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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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que el general se equivoque con su predicción; me aterroriza que pueda estar en lo cierto.

      —Puede que lo peor aún esté por venir, pero la coalición de Hitler acabará desmoronándose —insistió el padre de Sara—. Los nazis pueden sembrar odio y violencia, pero no pueden gobernar.

      Natan frunció el ceño.

      —Para hacer mucho daño en poco tiempo no les hace falta ser líderes competentes, basta con el odio y la violencia.

      —Hijo, por favor —dijo su padre—. Vas a disgustar a tu madre.

      —¿Queréis dejar todos de preocuparos por si me llevo un disgusto? —exclamó la madre de Sara—. Pues claro que estoy disgustada. Tonta sería si no lo estuviera. —Miró firmemente a su marido—. Querido, no puedo estar de acuerdo contigo cuando dices que Hitler y sus nazis y estos tiempos tan horribles se acabarán esfumando como un mal sueño si nos limitamos a estar vigilantes y a ser pacientes. Creo que nos conviene ser realistas y prepararnos para lo peor. —Respiró hondo y se puso derecha—. Quizá deberíamos plantearnos la posibilidad de emigrar.

      —No quiero irme de Alemania —interrumpió Sara, pensando en la universidad y en su grupo de estudios, y en Dieter.

      —No será necesario —dijo su padre—. Los rabinos nos aseguran que si no nos metemos donde no nos llaman y demostramos que somos ciudadanos de pro, la crisis pasará.

      Su madre suspiró.

      —Vamos, que la discusión se acaba antes de empezar siquiera.

      —No tendréis que emigrar —dijo Wilhelm, cogiendo la mano de Amalie y mirándolos de uno en uno—. Haré todo lo que esté en mis manos para proteger a la familia. Ya lo sabéis.

      —Sé que tienes buena intención, Wilhelm, pero ¿qué te crees que puedes hacer? —preguntó Natan—. Puede que estar casada con un cristiano proteja a Amalie durante un tiempo, pero las niñas y ella siguen siendo judías, y…

      Sus últimas palabras se perdieron cuando el programa musical de la radio fue interrumpido para dar paso a un boletín informativo. Sara escuchó con inquietud creciente mientras el locutor anunciaba que se había declarado la nulidad de los delegados comunistas. Cuando abrió el nuevo Reichstag, no habían ocupado sus escaños.

      —¿Cómo puede un partido decir sin más que los miembros de un partido rival no han sido elegidos realmente? —preguntó Sara, perpleja—. Los votos se contaron y los resultados se publicaron. Todo el mundo sabe lo que pasó realmente.

      —Los nazis están al mando de la policía —dijo Natan, levantándose—. Tienen a los camisas pardas. Que Dios nos ayude si algún día toman el control de las fuerzas armadas. Y ahora me vais a tener que disculpar, pero he de ir a ver a unos comunistas importantes que conozco. Puede que contradigan ese informe.

      —Es demasiado peligroso salir ahora —protestó su madre—. Espérate a la mañana.

      Natan se detuvo a pocos pasos de la puerta y la miró con una sonrisa triste.

      —Mutti, sabes que tengo que hacer mi trabajo.

      Wilhelm se levantó.

      —Venga, te acompaño.

      —Te lo agradezco, pero la gente que quiero ver no me contará lo que necesito saber si me presento con un oficial de la Reichswehr.

      Wilhelm asintió con el ceño fruncido y se volvió a sentar. Amalie le agarró inmediatamente la mano como para retenerle a su lado.

      —Entonces iré yo —dijo Sara poniéndose en pie de un salto.

      —Lo siento, Sara, pero mutti jamás me perdonaría que te dejase acompañarme.

      —Desde luego que no —dijo su madre.

      Refunfuñando, también Sara volvió a desplomarse en su silla, intercambiando una fugaz mirada de conmiseración con Wilhelm. Lo único que podían hacer era esperar a tener noticias, mantener la calma y cruzar los dedos.

      Natan volvió dos horas más tarde, muy serio. A los delegados comunistas no solo se les había prohibido ocupar sus escaños en el Reichstag, sino que además se había ordenado su detención. Aquellos que la habían eludido habían huido del país o habían pasado a la clandestinidad.

