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Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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Kodak desteñidos, pero en el mismo lugar. La misma parcela de césped. La misma porción de pared. Alguna clase de tradición. En la primera se veía a la señora Shevick con quizás veinte años de edad, junto a un señor Shevick mucho más erguido y mucho más esbelto, también con alrededor de veinte años de edad, sus rostros agudos y jóvenes y angulosos por las sombras, sus sonrisas amplias y felices.

      En la segunda de la nueva secuencia se veía a la misma pareja con un bebé en brazos. Crecía a saltos y brincos, de izquierda a derecha cruzando la siguiente fila de abajo, hasta ser un bebé más grande, después una niña de alrededor de cuatro años, después seis, después ocho, mientras que por encima de ella los Shevick circulaban por peinados de los años setenta, voluminosos y tupidos, por encima de camisetas de tirantes ajustadas y mangas acampanadas.

      En la siguiente fila de abajo se veía a la misma niña convertirse en una adolescente, después en una chica graduada de instituto, después en una joven mujer. Después en una mujer que envejecía a medida que las Kodak eran más nuevas. Debía estar cerca de los cincuenta años ahora, asumió Reacher. Como fuera que se llamara esa generación. Los primeros hijos de los primeros baby boomers. De alguna manera se tenían que llamar. Todas las demás generaciones tenían un nombre.

      —Aquí está usted —dijo la señora Shevick, detrás de él.

      —Estaba admirando sus fotos —dijo él.

      —Sí —dijo ella.

      —Tienen una hija.

      —Sí —dijo ella otra vez.

      Entonces entró Shevick. Ya no tenía sangre en el labio. Sus rasguños brillaban con alguna poción amarilla. Tenía el pelo peinado.

      —Comamos —dijo.

      Había una pequeña mesa en la cocina, contorneada con bordes de aluminio, y una superficie laminada ahora apagada y descolorida por las décadas del tiempo y de pasarle el trapo, pero que una vez fue brillante y centelleante y atómica. Había un juego de tres sillas de plástico. Quizás todo comprado hacía mucho cuando Maria Shevick era una niñita. Para sus primeras comidas de niña grande. Cuchillo y tenedor y por favor y gracias. Ahora muchos años después les dijo a Reacher y a su marido que se sentaran, y puso los sándwiches que estaban en la bolsa en platos de porcelana, y los snacks en boles de porcelana, y los refrescos en vasos de cristal opaco. Llevó servilletas de tela. Se sentó. Miró a Reacher.

      —Debe pensar que somos muy tontos —dijo ella—. Para habernos metido en esta situación.

      —Realmente no —dijo Reacher—. Muy desafortunados, quizá. O que están muy desesperados. Estoy seguro de que esta situación es un último recurso. Vendieron la televisión. Más muchas otras cosas, sin duda. Asumo que hipotecaron la casa. Pero no alcanzó. Tuvieron que encontrar arreglos alternativos.

      —Sí —dijo ella.

      —Estoy seguro de que hubo buenas razones.

      —Sí —dijo ella otra vez.

      Y no dijo nada más. Ella y su marido comían despacio, un pequeño mordisco cada vez, una patata frita, un trago de refresco. Como saboreando la novedad. O preocupándose por la indigestión. La cocina estaba en silencio. Ningún ruido de coche, ningún sonido de la calle, ninguna conmoción. En las paredes había viejos azulejos del metro, y papel de pared donde no los había, con flores, como el vestido de la madre de la señora Shevick, en la primera fotografía, pero más pálido y delineado de manera menos clara. El suelo era de linóleo, picado hacía mucho por tacones de aguja, ahora casi liso de nuevo de frotar. Los electrodomésticos habían sido cambiados, quizás por la época en que Nixon era presidente. Pero Reacher se figuró que las encimeras eran las originales. Eran de una lámina amarilla pálida, con líneas finas y ondulantes que se parecían a los latidos de una máquina de hospital.

      La señora Shevick terminó su sándwich. Se acabó su refresco. Juntó los últimos fragmentos de sus patatas fritas con la punta de un dedo humedecida. Presionó la servilleta contra sus labios. Miró a Reacher.

