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El camino del Lobo. Jordan BelfortЧитать онлайн книгу.

El camino del Lobo - Jordan Belfort


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sostuve en la sala de juntas original de Stratton. En aquellos días sólo doce agentes trabajaban conmigo y en ese momento particular —justo las siete y cuarto de esa noche de martes— estaban sentados frente a mí y exhibían expresiones de confusión y escepticismo que yo acabaría por conocer muy bien.

      Resulta que precisamente cuatro semanas antes yo había tropezado con un nicho sin explotar del mercado bursátil al por menor, la venta de acciones de cinco dólares al uno por ciento más rico de los estadunidenses. Por cualquier razón, nadie en Wall Street había intentado eso nunca y cuando probé la idea los resultados fueron tan increíbles que decidí reinventar por completo la compañía.

      Stratton vendía entonces acciones de poco valor a pequeñas empresas promedio de propiedad familiar, y habíamos tenido mucho éxito desde que nuestra casa de bolsa inició sus operaciones. De hecho, a fines del tercer mes un agente —o Strattonita, como les gustaba a nuestros empleados llamarse a sí mismos— ya ganaba en promedio más de doce mil dólares en comisiones al mes, y uno de ellos percibía más del triple de esa cantidad.

      Ese agente no era otro que Danny Porush, mi futuro socio comanditario, inmortalizado en la pantalla grande por Jonah Hill, quien lo interpretó en una versión muy libre en la película El lobo de Wall Street, como un sujeto menos gordo y más dientudo de lo que es.

      Como sea, Danny fue la primera persona a la que le enseñé a vender acciones de poco valor y la suerte quiso que resultara ser un vendedor nato, igual que yo. En ese tiempo ambos trabajábamos en Investor Center, pequeña sociedad especializada en acciones de esa clase, y Danny era mi asistente. Cuando me marché para montar Stratton, lo llevé conmigo y había sido desde entonces mi brazo derecho.

      En realidad fue Danny quien emitió la primera gran boleta de compra de un inversionista rico, el quinto día de prueba. Su comisión por esa operación fue de setenta y dos mil dólares, suma tan inconcebiblemente elevada que si yo no la hubiera visto no lo habría creído. Para darte un punto de referencia, era más de cien veces mayor que la comisión promedio por una operación con acciones de poco valor. Esto cambió por completo las reglas del juego para nosotros.

      Nunca olvidaré la expresión en el rostro de Danny cuando entró a mi oficina con esa ventajosa boleta de compra en la mano, y tampoco que momentos después, una vez que recobré la compostura, al voltear a la sala de juntas vi desplegarse ante mis ojos mi futuro entero. Supe en ese instante que ése sería el último día que Stratton vendería acciones de poco valor. Con la inmensa potencia financiera que un inversionista rico podía aportar, no tenía ningún sentido que volviéramos a hacer llamadas en frío a pequeñas empresas. Así de fácil.

      Lo único que restaba hacer era enseñar a los Strattonitas a cerrar ventas con ricos; lo demás, como dicen, sería historia.

      Aunque también afirman que es más sencillo decirlo que hacerlo.

      Al final, capacitar a un grupo de papanatas recién salidos de la adolescencia para que estuvieran a la altura de los inversionistas más adinerados de Estados Unidos fue mucho más desafiante de lo que yo había previsto. De hecho, resultó imposible.

      Tras cuatro semanas de llamadas en frío, los Strattonitas no habían realizado ni una venta. ¡Ni una sola! Peor aún, como el cambio había sido idea mía, me hacían personalmente responsable de su deplorable estado de ese momento. En esencia, habían pasado de ganar doce mil dólares al mes a no obtener ninguno y a mí ya se me habían acabado las ideas de cómo capacitarlos, y ten por cierto que lo intenté todo.

      Después de fracasar miserablemente con mi propio sistema, leí de cabo a rabo infinidad de libros de ventas, escuché cintas, asistí a seminarios locales y hasta volé al otro extremo del país, a Los Ángeles, California, para asistir a un seminario de ventas de tres días de duración que supuestamente reuniría bajo el mismo techo a los instructores de ventas más grandes del mundo.