      Capítulo once

      Marzo de 1933

      Mildred

      Desde el momento en que empezó aplicarse la mano dura contra los comunistas confesos y los sospechosos de serlo, Mildred temió por la seguridad de Arvid. Sus publicaciones y sus charlas convertían su interés académico por el Plan Quinquenal de la Unión Soviética en una cuestión de dominio público, y sus recientes viajes a aquel país y la fundación de ARPLAN eran pruebas añadidas contra él. Le ocurría con frecuencia que la gente suponía que era comunista hasta que la sacaba de su error, pero era poco probable que los nacionalsocialistas le fueran a conceder el beneficio de la duda.

      Cuando las detenciones y la violencia empezaron a propagarse como un reguero de pólvora por Berlín, Mildred convenció a Arvid para que abandonasen la ciudad inmediatamente después de votar. Fingiendo que habían tenido que irse a Jena por una emergencia familiar, alquilaron una habitación en una remota posada a las afueras de Berlín, donde podían estudiar, escribir y seguir las noticias del escrutinio protegidos por el anonimato.

      Les preocupaban los amigos y familiares que no tenían pelos en la lengua y no habían tomado las mismas precauciones que ellos. El primo de Arvid, Dietrich Bonhoeffer, seguía predicando contra el fascismo y publicando ensayos en los que criticaba a los nazis y a sus fanáticos seguidores. Su hermano Klaus, abogado, había cuestionado públicamente la legalidad de la negativa nazi a permitir a los delegados comunistas que ocupasen sus escaños en el Reichstag. Su padre, Karl Bonhoeffer, un destacado psiquiatra y neurólogo de la Universidad de Berlín, hablaba a menudo con sus colegas profesionales de la inquietante conducta de Adolf Hitler y de sus posibles síntomas de enfermedad mental. Los Harnack, los Bonhoeffer, los Dohnányi, los Delbrück…, el clan entero compartía la repugnancia por Hitler y los nazis. La única excepción era el marido de Inge, Gustav, cuya presencia en las reuniones familiares creaba un ambiente incómodo y enfurecía a su hijo Wolfgang con sus elogios, cada vez más apasionados, a los presuntos logros de los nacionalsocialistas. Mildred y Arvid pensaban que Gustav se libraría del acoso nazi y, seguramente, por extensión, Inge e incluso Wolfgang, pero muchos otros miembros de su extensa familia corrían peligro de ser detenidos.

      Al tercer día de las elecciones, preocupada por lo que su familia habría podido leer en Estados Unidos sobre la agitación alemana y por los comentarios indiscretos que pudieran hacer en cartas que no tardarían en llegar a su buzón desatendido, Mildred escribió a su madre para decirle que se habían ido de la ciudad por un tiempo.

      Nos hemos venido a las afueras de Berlín, a una pequeña posada en medio del bosque, donde todo está más tranquilo, escribió. Aquí nadie conoce nuestras extravagantes ideas. Estamos a salvo, muy bien y felices. ¿Quién va a fijarse en dos estudiantes que viven apartados de todo y se pasan el día pensando en el futuro del mundo? Conque no te preocupes en absoluto por nosotros. Y a continuación añadió un toque de prudencia: Lo mejor es que no llamemos la atención. Si alguien te pregunta por nosotros, di que el mundo no nos interesa desde un punto de vista político sino científico. No hace falta que digas más.

      Al haberse abolido el derecho a la intimidad de la correspondencia, Mildred no estaba segura de cuándo podría volver a escribir a su madre con la misma franqueza.

      Arvid y ella no podían quedarse en la posada por tiempo indefinido sin gastarse todos sus ahorros y quedarse sin trabajo, así que cuando el peligro inmediato remitió volvieron a casa, si bien con miedo a caer en una trampa. Sus temores cedieron conforme iban pasando los días y no detenían a Arvid en la oficina ni venían los SA a aporrear su puerta de madrugada. Muchos de los alumnos de Mildred estaban angustiados,


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