Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez AguilarЧитать онлайн книгу.
dejar de verlas. Tampoco podía dejar de escuchar mi voz. Permanecía en mi cabeza durante mucho tiempo, mi voz de profesora, como si fuera una película, como si estuviera viendo a una actriz. Una actriz que interpreta el papel de una profesora entregada y feliz.
Firmé un Change.org pidiendo la liberación de una chica encarcelada por hacer chistes sobre Carrero Blanco.
A Gustavo le encantaba explicarme todos los trucos del guión. Tenía que haber una secuencia de explosiones siempre antes del minuto diez. A todo el mundo le gusta ver cómo el mundo se va a la mierda. Es una manera de engancharnos. Así ha de ser el principio. Un pequeño aviso, un apocalipsis de bolsillo para que el espectador tenga su ración de destrucción, para que el gran apocalipsis pueda exorcizarse, a través de los protagonistas, que no pueden morir, salvo si es en noble sacrificio, nunca por accidente. Nos tapábamos con una manta, en invierno, nos dormíamos entre anuncios y explosiones, en el agradable sopor resacoso del domingo.
Entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Las Agencias de Calificación cayeron sobre Europa: España, Italia, Grecia, Irlanda. Presas fáciles, los miembros débiles de la manada del Euro. Veíamos las calles de Grecia convertidas en campos de batalla. Las brigadas rojas y negras lanzando piedras a los antidisturbios. Los cócteles molotov, los pasamontañas, los cascos de moto, los escudos fabricados con cubos de basura.
Yo veía todo eso y le hablaba a Gustavo de Génova, de Berlín, de Barcelona. Le decía que yo había estado allí. No sé si lo decía con orgullo o con vergüenza. Tenía vergüenza de haber estado, de cómo era yo entonces, hace veinte, veinticinco años. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no estar con ellos, en las calles.
Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. El verbo “aburguesarse” solamente se usa ya con ironía. Suponía que habría amigos míos en Grecia. Amigos que ya no recordaba, a los que no quería recordar. No le hablaba a Gustavo de todo eso. Le decía “era joven”, le decía “odiaba el Sistema”, le decía “era una idiota rabiosa y egoísta”. Gustavo me miraba y se reía. Me daba un beso en la mejilla, como si entendiera mi vergüenza. Pero veía las barricadas en llamas y algo en mi estómago ardía también, y me levantaba, y me llevaba los restos de la cena a la cocina, y fregaba los platos con rabia, con gestos rápidos, violentos, inadecuados.
Escucho el ruido de un helicóptero. Abro la ventana, saco la cabeza, la muevo buscando el origen del sonido inconfundible de las aspas. Es la música del peligro, del acontecimiento. Aparece de golpe por encima de mi edificio, en dirección a las Torres. Se escuchan sirenas. Compongo con todos esos elementos un relato de guerra, de urgencia. Siento que es una llamada a filas. Nunca he estado en una guerra. Nunca he combatido, más allá de la lucha callejera, de las piedras y el cóctel molotov, y de eso hace demasiado. Pero siento esa llamada. Dejo la ventana. Cojo el mando de la tele, paso por todas las cadenas: concursos, deportes, series, películas, anuncios. Espero encontrar en la tele el sentido de lo que estoy viendo por la ventana. Solo si los helicópteros y las sirenas y las Torres y los policías aparecen ahí dentro, unidos por la voz de un presentador, tendrán significado esos elementos. Pero no hay nada, y cada uno de ellos se desvanece en la insignificancia: un helicóptero de tráfico, una sirena con un infarto camino del hospital, las Torres intactas, emitiendo su zumbido de vidrio, sosteniendo qué.
Busco en internet, en diarios digitales. Pienso en censura. Eliminar la posibilidad de una revolución escamoteando la imagen, borrándola de la imaginación. Entro en Facebook. En Twitter. Nadie dice nada. No hay alarma, ni sospecha. Solo el ruido de siempre, las noticias virales. Los memes. Todo está en silencio. Mi televisor. Mi casa. Está en silencio la calle. La imagino llena de antorchas, de multitudes camino de las Torres. Barricadas. Imagino el sonido del fuego de las Torres ardiendo, una luz que iluminaría todas las ventanas, la ciudad entera, como un poema definitivo y sagrado. El ruido de las aspas sigue rodeando todo este silencio, todos estos apartamentos abrazados a sí mismos, con las ventanas cerradas, tapadas con cortinas, con persianas.
