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Una boda precipitada. Martha ShieldsЧитать онлайн книгу.

Una boda precipitada - Martha Shields


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—él dobló con cuidado su chaqueta y se la tendió—. Siéntese.

      Claire miró confusa la chaqueta.

      —No va a morderla —dijo él con impaciencia.

      —No puedo sentarme encima de su chaqueta —balbució ella.

      —¿Por qué no?

      —Probablemente, vale más que yo.

      —Ya lo veremos —dijo él ásperamente—. Vamos. Siéntese.

      Ella se quedó atónita por su cambio repentino: de tierno a dominante en una fracción de segundo. Si no hubiera sabido quién era, lo habría tomado por un vaquero.

      —¿Y si prefiero quedarme de pie?

      —No sea ridícula. Puede que estemos aquí toda la noche.

      Ella alzó la barbilla.

      —¿Toda la noche? No será tanto tiempo.

      —Seguramente, no. Pero nunca se sabe.

      Claire frunció el ceño.

      —De acuerdo. Me sentaré.

      Cuando se sentó sobre la chaqueta, un cálido aroma masculino inundó sus sentidos. Él se sentó en el suelo frente a ella. De pronto, el pequeño espacio en penumbra pareció insoportablemente íntimo. Él lo llenaba todo con su presencia. Claire cerró los ojos y se estrujó el cerebro para decir algo brillante, pero incluso entonces siguió percibiendo su cercanía.

      —¿Siempre es tan testaruda? —preguntó él suavemente.

      —No me gusta que me digan qué puedo o no puedo hacer —respondió ella, encogiendo las piernas.

      —Entonces no debe de ser usted una buena empleada, ¿no?

      —Soy una empleada excelente —replicó ella, alzando la barbilla.

      —Bien —sonrió él—. ¿Qué estaba diciendo?

      Claire se sintió como si le fueran a hacer un examen. Respiró hondo y comenzó a hablar.

      Él la escuchó con interés, haciéndole de vez en cuando preguntas comprometidas sobre algún detalle que ella había pasado por alto. Con la conversación, Claire pronto se olvidó de ss ropa chafada, de la reparación de su coche y del hijo que quería tener.

      Reclinado contra la pared del ascensor, Jake la miraba fascinado. Recordaba una época en la que él también podía hablar durante horas con entusiasmo sobre los resquicios de las leyes fiscales. Pero eso había sido hacía años. Antes de perder la cuenta del dinero que poseía. Antes de tener que defenderse de la gente que quería arrebatarle parte de su dinero y parte de él también. Antes de la muerte de Alan.

      No había podido concentrarse en nada desde que la amiguita de Alan lo había llamado para decirle que su mejor amigo iba a ser trasladado en avión a Denver. Jake corrió al hospital, pero Alan llegó muerto. La impresión de ver su rostro frío y exangüe lo había dejado paralizado durante una semana. También él había comenzado a sentirse medio muerto. Pero no se había dado cuenta hasta ese momento.

      Heredar el Rocking T le había hecho pensar en cómo se había descarriado su vida. Cinco generaciones de Townsend habían vivido en ese rancho, al igual que cinco generaciones de Anderson habían vivido en el Bar Hanging Seven. Jake quería dejarle su hogar a sus hijos. El problema era que no tenía hijos.

      La muerte de Alan había sido como un mazazo. ¿Qué pasaría si él muriera? La dinastía Anderson de Pawnee, Colorado, se extinguiría, como se había extinguido la dinastía Townsend. Jake no podía consentirlo. Pero no sabía qué demonios hacer al respecto.

      Por el momento, dejó que la suave voz de Claire lo distrajera de sus mórbidos pensamientos. Al principio, solo escuchó a medias lo que ella decía, mientras miraba sus ojos brillantes y sus manos expresivas. En el rato que llevaban encerrados en el ascensor, la había visto asustada, sonriente, enfadada, arrepentida, insegura y triste. Todos aquellos cambios lo fascinaban. Parecía tan llena de vida… No como las mujeres que solía conocer: sofisticadas, frías y sin sentido del humor.

      Sonrió al recordar cómo le había gritado ella. El único que lo había hecho en los últimos diez años había sido Alan. Todos los demás lo trataban con un falso respeto, debido a su dinero.

      De pronto, recordó lo que había dicho Claire. «Necesito miles de dólares para quedarme embarazada o nunca tendré hijos». ¿Qué demonios había querido decir con eso?

      Antes de que pudiera reflexionar sobre ello, algo que Claire estaba diciendo sobre un aumento de liquidez captó su atención. Hizo una pregunta que ella respondió con facilidad. Luego, Claire continuó impresionándolo con sus conocimientos sobre cambio de divisas e inversiones.

      Por fin, volvió la luz y la conversación que estaban manteniendo se interrumpió.

      —Ha vuelto la luz —dijo ella.

      Jake percibió un tono de disgusto en su voz y se dio cuenta de que a él también le molestaba.

      —Son las diez y veinte —dijo, mirando el reloj—. Hemos estado encerrados más de dos horas y media.

      —¿Tanto? No me he dado cuenta… Oh, nos movemos.

      Ella se levantó y recogió la chaqueta. La sacudió suavemente y se la tendió a Jake. Él se incorporó y la agarró lentamente. No deseaba perder el halo de intimidad que se había creado entre los dos. Le parecía que conocía a Claire Eden mejor que a nadie… incluyendo a Alan. La idea le sorprendió.

      —Me está mirando fijamente otra vez —dijo ella suavemente.

      Bajo el resplandor de los fluorescentes, Jake descubrió que era tan bonita como se había imaginado en la penumbra. Tenía el pelo castaño, los ojos de un azul celeste y la piel tersa y blanca.

      —¿Y eso la molesta?

      —No es muy cortés de su parte mirarme así —dijo ella, estremeciéndose—. ¿A qué nivel del parking iba?

      —Al uno.

      Cuando ella apretó el botón, sonó el teléfono de emergencia. Claire lo sacó de detrás del panel.

      —¿Hola?… Sí, estamos bien… De acuerdo —colgó el teléfono—. Alguien nos espera en el vestíbulo.

      —Quieren asegurarse de que no les vamos a demandar. Bueno, ¿cuándo continuamos nuestra conversación?

      Ella lo miró sorprendida.

      —¿Quiere oír más?

      —Todavía no hemos hablado de los impuestos —sonrió él—. ¿Qué le parece si cenamos juntos mañana?

      —Yo…

      El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Un hombre trajeado y con expresión preocupada los saludó e insistió en que lo acompañaran a la oficina para rellenar unos formularios. Jake le dio su tarjeta a aquel hombre.

      —Mande esos formularios a mi oficina mañana. Le diré a mi abogado se ocupe de ellos. Nosotros nos vamos a casa ahora mismo.

      El hombre miró la tarjeta, se puso pálido y, por fin, se marchó.

      —La acompaño hasta su coche —dijo Jake, poniéndose la chaqueta—. ¿Dónde lo tiene aparcado?

      —Vine en taxi. Mi coche decidió que la tormenta de hoy era una buena ocasión para dejarme tirada.

      —Entonces, la llevaré a casa —dijo él, mientras pulsaba el botón de llamada del ascensor.

      —No se preocupe. Tomaré otro taxi.

      —No. Yo la llevaré.

      Ella alzó barbilla. Jake había notado que eso significaba que iba a ponerse a discutir. Para evitarlo, señaló hacia las ventanas.

      —Todavía llueve.


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