Penélope, ¿pececilla o tiburón?. Lorraine CocóЧитать онлайн книгу.
gustan los hoteles. Y me debe una tan gorda que no creo que pueda pagarla ni con toda una vida de penitencia. Ella me presentó a mi último agente —apuntó él.
Penélope se quedó con unas ganas enormes de saber más, pero Beckett comenzó a caminar por el largo pasillo, dándole la espalda. Se limitó a seguirlo a una distancia prudencial, mientras pensaba que iba a necesitar un plano de ese sitio para poder moverse por él, si no quería perderse. Giraron a la derecha y encontraron varias puertas. Casi choca con él de nuevo cuando se detuvo en la primera.
—Su cuarto —anunció abriendo la puerta.
No le dio tiempo de asomar la cabeza para echar un vistazo cuando añadió:
—Y la puerta contigua es la mía. No sé si su tía le habrá explicado lo que es trabajar para mí, pero para que no haya confusiones, he redactado un contrato con todo lo que necesita saber de mi forma de hacer las cosas y lo que espero de usted.
Penélope volvió a tragar saliva. ¿Se podía ser más aséptico hablando? Daba la sensación de que, para él, que ella estuviera allí era como tener un enorme grano en el trasero.
—Lo tiene sobre la cómoda —continuó con el mismo tono neutro—. Dejo que se instale mientras preparo la cena. Después aclararé las dudas que pueda tener.
Y sin más, lo vio meter las manos en los bolsillos de sus vaqueros y marcharse tomando el mismo camino por el que habían llegado.
Capítulo 8
En cuanto lo vio girar por el pasillo, se volvió para asomar la cabeza en su cuarto, quedando nuevamente impresionada. Aquella habitación estaba en completa concordancia en diseño y estilo del mobiliario con el resto de la casa, tan pulcra y elegante. De un solo vistazo recorrió toda la habitación, que medía casi lo mismo que su escueto apartamento al completo. Por lo demás, era radicalmente opuesto. Mientras su hogar era una extensión de ella, llena de color, libros y cosas que había ido acumulando y comprando en mercadillos o tiendas de segunda mano vintage, aquel espacio parecía que se pudiese usar para operar en el momento en el que fuese necesario. Todo era blanco, tan blanco y brillante que le recordó a una nave espacial. Salvo que, en lugar de cápsula, tenía una enorme cama king size para dormir. Parecían cubiertas de nieve las mesillas, la cómoda, el banco a los pies de la cama, los cuadros de las paredes, la lámpara de la esquina, junto a un elegante sillón orejero, colocado al lado de una estantería repleta de libros, por supuesto puestos al revés para que solo se viera la parte de las hojas, y así evitar la nota de color en la estancia. Hasta los tapizados eran nacarados, al igual que la ropa de cama. De tan minimalista y limpio, resultaba apabullante. Inmediatamente pensó en las horas de limpieza que llevaría una casa como esa, en la que la más mínima mota de polvo se convertiría en clara protagonista. Sin duda era una vivienda de revista, pero no un hogar. Al menos no uno en el que ella se sintiese cómoda. Pues tenía la certeza de que se pasaría todo el tiempo temiendo manchar algo, o hacer cualquier cosa que rompiese la armonía estéril de aquellos espacios.
En cuanto colocó la maleta sobre su cama y tras abrir los cierres, empezó a sacar sus prendas, ratificando lo fuera de lugar que se encontraba. Si su vestuario solía llamar ya de por sí la atención, ahora iba a sentirse una atracción de feria. Los colores alegres y hasta chillones de sus prendas aún lo parecían más cuando los sacó y los depositó en la cama. Solo tenía que cerrar los ojos para escuchar a Zola decir: «Parece que ha vomitado un payaso». Pensar en su amiga le arrancó una sonrisa que la hizo sentir mejor al instante.
Se sentó en la gran cama y sus pies quedaron colgando, como si fuera una niña. Resopló con fuerza al ver su reflejo en el espejo de la pared. ¿Dónde se había metido? ¿Qué estaba haciendo? Apenas había hablado unos minutos con él y la angustia de estar evitando mentirle se había hecho crispante. ¿Cómo iba a sobrevivir a aquellas semanas? Esta vez fue la voz de Ingrid la que invadió su mente repitiéndole la frase que la había llevado hasta allí: «Haciendo lo que sea necesario por el bien de tu cliente».
