El camino del Lobo. Jordan BelfortЧитать онлайн книгу.
Resulta tentador dedicar este libro a la persona que cambió mi vida y no dejó nunca de creer en mí: mi pareja, Anne. Sin embargo, ella me pidió que se lo dedicara a las personas del mundo entero que han asistido a mis seminarios, visto mis videos y estudiado la línea recta o que me han escrito para pedirme consejo, y sobre todo a las que me han escrito para darme las gracias o que se han tomado la molestia de decírmelo. Tengo que reconocer que debo principalmente mi fama a mi retorcido pasado; ésa es sólo una reducida parte de él, y no la que me enorgullece o por la que quisiera ser recordado. A quienes me escribieron para decirme que les he dado la esperanza de una segunda oportunidad, que gracias a que me recuperé de un gran fracaso creen que ellos podrán superar también cualquier situación en la que se encuentren, les dedico este libro; a la infinidad de personas que me han escrito para decirme que el sistema de línea recta cambió su vida, su nivel de éxito y sus negocios de manera exponencial les dedico este libro. La creación del sistema de línea recta cambió mi vida para siempre; las series de habilidades que incorpora me permitieron reinventar mi existencia en una manera que ni siquiera yo creí posible. Espero que esta obra permita a muchos más individuos tener acceso a los dones que no cesa de brindar; el sistema de línea recta es realmente para todos. El mayor don que yo he recibido hasta la fecha es Anne, mi amor; espero que esta obra conceda también a todos los que la lean el deseo de ver cumplidos sus sueños personales.
PRÓLOGO
EL NACIMIENTO DE UN SISTEMA DE VENTAS
Lo que dicen de mí es cierto. Soy uno de esos vendedores natos capaces de vender hielo a un esquimal, petróleo a un árabe, carne de puerco a un rabino o cualquier otra cosa que se te ocurra.
Pero ¿a quién le importa eso?
A menos que quieras contratarme para que venda uno de tus productos, mi aptitud para cerrar una venta es básicamente irrelevante para ti.
Como sea, ése es mi don: la aptitud para vender cualquier cosa a cualquier persona, en grandes cantidades. Y aunque ignoro si este don procede de Dios o de la naturaleza, lo que sí puedo decir —con absoluta seguridad, de hecho— es que no soy la única persona que nació con él.
Unas cuantas más son en cierto modo como yo.
El motivo de que sean sólo en cierto modo como yo tiene que ver con otro precioso don que poseo, infinitamente más raro y valioso y que ofrece un inmenso beneficio a todos, tú incluido.
¿Cuál es ese magnífico don?
El talento para tomar a personas de todo tipo, sin consideración de su edad, raza, credo, color, estrato socioeconómico, categoría educativa o nivel de aptitud natural para las ventas, y convertirlas casi al instante en vendedoras de clase mundial.
Ésta es una afirmación atrevida, lo sé, pero permíteme expresarla de otra manera: si yo fuera un superhéroe, capacitar a vendedores sería mi superpoder, y no hay alma en el planeta que lo haga mejor que yo.
Eso sonó espantoso, ¿no es cierto?
Imagino lo que piensas justo ahora:
“¡Qué engreído es este tipo, qué pretencioso, qué pagado de sí mismo! ¡Echémoslo a los lobos!
”¡Un momento! Él ya es un lobo, ¿verdad?”
Lo fui alguna vez, pero creo que es tiempo de que me presente formalmente.
Soy el Lobo de Wall Street. ¿Me recuerdas? El que Leonardo DiCaprio interpretó en la pantalla grande, el que tomó a miles de jóvenes que apenas podían caminar y mascar chicle de manera simultánea y los convirtió en vendedores de clase mundial mediante un sistema de capacitación aparentemente mágico llamado línea recta. El que torturó a todos esos aterrados neozelandeses al final de la película porque no podían venderle una pluma como debía ser. Seguro que me recuerdas.
