Penélope, ¿pececilla o tiburón?. Lorraine CocóЧитать онлайн книгу.
—oyó la animada voz femenina a su espalda. Y aunque esta lo sobresaltó, se giró sin dejar que la sorpresa asomase a sus ojos.
—Hola. ¿Lo ha encontrado todo a su gusto? —preguntó clavando la mirada en ella mientras buscaba el malestar en sus ojos.
—Más o menos. —La respuesta casi lo hizo sonreír, hasta que lo hizo ella, con esos labios que tenían tanta facilidad para curvarse hacia arriba.
—¿No tiene el dormitorio todo lo que necesita?
De nuevo toda una gama de expresiones asomaron a su rostro, como si en su mente se mantuviese una batalla campal.
—Está bien equipado, gracias.
—Bien, después de la cena le enseñaré el despacho y la biblioteca.
—Claro. Aunque antes quizás quiera echarle un vistazo a las anotaciones que le he hecho al contrato.
Aunque no lo pretendiese, una ceja masculina se alzó insubordinada.
—¿Anotaciones? —preguntó, aguantándose las ganas de carraspear. Lo que hizo que su tono sorprendido sonara más grave.
—Sí, sobre las condiciones que he visto que deberíamos tratar.
El nudo en la garganta de Frank aumentó de tamaño. ¿Qué era aquello, una negociación? Él no pactaba. Él ordenaba cómo deseaba las cosas, sin más. Así lo había hecho siempre. ¿Quién se pensaba que era aquella piruleta de colores?
No pudo preguntárselo, porque antes de poder desentumecer las mandíbulas para explicárselo, ella volvió a hablar.
—Le dejaré unos minutos para que pueda verlo con calma. Las anotaciones están al margen. —Y dicho aquello, giró sobre sus talones y la vio caminar en dirección al salón.
Se había cambiado de ropa y ahora ella llevaba un vestido violeta de punto, con ribetes naranjas en cuellos y puños, las mangas ligeramente abullonadas le daban el aspecto de una niña inocente. También el vuelo de la falda y el largo por debajo de la rodilla.
Aún con el ceño fruncido, perdió unos segundos en contemplar el contoneo del tejido, al ritmo de sus caderas, mientras se alejaba. Dio unos pasos hacia la puerta y se asomó viendo que se detenía frente al gran ventanal desde el que se disfrutaba de unas majestuosas vistas de la ciudad, salpicada de luces. Apretó los labios y volvió a la encimera para tomar los folios que había redactado esa mañana.
Efectivamente, tal y como había dicho, allí había no una sino al menos media docena de anotaciones en los márgenes, expresando claramente su disconformidad sobre algunos puntos. Perplejo, se sentó en uno de los taburetes altos tras leer la primera.
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