqueles inundados de indagaciones fallidas.
Al principio, mientras luchaba con la tentación de subir a la oficina de Kruger para darle las gracias y regresar a la calle, se quedó recargado a un lado del escritorio y luego encendió un cigarro y se puso a caminar a lo largo de los pasillos. Un rato después descubrió que los expedientes habían sido archivados sin obedecer ningún criterio y que algunos de ellos se encontraban en un estado tan deplorable que era imposible leer la mayor parte de las páginas.
Meyer sacó un expediente, lo examinó por encima y lo devolvió a su lugar. Abrió al azar otro expediente y lo devolvió a su lugar y antes de la una de la tarde diseñó un plan de trabajo sin tener idea de que se encontraba en el umbral de una aventura que lo llevaría a hacer un viaje al fondo de sí mismo y a los callejones más tenebrosos del corazón de Alemania.
2
Los primeros días no encontró nada. El archivo era un pozo sin fondo donde los homicidios, las violaciones y los atracos habían perdido sus relieves originales de crueldad para convertirse en una sucesión infinita de actas borrosas y fotografías repugnantes. Meyer se quedó atónito cuando empezó a examinar los primeros expedientes que se llevó a su escritorio: una colección aterradora de mujeres apuñaladas, rostros desfigurados y charcos de sangre.
Algunos de los muertos parecían estar vivos y miraban el ojo de la cámara con un gesto de asombro. Otros, en especial los más viejos, se habían ido del mundo sin darse cuenta y daba la impresión de que las fotografías los habían perpetuado en un limbo de armonía donde la vida seguía su curso a espaldas de los desalmados que les habían dado un tiro en la espalda o un martillazo en el cráneo.
La mayor parte de las habitaciones estaban envueltas en una atmósfera de rapiña: cajones abiertos, roperos saqueados, cómodas y tocadores descoyuntados. Las otras habitaciones se hallaban sumidas en un ambiente de placidez donde el cuerpo exánime de la víctima era el único testimonio de que alguien había atentado contra el orden natural de las cosas.
Alguna vez había tenido que abandonar el escritorio y correr al baño para vomitar el desayuno. Se rehacía en tres minutos, tomaba un sorbo de agua y volvía a la tarea de seguir escarbando en los expedientes hasta que llegaba la hora de regresar a la calle y se dirigía al elevador para tomar un respiro. Comía en una cervecería de la Browningstrasse, rodeado de oficinistas y empleados municipales, y luego regresaba a la Kripo y se hundía de nuevo en las cloacas del archivo.
En