Después del Lunes Negro, asumí el control de la pequeña e irrelevante casa de bolsa Stratton Oakmont, que mudé a Long Island en busca de fortuna, y fue ahí, en la primavera de 1988, donde descifré el código de la influencia humana y desarrollé ese sistema de capacitación de vendedores aparentemente mágico.
Su nombre era sistema de línea recta —o línea recta, para abreviar—, un método que resultó tan efectivo y fácil de aprender que a unos días de haberlo inventado ya producía abundante riqueza y éxito a cualquier persona a la que yo se lo enseñara. En consecuencia, miles de jóvenes, tanto hombres como mujeres, empezaron a volcarse a la sala de juntas de Stratton para aprovechar la oportunidad de la línea recta y reclamar su derecho al sueño americano.
La mayoría de ellos eran, en el mejor de los casos, gente decididamente promedio, en esencia la triste y olvidada progenie de las familias obreras estadunidenses. Eran chicos a los que sus padres no les habían dicho nunca que tenían facultades para la grandeza; cualquier grandeza que hayan poseído en forma natural había sido literalmente borrada de ellos a fuerza de condicionamiento desde el día que nacieron. Para cuando llegaron a mi sala de juntas, trataban solamente de sobrevivir, no de prosperar.
Pero en un mundo poslínea recta, todo eso carecía de importancia. Cosas como la educación, el intelecto y la aptitud natural para las ventas se habían vuelto ya meras trivialidades que podían superarse con facilidad. Era suficiente con que una persona se presentara en mi puerta y prometiera trabajar al máximo para que yo le enseñara el sistema de línea recta y la hiciera rica.
Sin embargo, todo ese éxito precoz tenía también un lado oscuro. El sistema demostró ser casi demasiado efectivo; creó millonarios de nuevo cuño a un ritmo tan frenético que ellos terminaron por librarse de las clásicas luchas por la vida que atraviesa la mayoría de los jóvenes y que les sirven para forjar su carácter. El resultado fue un éxito sin respeto, una riqueza sin límite y un poder sin responsabilidad y las cosas se salieron de control en un parpadeo.
Del mismo modo que una tormenta tropical de apariencia inofensiva utiliza las cálidas aguas del Atlántico para crecer, afianzarse, fortalecerse y mutar hasta alcanzar un punto tal de masa crítica que destruye todo a su paso, el sistema de línea recta siguió una misteriosa trayectoria similar que también destruyó todo a su paso, yo incluido.
Cuando eso acabó, en efecto, yo lo había perdido todo: mi dinero, mi orgullo, mi dignidad, mi respeto por mí mismo, a mis hijos —por un tiempo— y mi libertad.
No obstante, lo peor fue que sabía que la culpa era mía: había tomado un don de Dios y abusado de él; había tomado un descubrimiento asombroso y lo envilecí.
El sistema de línea recta era capaz de cambiar la vida de la gente en forma drástica: emparejaba el campo de juego para todos los que no habían alcanzado la grandeza a causa de su nulidad para comunicar con eficacia sus pensamientos e ideas de tal modo que los demás los comprendieran y se sintieran impulsados a actuar.
¿Y qué hice con él?
Además de romper gran número de récords en el consumo de peligrosas drogas recreativas, usé mi descubrimiento del sistema de capacitación de ventas más efectivo del mundo para cumplir todas mis fantasías adolescentes al tiempo que potenciaba a miles de personas más para que hicieran lo mismo.
De manera que sí, me merecía lo que obtuve: terminar hecho polvo.
Pero la historia no termina ahí, desde luego; ¿cómo podía hacerlo? ¿Cómo era posible que un sistema que había creado tanta riqueza y éxito para quienquiera que lo aprendía desapareciese sin más ni más en la oscuridad?
No podía hacerlo. Y no lo hizo, por supuesto.
Todo comenzó con los miles de exStrattonitas que, luego de abandonar la empresa, propagaron el sistema y llevaron a una docena de industrias una versión diluida de él. Sí, dondequiera que fueron y por diluida que fuese su versión, bastaba con enseñar siquiera una fracción del sistema de línea recta para convertir a un empeñoso vendedor en un productor sólido.
Entonces