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Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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hiciste con ellos?

      —Estoy seguro de que te lo puedes imaginar.

      Otra vez nadie habló.

      Entonces Dino preguntó:

      —¿Por qué me estás contando esto? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

      —Los otros dos nombres de la lista son hombres tuyos.

      Silencio.

      —Estamos en un mismo aprieto —dijo Gregory.

      —¿Quiénes son? —preguntó Dino.

      Gregory dijo los nombres.

      —¿Por qué me lo estás contando? —dijo Dino.

      —Porque tenemos un trato —dijo Gregory—. Soy un hombre de palabra.

      —Si yo caigo tú te beneficias enormemente. Quedarías a cargo de toda la ciudad.

      —Me beneficio solo en los papeles —dijo Gregory—. De repente me doy cuenta de que debería estar contento con el statu quo. ¿Dónde encontraría la cantidad suficiente de hombres honestos para que se encarguen de tus negocios? Aparentemente ni siquiera puedo encontrar los suficientes como para que estén a cargo de los míos.

      —Y aparentemente yo tampoco.

      —Así que nos pelearemos otro día. Hoy vamos a respetar el acuerdo. Siento haberte traído noticias vergonzosas. Pero también me estoy avergonzando a mí mismo. Enfrente tuyo. Espero que eso sirva de algo. Estamos en el mismo aprieto.

      Dino asintió. No dijo nada.

      —Tengo una pregunta —dijo Gregory.

      —Pues hazla —dijo Dino.

      —¿Me lo habrías contado, como yo he hecho, si el espía hubiese sido tuyo, y no mío?

      Dino se quedó en silencio un rato muy largo.

      Después dijo:

      —Sí, y por los mismos motivos. Tenemos un trato. Y si los dos tenemos nombres en la lista, entonces ninguno de nosotros debería sentirse en un aprieto por quedar un poco en ridículo.

      Gregory asintió y se puso de pie.

      El que era la mano derecha de Dino se puso de pie para acompañarlo hasta la salida.

      —¿Estamos a salvo ahora? —preguntó Dino.

      —Por mi parte sí —dijo Gregory—. Lo puedo garantizar. Desde las seis en punto de esta mañana. Tenemos un tipo en el crematorio de la ciudad. Nos debe dinero. No tuvo problemas en encender el fuego un poco más temprano hoy.

      Dino asintió y no dijo nada.

      —¿Estamos a salvo por tu parte? —preguntó Gregory.

      —Lo estaremos —dijo Dino—. Para esta noche. Tenemos un tipo en el desguace de coches. También nos debe dinero.

      La mano derecha de Dino acompañó a Gregory hasta la salida, por el galpón profundo hasta la entrada para personal en la persiana metálica enrollable, y afuera a una brillante y soleada mañana de mayo.

      En ese mismo momento Jack Reacher estaba a cien kilómetros de distancia, en un autobús Greyhound, por la autopista interestatal. Estaba en el lado izquierdo del vehículo, hacia la parte de atrás, en el asiento de la ventana de encima del eje. No había nadie al lado de él. En total había otros veintinueve pasajeros. La mezcla de siempre. Nada especial. Salvo por una situación particular, que era moderadamente interesante. Al otro lado del pasillo y una fila por delante había un hombre dormido con la cabeza colgando. Tenía el pelo canoso y con necesidad de un corte, y la piel suelta y gris, como si hubiera perdido mucho peso. Podría haber tenido setenta años. Llevaba puesta una chaqueta corta azul con cremallera. Alguna clase de algodón de alto gramaje. Quizás impermeable. El extremo más abultado de un sobre gordo le sobresalía del bolsillo.

