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Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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las tasas y los intereses y los añadidos. Redondeado en la centena que quedara más cerca, más otros quinientos por cargos administrativos. Esa era su regla. Nunca la pude calcular bien. No quería que él pensara que le estaba intentado pagar de menos. Prefería pagarle lo que me dijera. Más seguro así.

      —¿Cuánto crees que debería ser?

      —¿Esta vez?

      —Como último pago.

      —Tampoco querría que tú pensaras que te estoy intentando pagar de menos. No si heredaste el negocio de Fisnik. Asumo que aplican las mismas condiciones.

      —Dime las dos cosas —dijo el tipo—. Lo que calculas tú, y después lo que crees que calcularía la fórmula de Fisnik. Quizás te descuento un poco. Quizás partimos la diferencia. Como una oferta de presentación.

      —Yo calculo ochocientos dólares —dijo Reacher—. Pero Fisnik probablemente calcularía mil cuatrocientos. Como te dije. Redondeado en la centena que quede más cerca más quinientos por cargos.

      El tipo bajó la vista hacia el libro.

      Asintió, lentamente, sabiamente, en total acuerdo.

      —Pero sin descuento —dijo—. Decidí que no. Me voy a quedar con todos los mil cuatrocientos.

      Cerró el libro y lo apoyó en horizontal sobre la mesa.

      Reacher se puso la mano en el bolsillo y el pulgar en el sobre y sacó catorce billetes de atrás del fajo de Shevick. Se los dio. El tipo pálido los volvió a contar con dedos rápidos y entrenados, los dobló una vez, y se los guardó en el bolsillo.

      —¿Todo bien entonces? —preguntó Reacher.

      —Pagado en su totalidad —dijo el tipo.

      —¿Recibo?

      El tipo se volvió a dar un golpecito en el costado de la cabeza.

      —Ahora vete —dijo—. Hasta la próxima vez.

      —¿La próxima vez de qué? —dijo Reacher.

      —Que necesites un préstamo.

      —Espero no necesitarlo.

      —Los perdedores como tú siempre lo necesitan. Sabes dónde encontrarme.

      Reacher hizo una pausa.

      —Sí —dijo—. Lo sé. Cuenta con ello.

      Se quedó donde estaba un largo rato, y después se levantó de la silla de visitas y se alejó andando, despacio, con la mirada al frente, en dirección hacia el otro lado de la puerta y a la acera.

      Un minuto después Shevick renqueó detrás de él.

      —Tenemos que hablar —dijo Reacher.

      SEIS

      Shevick todavía tenía un teléfono móvil. Dijo que no lo había vendido porque era uno viejo con tapa que no valía prácticamente nada, y todavía lo usaba porque dar de baja el plan le habría costado más que mantenerlo. Además de que había momentos en los que realmente lo necesitaba. Reacher le dijo que este era uno de esos momentos. Le dijo que llamara a un taxi. Shevick le dijo que no se podía permitir un taxi. Reacher le dijo que sí que podía, solo por esta vez.

      El taxi que vino era un viejo Crown Vic destartalado, con una capa gruesa de pintura color cáscara de naranja, con un foco de coche de policía en el pilar del conductor y una luz de taxi sujeta al techo. No un vehículo atractivo, visualmente. Pero funcionaba. Se movió con pesadez y gimoteando el kilómetro y medio hasta la casa de Shevick y se detuvo afuera. Reacher ayudó a Shevick por el sendero estrecho de cemento hasta la puerta. Una vez más esta se abrió antes de que pudiera poner la llave en la cerradura. La señora Shevick le miró fijamente. Tenía en la cara preguntas mudas. ¿Un taxi? ¿Por la rodilla? ¿Entonces por qué también ha venido de nuevo el hombre grande?

      Y sobre todo: ¿Debemos otros mil dólares?

      —Vuelve a ser complicado —dijo Shevick.

