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Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer ChiaveriniЧитать онлайн книгу.

Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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mencionó que su madre quería emigrar, otros judíos del grupo asintieron con gesto sombrío, admitiendo que también ellos habían sopesado la posibilidad de abandonar el país. Pero ¿adónde iban a ir, y por qué tenían que marcharse? Eran alemanes. Habían nacido en Alemania, lo mismo que sus padres. El linaje alemán de algunos de ellos se remontaba a tiempos inmemoriales. Los políticos iban y venían y, en estos momentos, Hitler estaba subiendo, pero con el tiempo caería en desgracia. Además, si todos los adversarios de Hitler huían, ¿quién iba a quedarse a defender el país que tanto amaban?

      Una tarde, dos semanas después de las elecciones, Mildred volvió a casa después de dar clase en el Berlin abendgymnasium y se encontró a Arvid sentado en el mirador, mirando por la ventana. Vio que había colgado el abrigo en su sitio de siempre, junto a la puerta, pero se había olvidado de quitarse el sombrero.

      —¿Cariño? —dijo angustiada mientras echaba el cerrojo por dentro—. ¿Pasa algo?

      Arvid apartó la mirada de la ventana, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

      —He tenido noticias de Rowohlt.

      —¿Tus editores? —Mildred colgó su abrigo al lado del de Arvid y fue hacia el mirador. Se sentó en el reposabrazos de su silla, le quitó el sombrero con ternura y le atusó el cabello—. ¿Y qué querían?

      —Van a cancelar mi libro.

      —¡Pero si sale el mes que viene!

      —Dicen que no les queda más remedio. —Le cogió la mano—. Ya nadie se atreve a publicar un libro sobre el comunismo o la Unión Soviética. Es demasiado controvertido, demasiado peligroso. Temen que podrían encarcelar a toda la plantilla de la editorial.

      —¡Ay, Arvid! ¡Cuánto lo siento!

      —Ya han destruido las planchas.—Hablaba con un tono apagado, fruto del agotamiento y la resignación—. Me permiten quedarme con el adelanto.

      —Es lo menos que podían hacer —dijo Mildred—. De todos modos, no lo habrían recuperado: nos lo hemos gastado.

      —Mildred, cielo, ¡qué pena! Este libro… —Entrelazó los dedos con los suyos y se llevó su mano a los labios, pero no era capaz de mirarla a los ojos—. Contaba con que este libro me ayudase a conseguir por fin un puesto de profesor en la universidad. Se habría acabado esto de vivir al día…

      —¿Qué hay de tu segundo libro? El manuscrito está terminado, y en mi opinión tiene incluso más fuerza que el primero. Teniendo en cuenta que está basado en tus investigaciones doctorales de la Universidad de Wisconsin, seguro que el profesor Commons estaría dispuesto a prologarlo. A lo mejor Rowohlt quiere publicar este en lugar del de la Unión Soviética.

      —Dudo que el movimiento obrero marxista de Estados Unidos les parezca un tema menos peligroso que el que han rechazado. —Movió la cabeza con aire pensativo—. Quizá debería quemar el manuscrito.

      —No —protestó Mildred—. Es un libro potente, importante, y tiene detrás muchos años de investigación y análisis.

      —Pero si la policía lleva a cabo una redada en nuestro piso…

      Mildred decidió rápidamente.

      —Podrías darle el manuscrito al reverendo Turner, de la Iglesia Americana. Estoy segura de que te lo guardaría a buen recaudo hasta que los vientos políticos soplen en otra dirección.

      —Para entonces, puede que mis investigaciones ya no sean relevantes.

      Aun así, a la mañana siguiente Arvid empaquetó cuidadosamente el manuscrito y se lo llevó al pastor para que lo pusiera bajo custodia.

      Mildred pensaba pasar el día escribiendo y preparando sus clases vespertinas, pero estaba inquieta y no hacía más que mirar por los ventanales por si veía el furgón policial que se temía que iba a presentarse en su calle de un momento a otro. El alivio que sintió cuando por fin volvió Arvid del trabajo se esfumó al ver su cara de congoja. Mientras cenaban, Arvid le contó que, después de dejarle el manuscrito al reverendo Turner, en lugar de volver a su oficina se había pasado por casa de su colega de ARPLAN Paul Massing, un sociólogo que participaba activamente en el Partido Comunista en Berlín.

