Factbook. El libro de los hechos. Diego Sánchez AguilarЧитать онлайн книгу.
Y esas voces eran las que me hacían y me hacen encerrarme en la escafandra de la marihuana y la contemplación vacía. Y en el bajo de uno de los edificios hay un decrépito cartel de algo que debió de ser un bar, en el que todavía se puede leer SURFING y, para mí, surfing no significa lo que para la mayoría de la gente, porque también lo asocio con las drogas. No con su dimensión social, de la que he escrito antes, sino con la verdadera esencia autista, que era lo que de verdad me atraía de ellas. Y, sin duda, lo del surfing sería un perfecto ejemplo, si quiero que esto sirva para que quien lo lea pueda entenderme o saber cómo era yo antes. Mucho antes de que empezaran a pasar las cosas que me han traído aquí. Antes de la serie, antes de Factbook, antes de las visiones.
Sería en los noventa cuando inventé el surfing, que no es el deporte acuático, claro. Era el año 90 o 91, no me acuerdo, pero seguro fue mi primer año, cuando llegué a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual porque yo era un genio y todo el mundo sabía que yo iba a hacer grandes películas, porque en esa época todos los genios queríamos ser directores de cine, aunque odiábamos el cine español; y el cine español no existía y solamente existía Kubrick, y los hermanos Coen, y la nouvelle vague también, según con quién hablaras, y ese año tuve dos compañeros de piso que no eran amigos míos, porque los conocí a través de un anuncio que pusieron para buscar una tercera persona que completara el piso de tres dormitorios en el que ellos ya llevaban juntos bastante tiempo, y uno estudiaba Farmacia y el otro Económicas, y eran como dos o tres años mayores que yo, pero a mí me parecían treinta o cuarenta años más viejos, me recordaban a mi padre, a Ávila, y se pasaban todo el día estudiando, en sesiones maratonianas de estudio ordenado, con unas mesas impecables llenas de apuntes igualmente impecables sobre los que solo los colores transparentes y fosforescentes de sus subrayadores actuaban, destacando tres niveles de importancia, de jerarquía memorística. Y esos colores eran los mismos que usaban para el cuadrante con las tareas de limpieza, y las que me tocaban a mí estaban subrayadas de color rosa, el rosa era el color de Gustavo que los lunes tenía que limpiar el salón y los martes la cocina y los miércoles el baño. Y ese fue el año, decía, que inventé el surfing, que luego puse de moda entre algunos de mis compañeros de Comunicación Audiovisual, porque ese curso, esos nueve meses que compartí piso con el farmacéutico y el economista que no tenían camisetas estampadas con grupos de música, sino camisas limpias y planchadas o polos limpios y planchados, que combinaban con sus pantalones vaqueros Levi´s o Pepe´s y con sus zapatos náuticos o castellanos, ese año pasé mucho tiempo encerrado en mi habitación y creo que no ha habido año de mi vida que haya fumado más marihuana. Y lo del surfing lo descubrí o lo inventé por pura soledad o pura casualidad solitaria, y porque no soportaba la presencia ni las conversaciones de esos dos compañeros de piso que parecían mirarme siempre como si me conocieran perfectamente. Me miraban con simpatía y con sonrisas abiertas y decían frases en que falsa y condescendientemente me envidiaban por el carácter creativo de mis estudios, y se interesaban por mí, por mis proyectos, y yo me negaba a hablar con ellos. Y creo que yo entonces pensaba que me negaba a hablar con ellos porque “no me entenderían”, o porque “no merecía la pena hablarles de mis proyectos a quienes no han visto ninguna película de Antonioni”, y eran unas razones muy parecidas a las que usaba para no hablar con mis padres, con los que yo me mostraba disciplinadamente monosilábico; pero si no hablaba con aquellos compañeros de piso que tenían muy claro el objetivo para el que estudiaban, el sentido de todos aquellos datos que memorizaban en sus ordenadas sesiones (de cuatro a nueve, de once a dos), era porque yo sabía que no podía defender ninguno de mis proyectos. Y no me refiero solamente a proyectos concretos como un cortometraje, un guión, un videoclip, o cualquier otro de los trabajos que hacíamos en la Facultad. Lo que quiero decir es que, aunque yo pensaba que no los soportaba a ellos, su seguridad, su convencionalismo, etc., en realidad, lo que no soportaba, era a mí mismo. Y seguramente por aquella época ya tenía las visiones de la pistola y la sien. Porque yo creo que las pocas veces en que me vi obligado, por cortesía, a intentar explicar algún proyecto, o a explicar qué estaba haciendo en esa Facultad, en Madrid, en la vida en general, no podía soportar mis propias palabras. Con ellos no podía