      —Gracias —dijo ella.

      —De nada —dijo él.

      —Usted cree que Fisnik no puede pedirnos otros mil dólares.

      —En el sentido de que no debería. Supongo que eso es distinto a que no lo vaya a hacer.

      —Yo creo que vamos a tener que pagar.

      —No tengo problema en ir a hablarlo con él. De parte de ustedes. Si quieren. Podría mencionar unas cuantas razones.

      —Y estoy segura de que sería convincente. Pero mi marido me contó que usted está solo de paso. Mañana no estará aquí. Nosotros sí. Probablemente sea más seguro pagar.

      —No lo tenemos —dijo Aaron Shevick.

      Su esposa no respondió. Hizo girar los anillos que tenía en el dedo. Quizás de manera inconsciente. Tenía una pequeña alianza de oro, y un diamante de compromiso al lado. Estaba pensando en la casa de empeños, supuso Reacher. Probablemente cerca de la terminal de autobuses, en una calle barata. Pero iba a necesitar más que una alianza y un pequeño solitario para conseguir mil dólares. Quizás todavía tenía las cosas de su madre, guardadas en un cajón. Quizás había habido herencias casuales, de viejas tías y tíos, broches y colgantes y relojes de jubilación.

      —Nos ocuparemos de eso a su debido tiempo —dijo ella—. Quizás sea razonable. Quizás no lo pida.

      —Esta no es gente razonable —dijo su marido.

      —¿Tienes pruebas que lo demuestren? —le preguntó Reacher.

      —Solo indirectas —dijo Shevick—. Fisnik me explicó las distintas sanciones, en aquel momento al principio. Tenía fotos en el teléfono, y un vídeo breve. Me hicieron verlo. En consecuencia, nunca nos retrasamos con ningún pago. Hasta ahora.

      —¿Han pensado en denunciar a la policía?

      —Claro que lo hemos pensado. Pero fue un contrato al que entramos de manera voluntaria. Les pedimos dinero prestado. Aceptamos sus condiciones. Una de las cuales era nada de policía. Me hicieron ver el castigo, en el teléfono de Fisnik. En suma pensamos que era demasiado arriesgado.

      —Probablemente sensato —dijo Reacher, aunque no lo decía en serio. Se figuró que lo que Fisnik necesitaba era un puñetazo en la garganta, no respeto contractual. Quizás seguido de estrellarle la cara contra la mesa, allá en la esquina del fondo. Pero por otro lado Reacher ni tenía setenta años ni estaba encorvado ni hambriento. Probablemente sensato.

      —A las seis en punto vamos a saber en qué situación nos encontramos —dijo la señora Shevick.

      Evitaron el tema el resto de la tarde. Una suerte de acuerdo tácito. En lugar de eso intercambiaron biografías, teniendo la típica conversación amable. La señora Shevick había en efecto heredado la casa de sus padres, que la habían comprado mediante la GI Bill, la Ley del Soldado, sin haberla visto de antemano, envueltos en la loca fiebre de tierras de posguerra de la clase media. Ella había nacido un año después, como el césped que se veía en la foto, y había crecido allí, y después sus padres murieron y conoció a su marido, todo en el mismo año. Él era operador de máquinas industriales, muy cualificado, criado cerca de allí. Una ocupación esencial, por lo que no fue reclutado para ir a Vietnam. Tuvieron una hija en el primer año, al igual que los padres de ella, y la hija creció allí, la segunda generación en hacerlo. Le fue bien en el colegio, y consiguió un trabajo. No se casó nunca, ningún nieto, qué se le va hacer. Reacher notó que el tono de ellos cambiaba mientras la historia se iba acercando al presente. Se volvía más desolado, y ahogado, como si hubiera cosas que no podían decir.

      El reloj de su cabeza dio las cinco. Un kilómetro y medio él lo recorría en quince minutos, la mayor parte de las personas en veinte, pero al paso de Shevick iban a tardar cerca de una hora entera.

      —Es la hora —dijo—. Vámonos.

      CINCO


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