Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.
si Fisnik aparece la semana que viene queriendo todo esto más otros siete mil dólares.
—Eso no va a suceder —dijo Reacher—. Fisnik fue reemplazado. Algo que viniendo de un gánster ucraniano con tinta carcelaria en el cuello casi seguro significa que Fisnik está muerto. O incapacitado de alguna otra forma. No va a aparecer la semana que viene. Ni ninguna semana. Y ustedes están en orden con los tipos nuevos. Eso es lo que dijeron. Están fuera de peligro.
Durante un largo rato se quedaron en silencio.
La señora Shevick miró a Reacher.
—Gracias —dijo.
Entonces sonó el teléfono de Shevick. Se fue renqueando hasta el pasillo y atendió la llamada. Reacher oyó un leve graznido plástico que salía del auricular. Una voz de hombre, le pareció. No pudo entender lo que decía. Un flujo largo de información. Oyó cómo respondía Shevick, alto y claro, a tres metros de distancia, balbuceando un consentimiento que sonó agotado y poco sorprendido, y así y todo decepcionado. Después Shevick formuló lo que fue inconfundiblemente una pregunta.
—¿Cuánto? —dijo.
Respondió el leve graznido plástico.
Shevick colgó el teléfono. Se quedó quieto por un momento, y luego regresó a la cocina renqueando y se volvió a sentar a la mesa. Cruzó las manos delante de sí. Miró el sobre. No con una mirada fija, tampoco contemplativa. Más bien agridulce. Equidistante. A la misma distancia de todas esas maneras de mirar.
—Necesitan otros cuarenta mil dólares —dijo.
Su esposa cerró los ojos y se apretó las manos contra la cara.
—¿Quién los necesita? —dijo Reacher.
—Fisnik no —dijo Shevick—. Tampoco los ucranianos. Ninguno de ellos. Es absolutamente el otro extremo de este asunto. La razón por la cual tuvimos que pedir el dinero prestado.
—¿Les están chantajeando?
—No, nada de eso. Ojalá fuera así de simple. Lo único que puedo decir es que hay unas facturas que tenemos que pagar. Una acaba de vencer. Ahora tenemos que encontrar otros cuarenta mil dólares. —Le volvió a echar un vistazo al sobre—. De los cuales una parte ya la tenemos, gracias a ti. —Hizo el cálculo mentalmente—. Técnicamente tenemos que conseguir otros dieciocho mil novecientos dólares.
—¿Para cuándo?
—Mañana por la mañana.
—¿Pueden conseguirlos?
—No podríamos conseguir ni dieciocho centavos.
—¿Por qué tan pronto?
—Algunas cosas no pueden esperar.
—¿Qué van a hacer?
Shevick no respondió.
Su esposa se quitó las manos de la cara.
—Pedirlos prestados —dijo—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿A quién se los van a pedir?
—Al hombre del tatuaje carcelario —dijo—. ¿Qué opción tenemos? En todos los demás lugares estamos en números rojos.
—¿Los van a poder devolver?
—Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.
Ninguno habló.
Reacher dijo:
—Siento no poder ayudarles más.
La señora Shevick lo miró.
—Sí puede —dijo.
—¿Puedo?
—De hecho lo va a tener que hacer.
—¿Sí?
—El hombre del tatuaje carcelario cree que usted es Aaron Shevick. Va a tener que ir a pedir el dinero por nosotros.
SIETE
Lo discutieron durante otros treinta minutos. Reacher y los Shevick, de un lado y del otro. Algunos hechos quedaron establecidos al principio. Los puntos fijos. Las cuestiones no negociables. Necesitaban el dinero sí o sí. Sin duda posible. Sin discusión posible. Lo necesitaban para la mañana siguiente sí o sí. Sin ningún margen. Sin ninguna flexibilidad.
De ninguna manera iban a decir por qué.
Ahorros ya no les quedaban. La casa ya no era de ellos. Habían acordado recientemente una venta de la nuda propiedad para personas mayores, por medio de la cual se les permitía vivir allí por el resto de sus vidas, pero el título de propiedad ya había pasado a manos del banco. La abultada suma que habían recibido ya la habían gastado. No se podía recaudar más. Sus tarjetas de crédito estaban en números rojos y habían sido canceladas. Habían pedido dinero usando como garantía sus pagos de jubilación de la Seguridad Social. Habían cobrado sus seguros de vida y habían dado de baja su teléfono de línea. Ahora que no tenían el coche ya habían vendido todas las cosas de valor. Lo único que les quedaba eran objetos personales. Entre sus propias cosas y las de la familia tenían cinco alianzas de nueve quilates, tres pequeños anillos de diamantes y un reloj de pulsera chapado en oro con una rajadura en el cristal. Reacher se figuró que en el día más feliz de su vida el prestamista más bondadoso del mundo les podría haber dado doscientos dólares. No más que eso. Quizás menos de cien en un mal día. Ni siquiera un grano de arena en el desierto.
Dijeron que habían recurrido por primera vez a Fisnik cinco semanas antes. El nombre les había llegado a través de un vecino. Como parte de un cotilleo, no una recomendación. Una especie de escándalo. Una historia indiscreta acerca del primo de la esposa del sobrino de otro vecino consiguiendo dinero prestado de un gánster en un bar. Llamado Fisnik, imagínese. Shevick había reducido el radio de búsqueda basándose en detalles y en rumores, y había empezado a revisar cada bar en el área prevista, uno por uno, ruborizado, avergonzado, observado, preguntándole a cada barman si conocía a un hombre llamado Fisnik, hasta que en su cuarta parada un hombre gordo de modales sarcásticos sacudió un dedo hacia la mesa de la esquina.
—¿Cómo fue? —preguntó Reacher.
—Muy fácil —dijo Shevick—. Me acerqué a la mesa, y me quedé ahí, mientras él me inspeccionaba, y después me indicó que me sentara, y eso hice. Supongo que al principio di unas cuantas vueltas, hasta que en un momento simplemente le dije, mira, necesito un préstamo, y entiendo que tú prestas dinero. Me preguntó cuánto, y se lo dije. Me explicó los términos del contrato. Me enseñó las fotos. Vi el vídeo. Le di mi número de cuenta. Veinte minutos después el dinero estaba en mi banco. Lo transfirieron desde algún lugar imposible de rastrear vía una empresa en Delaware.
—Me imaginé una bolsa de dinero en efectivo —dijo Reacher.
—Nosotros lo tenemos que devolver en efectivo.
Reacher asintió.
—Dos cosas en una —dijo—. Las dos al mismo tiempo. Usura y lavado de dinero. Transfieren electrones sucios y a cambio reciben efectivo limpio de las calles. Más una buena tasa de interés, encima. La mayor parte del lavado de dinero incluye perder un porcentaje, no ganar un porcentaje. Supongo que esos chicos no eran tontos.
—No según nuestra experiencia.
—¿Crees que los ucranianos van a ser mejores o peores?
—Peores, imagino. La ley de la selva parece que ya lo está demostrando.
—¿Entonces cómo les van a devolver el dinero?
—De eso nos ocuparemos mañana.
—No les queda nada que vender.
—Algo puede llegar a aparecer.
—En sus sueños.
—No, en la realidad. Estamos esperando algo. Tenemos motivos para