      Pero de ahí salí también con las manos vacías.

      Pese a lo alarmante de la circunstancia, luego de un mes íntegro de recopilación de inteligencia llegué a la valiosa conclusión de que mi sistema de capacitación era mucho más avanzado que cualquier otro y que si no daba resultado, yo no tenía adónde ir. Comenzaba a pensar que quizá lograr que funcionara era sencillamente imposible.

      A lo mejor los Strattonitas eran mentalmente incapaces de cerrar ventas con ricos; eran demasiado jóvenes e iletrados para que éstos los tomaran en serio. ¿Cómo explicar si no el enorme éxito que Danny y yo aún teníamos conforme persistíamos en llamar a nuestras pistas de ventas? Mi índice personal de cierre de ventas había aumentado ya a más de cincuenta por ciento y el de Danny rondaba el treinta y cinco.

      ¿Cómo era posible que todos llamáramos a las mismas pistas, usáramos el mismo libreto y ofreciéramos las mismas acciones pero obtuviéramos resultados tan diferentes? Esto bastaba para enloquecer a cualquiera o, peor todavía, para hacerlo saltar del barco.

      Al final de la cuarta semana, los Strattonitas prácticamente se habían rendido. Estaban impacientes por regresar al mundo de las acciones de poco valor y se hallaban al borde de la rebelión.

      Así que ahí me tienes, al frente de la sala, en desesperada búsqueda de algo que nos permitiera avanzar. No obstante, estaba a punto de hacer el descubrimiento que necesitaba.

      Al mirarme ahora en ese trance, de pie ante los agentes mientras intentaba explicarles que todas las ventas son iguales, jamás habría sospechado que estaba a un paso de inventar el sistema de capacitación de ventas más efectivo del mundo.

      Cuando dije que todas las ventas son iguales, lo que quise decir esa noche y que resultó ser una de las ideas más profundas que he tenido fue que a pesar de todas las diferencias ya mencionadas —en necesidades, objeciones, valores y puntos débiles individuales—; a pesar de todas esas patrañas, son siempre tres los elementos clave que deben alinearse en la mente de un prospecto para que sea posible cerrar una venta con él.

      Permítaseme repetirlo: la razón de que todas las ventas sean iguales es que, pese a todas y cada una de esas patrañas, son siempre tres los elementos clave que deben alinearse en la mente de un prospecto para que sea posible cerrar una venta con él.

      Más allá de qué vendas o cómo lo hagas, cuánto cueste o cuánto dinero tenga el prospecto y si es tangible o intangible o lo vendes por teléfono o en persona, si en un instante puedes crear en la mente de un prospecto esos tres elementos cruciales, es muy probable que cierres la venta; si, a la inversa, falta apenas uno de ellos, es casi improbable que lo consigas.

      LOS TRES DIECES

      Estos tres elementos básicos se llaman los tres dieces, en el contexto del estado de seguridad de un prospecto en una escala del uno al diez en un momento dado.

      Por ejemplo, si en determinado momento el prospecto está en el “diez” de la escala de seguridad, eso significa que en ese instante se halla en un estado de seguridad absoluta. A la inversa, si está en el “uno” se encuentra en un estado de inseguridad absoluta.

      Cuando se habla de seguridad en ventas, lo primero en que pensamos es en la seguridad acerca del producto que se vende. En otras palabras, para que exista la posibilidad de que un prospecto compre un producto, antes tiene que estar absolutamente seguro de que éste tiene sentido para él, porque satisfará sus necesidades, eliminará toda debilidad que él pueda tener, desquitará lo que cuesta, etcétera.

      Así, el primero de los tres dieces es tu producto.

      LOS TRES DIECES

      1. El producto, idea o concepto

      2.

      3.

      En esencia, el prospecto debe estar absolutamente seguro de que tu producto le fascina o, como nos gusta decir en el sistema de línea recta, ¡debe estar convencido de que es lo mejor desde


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