dejar frases a mitad, ni hacer el name droping que usaba para comunicarme con otras personas que, nada más empezar mi frase, o nada más escuchar el nombre de Godard, o el de Fellini, ya asentían, y sonreían, y empezaban ellos una frase que dejaban a medias porque yo había escuchado el nombre de Kurosawa o el de Truffaut, y yo asentía, y eso era todo. No, con ellos tenía que explicar todo desde el principio hasta el final, y ellos me miraban con atención, me escuchaban, porque eran buena gente a la que yo despreciaba con toda mi alma drogada y, ante ese silencio atento y sólido como un muro, yo sentía cómo mis palabras rebotaban, estúpidas y pretenciosas y, sobre todo, absurdas, infantiles, insustanciales, y creo que por eso los odiaba y los despreciaba y, por eso, cuando me encerraba en mi cuarto, aparecía fugazmente la imagen de una pistola en mi mano, levantándose hacia mi sien, y me hacía un porro, y me ponía en los auriculares un disco de Nirvana, por ejemplo, o de Soundgarden, y así fue como empezó lo del surfing, que básicamente consistía en que me encerraba en mi habitación y empezaba a fumar porros y a escuchar música hasta que entraba en ese estado de ánimo en el que yo ya no era yo, en el que las cosas ya no eran cosas. Y me pasaba toda la noche en mi habitación construyendo aquellas maquetas de ciudades, maquetas hechas de cartón y pegamento y pintura que reproducían calles de Madrid o calles de Manhattan, y casas sin techo dentro de las que había habitaciones en miniatura y personas en miniatura que me pasaba horas recortando y pintando y yo pensaba que eso era “trabajo” y por supuesto que no me sentía culpable por la cantidad de horas tiradas a la basura de esas maquetas, porque con ellas luego podía hacer vídeos, cortometrajes, fragmentos que grababa con mi cámara de vídeo y que luego montaba con la música que había estado escuchando mientras las hacía. Aunque el surfing no era exactamente eso; eso era solo el calentamiento, el instante previo, porque el verdadero surfing empezaba después, cuando me cansaba de las miniaturas, cuando, con los dedos completamente cubiertos de pegamento y los ojos enrojecidos y la cabeza vacía, abierta, me tumbaba en mi cama y me ponía una película y me hacía otro porro, y veía las imágenes de la película en otra dimensión, como si la acción se desarrollara en una de mis maquetas, como si cada escena fuera independiente de la anterior, cargada de un significado que solamente yo podía entender en su plenitud, hasta que miraba por la ventaba y veía que estaba amaneciendo, y entonces me hacía otro porro y salía a la calle y me metía en algún bar a tomarme un café y una tostada, y veía a todas esas personas que acababan de levantarse y se enfrentaban a un día de trabajo, de trabajo real, tedioso e irrevocable y, bueno, ahí empezaba realmente el surfing, cuando estaba ya fuera, en la calle, pero eran necesarias todas esas horas en mi habitación para alcanzar el estado de conciencia, o de inconsciencia, adecuado. Y entonces miraba las caras de cada una de las personas que estaban desayunando en el bar en el que me había metido, los miraba mucho tiempo, fijamente, y podía sentir a cada uno de ellos como seres únicos e imprescindibles; creo que solamente cuando hacía surfing podía llegar a sentir algo de amor, de comprensión por la gente, a la que, por otra parte, el resto del tiempo despreciaba o ignoraba a partes iguales. Y me tomaba mi café y salía a pasear, y me subía en autobuses al azar, y seguía mirando a la gente, y mis ojos no eran ya mis ojos, porque todas las imágenes que llegaban a mi cerebro lo hacían como si fueran las de una película, una obra maestra en la que se resumía el sentido de la vida y del tiempo y de la muerte, y me bajaba de los autobuses y buscaba algún parque y me hacía otro porro y me tomaba una cocacola y caminaba siguiendo las imágenes, dejándome llevar por las imágenes y por las olas de ebriedad y la falta de sueño, porque el verdadero surfing requería horas o días, podía estar así dos o tres días, sin saber qué hora era, durmiendo a lo mejor un par de horas en mi casa, o en un banco de un parque, de día, o de noche, hasta que llegaba ese punto mágico en el que sentía que me había convertido en un fantasma: ese punto en el que veía pasar a la gente y ya no sabía si iban o venían del trabajo, si estaban desayunando o cenando. Y, seguramente, cuando alguna vez expliqué el surfing, siempre a interlocutores lo suficientemente desconectados de la realidad como yo lo estaba, les hablaría en esa terminología poética y abstracta que tantas veces usaba y que también es un continuo foco de vergüenza. Y les diría, seguramente, que llegaba un punto en que entrabas, como un surfero, en