8
Contemplo “el otro lado”, es decir, la tierra, los edificios iluminados tras ese pedazo de mar. He venido aquí a pensar. Eso me he dicho, creo, cuando estaba en mi habitación, mirando hacia esta última playa, este último trozo de tierra antes del estrecho de mar donde termina La Manga. He caminado desde el hotel hasta aquí, convenciéndome que este era sin duda el lugar ideal para pensar, para aclarar ideas. Así es El Proceso, o así debería serlo. Siete días para reuniones, exámenes físicos y psíquicos y siete días para pensar, recapacitar, no sé, todos esos verbos en los que nunca he creído, que siempre que he escuchado saliendo de la boca de otras personas me han parecido teatrales, parte de una comedia en la que la gente considera su vida como un tablero de ajedrez donde, antes de cada movimiento, hay que considerar todas las cadenas de posibles resultados que puede arrojar. Nadie piensa nunca nada. Las cosas se hacen, son hechas. Las cosas nos hacen. Lo que quiero decir es que desde mi balcón he visto este punto, que tiene algo magnético, simbólico, y he decidido que tenía que estar aquí, que este era el lugar donde quería estar, donde podría reflexionar sobre El Proceso, sobre mi vida. Pero, en realidad, lo que estaba eligiendo, lo que estaba decidiendo, por debajo de esa imagen patética y convencional que me entregué a mí mismo hace un rato, era dónde iba a fumarme un porro; qué lugar, de los que tenía a mano, era el más apropiado para fumar algo de la enorme cantidad de marihuana que he traído (marihuana antigua, cogollos, y no esas pastillas de farmacia post-legalización) y que excede muy generosamente una previsión de siete días. Y lo que estaba eligiendo desde mi balcón era un escenario en el que sabía que estaría yo, y que estaría ese paisaje, y el mar, y todo el rollo simbólico de una tierra que termina en el mar y que luego reaparece un poco más allá, donde hay vida, donde hay luces. Y, en realidad, lo que quería era estar aquí, pero colocado, es decir, anulando esa distancia desde la que todo el tiempo me veo y me juzgo como un personaje lamentable y predecible, resultado de un montón de ficciones fílmicas o literarias. Lo que estaba viendo desde arriba, desde mi balcón, eran las posibilidades de grandeza, de mística, de falsa trascendencia con que la marihuana, gracias a Dios, suele recubrir mis neuronas en momentos como este, en espacios como este. Quiero decir, que necesitaba estar dos veces. Una vez físicamente, con los pies en esta orilla. Y otra vez fumado, para estar realmente aquí, y no viéndome estar aquí.
Visto desde aquí abajo, el hotel se muestra mucho más decrépito de lo que me había parecido cuando lo vi por primera vez desde el otro lado, el que da a la carretera. La pintura de esta fachada está más dañada, llena de grietas y desconchones. Quedan también algunas cintas amarillas con que la policía precintó el edificio después del terremoto. Bailan agitadas por el viento, parece que quieren hablar, que quieren significar algo. Hay algunos balcones sin barandilla ni balaustrada, sin protección alguna, solo una base al aire, como unas estupendas plataformas de suicidio. Si hubiera sentido del humor en esta empresa, nos habrían colocado en esas habitaciones cuyos balcones ofrecen continuamente la visión del abismo. Nos olvidaríamos de El Proceso, seguro. Podríamos vivir para siempre en esas habitaciones, desayunar a diario en esas plataformas hacia el vacío, dormir cada noche con la puerta del balcón abierta, viendo esos maravillosos y precarios trampolines.
Y hay gaviotas, que hablan el mismo lenguaje incomprensible y silencioso de las cintas amarillas, que también parecen sujetas por un hilo, como cometas voladas por niños invisibles, por fantasmas de niños que permanecen aquí, en un verano eterno y paralelo. En un mundo en el que podría haber estado yo, también, con Rosa, en unas vacaciones, con un par de hijos como ellos, con sombrillas y toallas y palas y cubos y castillos de arena con olor a crema solar.
Y hay viento, claro, y hay un mar encrespado de olas pequeñas y rabiosas, que chocan entre ellas, que no se ponen de acuerdo en el sentido de todo lo que está pasando, que parecen no entender tampoco el lenguaje del viento, de las cintas amarillas, de las gaviotas. Y está la tierra al otro lado de ese caos de crestas blancas y furiosas. Edificios pequeños y callados, como si pertenecieran a otro tiempo, a