De repente se preguntó qué más incluiría ese «lo que sea necesario», porque ciertamente, y tal y como había confesado al señor Beckett, Ingrid no le había dado mucha información. Alzó la vista y recorrió la habitación buscando el documento del que él le había hablado. Sobre la cómoda vio unos folios mecanografiados. Saltó de la cama y fue a por ellos con la esperanza de que aquellas hojas alumbraran algo su camino de las próximas semanas. Mantuvo las esperanzas hasta que, ya en sus manos, echó un vistazo al documento.
¿Doce páginas de contrato para cuatro semanas de trabajo? Penélope parpadeó y cabeceó al tiempo sin poderlo creer. Y pensaba que ella era la loca de las cláusulas. Al menos Gina la culpaba de ello, exponiendo que siempre tenía un subapartado para otro subapartado, que puntualizaba el anterior. Ella solo pensaba que era concienzuda y no quería dejar ningún resquicio para que cualquier editorial, promotor, marca comercial o agente encontrase una grieta por la que pudieran aprovecharse de sus clientes. Estaba acostumbrada a ese tipo de documentos y no esperaba tardar más de diez minutos en leerlo, analizarlo y asimilarlo. Volvió a la cama y, tras descalzarse, escaló hasta ella y se sentó sobre la colcha con las piernas cruzadas, dispuesta a zambullirse en los requisitos que esperaba de ella su «nuevo jefe». La primera vez que abrió los ojos de par en par fue al leer: «Completa disponibilidad las veinticuatro horas, los siete días de la semana». Y a partir de ahí ya no pudo dejar de exclamar y alucinar, línea a línea.
Frank estaba en la cocina esperando que se terminase de calentar en el horno la bandeja con la lasaña que le habían entregado esa mañana. Había contratado un servicio de catering que le llevaba la comida para todo el día, cada día. Él odiaba tener que preocuparse de esas cosas cuando estaba de encierro creativo. En muchas ocasiones se le olvidaba alimentarse y, cuando terminaba horas más tarde, la sola idea de pensar que tenía que cocinarse algo lo estresaba. Por lo que terminaba por comer cualquier cosa que encontrase, o pidiendo comida rápida. Ahora solo tenía que calentar los platos en el horno o el microondas, según las recomendaciones que venían con los preparados. Y desde que Ingrid le descubrió ese servicio, le habían bajado los niveles de colesterol y azúcar considerablemente.
Esa noche tenía un apetito voraz y, sin embargo, ni el olor de la lasaña en el horno consiguió distraerlo de su diatriba mental. Estaba confuso, desubicado, y eso le molestaba. No sabía qué había esperado de la persona que le iba a mandar Ingrid para sustituirla. Cuando le dijo que se trataba de su sobrina, en su mente se formuló una réplica unos años más joven que su asistente. Pero la chica que había aparecido en la puerta y que ahora esperaba con cierta ansiedad a que bajase, no se parecía en nada a esta. Lo había descolocado desde el momento en el que la había estado observando a través de la cámara de seguridad, pero no sabía exactamente por qué. Tal vez fuese su aspecto pintoresco, o lo apabullantemente expresiva que era. Contemplar su rostro un solo minuto era como ver por primera vez un espectáculo de fuegos artificiales. Hasta ese momento no había imaginado que una sola persona pudiese reproducir tantas emociones consecutivas. Era transparente y a su vez un auténtico misterio. Y esos ojos… eran propios de un dibujo animado. No había conseguido apreciarlo por la cámara, y por eso se fijó más en el aparcamiento y en el ascensor, porque primero creyó que eran grises, pero luego se dio cuenta de que eran de un color indescifrable, como si sus iris estuviesen formados por pinceladas entrelazadas de todos los tonos plomizos, vibrantes, cenicientos y eléctricos de verdes, azules y motas color caramelo.
Estaba seguro de que, de haber visto antes esos ojos, se acordaría de ellos. Y aun así, no había podido resistir la tentación de preguntarle para confirmarlo, porque algo en ella le resultaba familiar. De repente, el timbre del horno lo sacó de sus pensamientos, convulsionándolo. Se dio cuenta de que no había tocado la copa de vino que se había servido al bajar y frunció el ceño, percatándose de que haber dejado que Ingrid se marchara podía ser un problema aún mayor de lo que había imaginado. La chica podía ser una distracción. Una distracción que no necesitaba, y menos en ese momento.
Tomó un par de trapos de la encimera y, tras abrir la puerta del horno, sacó la bandeja que dejó sobre la placa de la cocina. ¿Por qué