El camino del Lobo. Jordan BelfortЧитать онлайн книгу.
detrás de viejos escritorios de madera, dispuestos al modo de un salón de clases, y sobre cada uno de ellos se alzaba un modesto teléfono negro, un monitor de computadora de color gris y una pila con un centenar de tarjetas de tres por cinco pulgadas que yo había comprado en Dun & Bradstreet a 22 centavos de dólar la pieza. Cada una de esas tarjetas contenía el nombre y número telefónico de un inversionista rico, junto con la denominación de la compañía de la que era dueño y el dato de sus ingresos anuales del año anterior.
Para Danny y para mí, esas D&Bs, como les decíamos, valían oro, ya que cada doscientas tarjetas rendían diez pistas calificadas, de las que nosotros obteníamos entre dos o tres cuentas nuevas. Y pese a que estas cifras podrían no parecer muy impresionantes, un agente que hiciera tal cosa durante tres meses seguidos estaba en condiciones de ganar más de dos millones de dólares al año; y si lo hacía durante un año, podía ganar más del triple de esa suma.
Por desgracia, los resultados de los Strattonitas distaban mucho de ser impresionantes. De hecho, habían sido sencillamente espantosos. De cada doscientos candidatos a los que les llamaban, obtenían en promedio cinco pistas apenas, con las que cerraban un promedio de… cero ventas.
Invariablemente.
—Así que pónganse cómodos —continué—, porque no saldremos de aquí hasta que resolvamos esto. Comencemos por ser brutalmente honestos: quiero que me digan por qué les cuesta tanto trabajo cerrar ventas con los ricos, porque la verdad no entiendo —me alcé de hombros—. ¡Yo sí lo hago! ¡Danny lo hace! Y sé que ustedes pueden hacerlo también —les dirigí un remedo de una sonrisa de compasión—. Es como si tuvieran un bloqueo mental que se los impide y ya es hora de destruirlo. De modo que, para comenzar, díganme por qué esto les resulta tan difícil; en verdad quiero saberlo.
Transcurrieron unos momentos mientras yo permanecía al frente de la sala y detectaba huecos entre los Strattonitas, quienes parecían encogerse literalmente en sus asientos bajo el peso de mi mirada. Formaban un grupo de lo más variado, eso es innegable; era un milagro que cualquiera de esos payasos hubiese aprobado siquiera el examen que lo acreditaba como agente de bolsa.
Por fin uno de ellos rompió el silencio:
—¡Nos ponen demasiadas objeciones! —gimoteó—. A mí me llueven por todas partes. ¡Ni siquiera me dan tiempo de rebatirlas!
—¡Tampoco a mí! —agregó otro—. Son miles de objeciones y ni siquiera puedo empezar a resolverlas. ¡Es mucho más difícil que con las acciones de bajo precio!
—¡Exacto! —añadió un tercero—. A mí me acribillan con objeciones —lanzó un profundo suspiro—. ¡Yo también voto por las acciones de bajo precio!
—Lo mismo me pasa a mí —agregó uno más—. Son las objeciones; simplemente no paran.
El resto de los Strattonitas inclinaron la cabeza para indicar su acuerdo mientras farfullaban sentimientos colectivos de reprobación.
Sin embargo, yo no me dejé amedrentar. Con excepción de aquella referencia al “voto” —¡como si ésta fuera una maldita democracia!—, ya había oído todo eso en ocasiones anteriores.
De hecho, desde el día que hicimos el cambio los agentes se habían quejado del mayor número de objeciones y de lo difícil que era refutarlas. Y aunque había cierto grado de verdad en eso, no era ni con mucho tan difícil como ellos lo hacían parecer. ¿Hay miles de objeciones? ¡Vaya!, ¡qué gran novedad!
Por un momento pensé actuar de inmediato contra el alborotador que había mencionado la palabra que empieza con V, pero decidí no hacerlo.
