Encuentros íntimos. Kathryn RossЧитать онлайн книгу.
entraba en un jeep y desaparecía por el camino.
—¿Dónde va tu padre?
—A trabajar —contestó la niña—. Es que están naciendo los terneros y los corderitos.
Zoë miró alrededor. La cocina era preciosa, con los armarios de pino y los suelos de cerámica antigua.
—¿Qué os gustaría cenar? —preguntó, abriendo la nevera.
—Salchichas.
—¿Qué habéis comido hoy?
—Pizza y patatas fritas.
—Entonces, lo mejor será cenar un poco de verdura. Eso si la encuentro —murmuró Zoë.
—Está en el congelador —dijo la niña.
—Gracias. ¿Dónde está tu hermano?
—Fuera.
—¿Fuera? ¿Y qué hace fuera?
—No lo sé —contestó Alice encogiéndose de hombros.
Zoë abrió la puerta. Se había hecho de noche. Estaba oscuro, hacía frío y probablemente en aquella granja había un montón de peligros para un niño pequeño.
—¿Tu padre sabía que estaba fuera?
—No lo sé.
—¡Kyle! —lo llamó Zoë. No hubo respuesta, solo el mugido de alguna vaca en el establo—. ¡Kyle! —volvió a llamarlo, asustada. Podía ver la silueta del establo, el granero y otras pequeñas construcciones, pero ni rastro del niño—. ¿Seguro que está fuera?
—No lo sé —volvió a decir la niña.
Zoë salió al pasillo y abrió todas las puertas que se encontraba a su paso. Después, subió al piso de arriba, pero Kyle tampoco estaba en su habitación.
—¡Kyle, si no vienes ahora mismo, me voy a enfadar! —lo llamó, abriendo de nuevo la puerta que daba al jardín. Pero la única respuesta fue el extraño canto de un pájaro nocturno.
Callum miró a la oveja muerta. Habían luchado durante horas para salvarle la vida, pero no había sido posible. Un mal día, pensó observando a los dos corderitos que intentaban sin éxito mamar de su madre, ateridos de frío. Callum los tomó en brazos y los colocó bajo su chaqueta.
—Me voy a casa, Tom. No podemos hacer nada más.
—Una pena —murmuró el hombre.
—Volveré a primera hora —dijo Callum. Cuando subió al jeep, observó las luces de la casa, como un faro de bienvenida. Estaba cansado y hambriento. Y preocupado por los niños. No le gustaba dejarlos solos con Zoë Bernard. Sus referencias eran excelentes, su padre era un hombre honrado y ella parecía buena chica. Pero no la conocía de nada.
—¿Quieres que me quede? —preguntó Tom.
Callum miró a su empleado con agradecimiento.
—Ya has trabajado mucho. Vete a dormir, nos veremos por la mañana.
La casa estaba en silencio cuando entró. La cocina tenía un aspecto inmaculado, los platos limpios, todo colocado en su sitio. No había esperado que Zoë fuera tan organizada.
Callum dejó a los corderos en una cesta cerca de la estufa y después fue a lavarse las manos antes de subir a la habitación de los niños.
Alice estaba profundamente dormida, sujetando un oso de peluche. Kyle aún tenía la lámpara encendida y estaba de espaldas a la puerta.
—¿Kyle? —lo llamo. No hubo respuesta, pero Callum estaba seguro de que el niño estaba despierto—. ¿Kyle, te encuentras bien?
De nuevo, no hubo respuesta. Callum lo tapó con la manta y apagó la luz.
Cuando salió de la habitación, casi se chocó con Zoë que salía del cuarto de baño con el cesto de la ropa sucia en la mano.
—Qué susto. No te había oído entrar.
Callum le quitó la cesta de las manos y vio el uniforme de Kyle, cubierto de algo que parecía hollín.
—¿Los niños te han dado mucha guerra?
—No. Se han portado bien.
—Tienes algo en la cara —observó él.
—¿Yo? —murmuró Zoë, tocándose una mejilla.
Callum alargó la mano y le limpió una mancha de hollín.
El roce la turbó, sin que ella supiera por qué. Por un momento, sus ojos se encontraron. Callum estaba muy cerca, tanto que podía ver las pequeñas arruguitas que tenía alrededor de los ojos. Eran arruguitas de expresión, las líneas que demostraban que alguien ha vivido, ha reído, ha amado.
Su mirada se deslizó hasta la sensual curva de sus labios, absolutamente masculinos. Y sintió que se le hacía un nudo en el estómago.
—¿Qué has hecho? ¿Sacar carbón?
—¿Carbón? —repitió ella, indecisa.
Zoë recordó el miedo que había pasado al no encontrar a Kyle. Lo había buscado durante una hora y por fin lo había encontrado escondido en la carbonera.
El niño estaba tumbado en el suelo, manchado de hollín hasta las cejas y cuando le había pedido explicaciones, Kyle simplemente se había quedado mirándola, desafiante.
¿Había sido solo una cosa de niños o había algo más profundo en su extraño comportamiento?, se preguntaba Zoë. ¿Y cómo iba a contárselo a su padre?
—¿Zoë? —la voz de Callum hizo que volviera a mirarlo.
Quizá no sería buena idea contárselo, pensó. Quizá lo mejor sería hablar con el niño por la mañana.
—Es que he estado… limpiando un poco —dijo, pasando a su lado—. ¿Quieres que te prepare algo de cena?
—No, gracias. Me haré un bocadillo —contestó él, siguiéndola hasta la cocina y dejando la cesta en el suelo—. Siento mucho haber tenido que marcharme con tanta prisa.
—No pasa nada. Alice me dijo que estaban naciendo los corderitos… —empezó a decir Zoë, mientras metía la ropa en la lavadora. En ese momento, uno de los corderitos que Callum había llevado la rozó con el hocico y ella lo miró, sorprendida—. ¿Qué es esto? ¿Te has traído trabajo a casa?
—Me temo que hemos tenido un mal día. Su madre ha muerto —contestó él, sacando unos biberones del armario—. Tendremos que alimentarlos nosotros. ¿Has cenado algo?
—Sí. Cené con los niños —contestó ella—. ¿Quieres que caliente la leche mientras tú te preparas un bocadillo?
—Gracias.
Zoë metió un jarro de leche en el microondas y después la echó en los biberones.
—¿Por qué has buscado una niñera en Londres? ¿No podías hacerlo en Kendal? Está mucho más cerca.
Callum se quedó paralizado durante unos segundos. ¿Sospecharía algo?, se preguntó.
—Un amigo me recomendó tu agencia.
Zoë se sentó y colocó uno de los corderitos sobre sus rodillas. El animal se movía, inquieto, y no quería tomar el biberón.
—Espera —dijo él, enseñándola a sujetar al animal. En cuanto el corderito probó la leche, se agarró a la tetina y chupó con ansiedad.
Callum tomó al otro y le dio un biberón con la habilidad adquirida tras años de experiencia.
—Ya veo que estás muy acostumbrado —sonrió Zoë.
—Cada año tenemos que cuidar de un par de ellos —suspiró el hombre—. Gracias por limpiar la cocina, por cierto.