      Regresaron a la cocina. El horno estaba frío. Nada de cena. Ya habían comido una vez ese día. Todos se sentaron a la mesa. Shevick contó su parte de la historia. Fisnik no estaba. Había en su lugar un sustituto. Un extraño pálido y siniestro con un gran libro negro. Entonces Reacher se ofreció como intermediario.

      La señora Shevick desvió su mirada a Reacher.

      Que dijo:

      —Estoy bastante seguro de que era ucraniano. Tenía en el cuello un tatuaje carcelario. Alfabeto cirílico, definitivamente.

      —No creo que Fisnik fuera ucraniano —dijo la señora Shevick—. Fisnik es un apellido albanés. Lo busqué en la biblioteca.

      —Dijo que Fisnik había sido reemplazado. Dijo que el asunto que quien fuera tuviese con Fisnik ahora lo tenía con él. Dijo que los clientes de Fisnik ahora eran sus clientes. Dijo que si le debías dinero a Fisnik ahora se lo debías a él. Aclaró el mismo punto muchas veces. Dijo que no era astrofísica.

      —¿Pidió otros mil dólares?

      —Sostuvo el libro abierto tan cerca del pecho que resultaba incómodo. Al principio no estuve seguro de por qué. Asumí que no quería que yo viera lo que ponía ahí. Me preguntó mi nombre, y dije Aaron Shevick. Bajó la vista al libro y asintió. Lo cual me pareció raro.

      —¿Por qué?

      —¿Qué probabilidades había de que tuviera el libro abierto en la página de la S? Una entre veintiséis. Posible, pero improbable. Así que empecé a pensar que estaba escondiendo el libro no porque no quisiera que yo viese lo que ponía ahí, sino porque no quería que yo viera lo que no ponía ahí. Porque ahí no ponía nada. Estaba en blanco. Esa fue mi suposición. Después él lo demostró. Me preguntó cuánto debía. Él no lo sabía. No tenía la información previa de Fisnik. No era el viejo libro de contabilidad de Fisnik. Era un libro nuevo en blanco.

      —¿Y todo eso qué significa?

      —Significa que no fue una reorganización rutinaria interna. No mandaron a Fisnik al banco y pusieron a un bateador de emergencia. Fue una usurpación hostil desde afuera. Ahora hay una gerencia completamente nueva. Repasé las palabras del tipo. Su uso del lenguaje. Lo dejó claro. Alguien distinto se está metiendo en ese negocio.

      —Espere —dijo la señora Shevick—. Lo escuché en la radio. La semana pasada, creo. Va a haber un comisario general de policía nuevo. Dice que en la ciudad hay bandas rivales de ucranianos y albaneses.

      Reacher asintió.

      —Ahí está —dijo—. Los ucranianos están interviniendo parte de los negocios albaneses. Ahora les toca tratar con gente nueva.

      —¿Pidieron los mil dólares extra?

      —Están mirando hacia delante, no hacia el pasado. Están dispuestos a condonar los viejos préstamos de Fisnik. Todos o parte de ellos. Porque es lo que les toca. No tienen opción. No saben lo que debe cada persona. No tienen la información. ¿Y además por qué no los condonarían? No era dinero suyo. Quieren sus clientes. Eso es todo. Para el futuro. Quieren cubrir sus necesidades durante los próximos años.

      —¿Pagó al hombre?

      —Me preguntó cuánto debía y yo me arriesgué y le dije que mil cuatrocientos dólares. Miró a la página en blanco y asintió solemnemente y coincidió. Así que le pagué mil cuatrocientos dólares. Momento en el cual dijo que me podía ir y confirmó que el préstamo estaba pagado en su totalidad.

      —¿Dónde está el resto del dinero?

      —Aquí mismo —dijo Reacher. Sacó el sobre del bolsillo. Apenas más delgado de lo que era antes. Todavía había doscientos once billetes en el sobre. Veintiún mil cien dólares. Lo puso en la mesa, en el medio, equidistante. Shevick y su esposa lo miraron fijamente y no dijeron nada.


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