Era hora de desenmascarar de una vez por todas las sandeces de estos muchachos.
—¡Basta! —dije, con un dejo de sarcasmo—. Ya que están tan seguros de que hay miles de objeciones, enlistemos en este momento cada una de ellas —me volví hacia el pizarrón blanco, tomé un marcador con tinta negra de la repisa de la base y lo dirigí al centro del tablero—. ¡Adelante! —continué—. Díganmelas todas y yo les recitaré después la totalidad de las respuestas, una por una, para que vean lo fácil que es esto. ¡Vamos, comiencen! —se revolvieron incómodamente en sus asientos; lucían asustados, como una familia de ciervos sorprendidos bajo los faros de un coche, aunque para nada tan hermosos—. ¡Vamos! —insistí—; hablen ahora o callen para siempre.
—“¡Me gustaría pensarlo!” —gritó por fin uno de ellos.
—¡Bien! —contesté y escribí la objeción en el tablero—. Lo quiere pensar; muy buen comienzo, sigan.
—¡Quiere que le vuelvas a llamar después! —exclamó otro.
—De acuerdo —respondí y escribí también esa objeción—. Quiere que le vuelvas a llamar. ¿Qué más?
—“¡Envíeme más información!”
—Ésa es buena —comenté y la anoté—. Sigan; si nos lo tomamos con calma, podemos aspirar a reunir mil objeciones, así que ya nada más nos faltan novecientas noventa y siete —les lancé una sonrisa sarcástica—. ¡Por supuesto que podemos lograrlo!
—“¡Es una mala época del año!” —gritó alguien.
—Bien —repliqué—. Continúen.
—“¡Tengo que hablarlo con mi esposa!” —vociferó otro.
—¡O con su socio! —gritó uno más.
—Excelente —dije muy tranquilo y escribí ambas objeciones—. Hemos conseguido un gran avance; ya sólo nos faltan novecientas noventa y cuatro. Sigan.
—“¡No tengo liquidez en este momento!” —exclamó un agente.
—¡Ésa es buena! —dije rápidamente y la garabateé en el pizarrón—, aunque deben admitir que es muy esporádica desde que empezamos a llamarles a los ricos. Bueno, continuemos; ya sólo nos faltan novecientas noventa y tres.
—“¡Sólo trato con mi agente!” —gritó otro.
—“¡Nunca he oído hablar de su compañía!” —bramó uno más.
—“¡Ya me han estafado en otras ocasiones!”
—“¡No me agrada el mercado por ahora!”
—“¡Estoy muy ocupado!”
—“¡No confío en usted!”
—“¡No tomo decisiones apresuradas!”
Y así prosiguieron por un rato, sin dejar de mencionar una objeción tras otra mientras yo las escribía con letra cada vez más ilegible. Cuando acabaron, yo había cubierto ya todo pizarrón con los argumentos que se les ocurrieron… que al final resultaron ser nada más catorce.
De acuerdo; eran únicamente catorce objeciones, y la mitad de ellas variantes de dos: primera, que era una mala época del año, como periodo para presentar la declaración de impuestos, el verano, el regreso a clases, la temporada navideña, la hora de la cerveza Miller o el Día de la Marmota, y segunda, que debían hablar con otra persona, como su cónyuge, su abogado, su socio, su contador, su agente, su adivino o su Hada de los Dientes.
¡Cuánta basura!, pensé.
En las cuatro últimas semanas los Strattonitas habían insistido en que era imposible lidiar con esos “miles de objeciones”, hasta el punto de que, en mi momento más oscuro, casi me convencieron de que tenían razón, que eran demasiadas objeciones para que el vendedor promedio las manejara y que el éxito que Danny y yo teníamos era un ejemplo más de la diferencia entre los vendedores natos y los demás. ¡Pero todo esto no era más que basura!
De repente sentí que empezaba a exasperarme.
En retrospectiva, antes siquiera de que yo inventara el sistema de línea recta, siempre supe que