      —No estaba en casa —dijo Arvid—. Su novia me dijo que se lo habían llevado a un centro de detención enfrente del campo de aviación de Tempelhof. Cuando fue a verle, le dijeron que le habían mandado a un campo de prisioneros de Uraniemburgo.

      —¿Por qué motivo? ¿Qué campo de prisioneros hay para alguien que no ha sido juzgado ni condenado?

      —Un campo de concentración para prisioneros políticos, según parece.

      Arvid se puso a juguetear con la comida y al final soltó el tenedor sin probar bocado.

      —Salí disparado, por si acaso estaban vigilando su piso. Al llegar a la oficina llamé por teléfono a Friedrich Lenz, de la Universidad de Giessen. Pensé que como es el presidente de ARPLAN había que informarle.

      Mildred se fijó en los surcos del rostro de Arvid, que delataban su tensión.

      —¿El profesor Lenz ya lo sabía?

      —Concretamente lo de Massing, no, pero ya había tenido sus más y sus menos con las SS de la zona. Los camisas negras hicieron una redada en casa de Massing y, al parecer, encontraron algo que sugería que mantiene lazos estrechos con Moscú. Le denunciaron por comunista y por autor de ideas marxistas, y la universidad respondió suspendiendo sus clases.

      —¿Cómo se las ha apañado para evitar que le detengan?

      —No lo sé. Hay muchos miembros de ARPLAN que no han querido esperar a ver si les toca ser los siguientes. Han huido del país. —Arvid se encerró en sí mismo, y cuando volvió a hablar su voz sonaba tranquila y resignada—. El profesor Lenz y yo hemos acordado disolver ARPLAN. Se lo hemos notificado a todos los que hemos podido, y he destruido la lista de los afiliados.

      —Lo siento, cielo. —Alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano—. Es una lástima, pero creo que has elegido la alternativa más prudente.

      —No había más alternativas —dijo con tono cansino, pero logró esbozar una sonrisa tranquilizadora y, cogiendo de nuevo el tenedor, intentó comer.

      Mildred le miró con una mezcla de amor, pena y orgullo. ¡Qué bien sobrellevaba ver que, en cuestión de días, buena parte del trabajo de toda una vida quedaba destruido o deshecho! Un hombre de menos valía se habría derrumbado bajo el peso de tantas decepciones, pero su Arvid, no.

      —Espero que sepas cuánto te quiero —dijo.

      Arvid respondió con una mirada rebosante de cariño y gratitud.

      Desbaratados sus sueños de hacer carrera académica, Arvid se propuso trabajar en el campo de la economía; si no podía ser en la universidad, en el gobierno. Mientras tanto, su primo Klaus le ayudó a encontrar un puesto más lucrativo como abogado en Lufthansa, en calidad de asesor legal. Arvid trabajaba de día de ayudante de su primo y por la noche preparaba oposiciones a la administración.

      Poco después de su primer día de trabajo en Lufthansa, el 23 de marzo, el nuevo Reichstag se reunió en el antiguo teatro de la ópera Kroll, en la Königsplatz, justo enfrente de las ruinas del Reichstag. Allí, la coalición nacionalsocialista hizo aprobar una medida que en lo esencial abolía lo que quedaba de la Constitución de Weimar. La «Ley para el remedio de las necesidades de pueblo y Estado» concedía al canciller Hitler y a su gabinete la autoridad de promulgar leyes sin la supervisión ni la intervención de la asamblea legislativa. Los socialdemócratas votaron en contra, pero no obstante se aprobó. Los nazis celebraron su victoria ilegalizando el partido socialdémocrata, eliminándolo como rival político de la misma manera que había hecho ya con los comunistas. Los partidos políticos restantes, temiendo ser los siguientes, prefirieron disolverse rápidamente antes que arriesgarse a ser encarcelados en Uraniemburgo o en el nuevo campo de concentración que se había abierto en Dachau tan solo dos días antes.


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