      Era una clase de sobre que Reacher reconocía. Había visto antes artículos similares. A veces, si el cajero automático estaba roto, entraba a la sucursal de un banco y con su tarjeta el cajero le daba dinero en efectivo, directamente del otro lado del mostrador. El cajero le preguntaba cuánto quería, y él pensaba, bueno, si la fiabilidad de los cajeros automáticos estaba en declive, entonces quizás debería sacar un fajo decente, para estar más seguro, y pedía dos o tres veces más de lo que normalmente sacaba. Una cantidad grande. Con lo cual el cajero le preguntaba si lo quería en un sobre. A veces Reacher decía que sí, sin ninguna razón en particular, y recibía su fajo en un sobre exactamente igual al que sobresalía del bolsillo del hombre dormido. El mismo papel grueso, el mismo tamaño, las mismas proporciones, mismo bulto, mismo peso. Unos cientos de dólares, o unos miles, dependiendo de la mezcla de billetes.

      Reacher no era el único que lo había visto. El tipo que estaba justo enfrente también lo había visto. Estaba claro. Le estaba prestando mucha atención. Miraba al otro lado y abajo, al otro lado y abajo, una y otra vez. Era un tipo delgado con pelo grasiento y una perilla fina. Veintipico, con una cazadora vaquera. Poco más que un niño. Mirando, pensando, planeando. Pasándose la lengua por los labios.

      El autobús siguió avanzando. Reacher se turnaba mirando por la ventana y mirando el sobre, y mirando al tipo que miraba el sobre.

      Gregory salió del garaje de la calle Center y condujo de regreso a territorio seguro ucraniano. Sus oficinas estaban en la parte de atrás de una empresa de taxis, enfrente de una casa de empeños, al lado de un negocio de fianzas, todo lo cual le pertenecía. Aparcó y se fue hacia dentro. Sus hombres más importantes lo estaban esperando allí. Cuatro de ellos, todos parecidos entre sí, y parecidos a él. No emparentados en el sentido de familia tradicional, pero eran de las mismas ciudades y pueblos y prisiones allá en el viejo país, lo cual probablemente era incluso mejor.

      Todos lo miraron. Cuatro caras, ocho ojos abiertos, pero una sola pregunta.

      La cual él respondió.

      —Éxito total —dijo—. Dino se creyó todo el cuento. Ese sí que es un pobre bruto, dejadme que os lo diga. Le podría haber vendido el puente de Brooklyn. Los dos tipos que mencioné son historia. Se va a tomar un día para reorganizarse. La oportunidad llama, amigos. Tenemos alrededor de veinticuatro horas. Su flanco está del todo abierto.

      —Típico de albanés —dijo el que era su mano derecha.

      —¿A dónde enviaste a los dos nuestros?

      —A las Bahamas. Un tipo del negocio de los casinos nos debe dinero. Tiene un hotel agradable.

      Las señales federales verdes al costado de la autopista indicaban que estaba por aparecer una ciudad. La primera parada del día. Reacher miraba cómo el tipo de la perilla planeaba su jugada. Había dos interrogantes. ¿El hombre del dinero tenía pensado bajar allí? Y si no, ¿se despertaría de todos modos, con la frenada y el giro y la sacudida?

      Reacher miraba. El autobús cogió la salida. Una estatal de cuatro carriles lo llevó hacia el sur, a través de tierra llana húmeda de lluvia reciente. La conducción era tranquila. Los neumáticos silbaban. El hombre del dinero seguía dormido. El tipo de la perilla lo seguía mirando. Reacher supuso que ya tenía un plan. Se preguntaba cuán bueno sería ese plan. La jugada inteligente sería sacarle el sobre como un carterista, más o menos pronto, esconderlo bien, y después aspirar a bajarse del autobús tan pronto como se detuviera. Incluso si el hombre se despertaba cerca de la terminal, al principio iba a estar confundido. Quizás ni siquiera notaría que el sobre ya no estaba. No de inmediato. E incluso cuando lo hiciera, ¿por qué iba a sacar conclusiones enseguida? Pensaría que el sobre se le había caído. Pasaría un minuto mirando en el asiento, y por debajo del asiento, y debajo del asiento de delante, porque le podría haber pegado una patada durmiendo. Solo después de todo eso empezaría a mirar alrededor, inquisitivamente. Momento para el cual el autobús estaría detenido y habría gente poniéndose de pie y bajando y subiendo. El pasillo estaría atascado. Un tipo podía escabullirse, ningún problema. Esa era la jugada inteligente.

      ¿El


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