Amor inesperado. Elle KennedyЧитать онлайн книгу.
Sabe perfectamente a qué me refiero, igual que el resto de nuestros compañeros. No es un secreto que a Brooks le gusta consumir alguna que otra droga en las fiestas. Un porrito por aquí, una raya de cocaína por allá. Va con cuidado respecto a las cantidades y a cuándo lo hace, y supongo que el hecho de que la cocaína solo permanece en la sangre durante cuarenta y ocho horas también ayuda.
Pero eso no significa que lo tolere. No es así. Pero decirle a Brooks lo que tiene que hacer es tan efectivo como hablar con una pared. Una vez, amenacé con decírselo al entrenador, pero Weston no estaba dispuesto a detenerme. Juega a hockey porque es divertido, no porque le encante el deporte y quiera convertirse en profesional. Podría dejarlo en un abrir y cerrar de ojos, y las amenazas no funcionan con alguien que no teme perder.
No es el primero que tontea con las drogas ocasionalmente, y tampoco será el último. Aunque parece que es puramente recreacional y nunca toma en días de partido. Pero ¿y en la fiesta de después? Hagan sus apuestas.
—Si te pillan con algo de material o no superas un análisis de orina, ya sabes lo que pasa. Así que, enhorabuena, vas a estar oficialmente limpio hasta después de la Frozen Four —le informo—. ¿Lo pillas?
Tras un largo y tenso instante, asiente con la cabeza.
—Lo pillo.
—Bien. —Y me dirijo a los chicos—. Centrémonos en ganar a Princeton este fin de semana. Todo lo demás es secundario.
Coby me pone una mueca de engreído.
—¿Y tú qué sacrificas, capitán?
Frunzo el ceño.
—¿De qué hablas?
—Convocas una reunión de equipo. Le dices al pobre McCarthy que deje de tener sexo, le quitas la droga a Weston, y privas a Potts y Bray de su victoria en el campeonato de beer pong. ¿Y tú qué piensas hacer por el equipo?
El silencio inunda el apartamento.
Por un segundo, me quedo sin palabras. ¿En serio? Marco un gol en cada partido como mínimo. Si alguien más lo hace, suele ser gracias a mi asistencia. Soy el patinador más rápido de la costa este y un capitán rematadamente bueno.
Abro la boca para replicar cuando Coby estalla en una risa.
—Tío, tendrías que haberte visto la cara. —Me sonríe—. Tranquilo. Ya haces bastante. Eres el mejor capitán que hemos tenido nunca.
—Sí, sí —coinciden algunos de los chicos.
Me relajo. Pero Coby tiene un poco de razón.
—Mirad, no voy a disculparme por querer que nos centremos, pero lo siento si he sido duro con vosotros. Especialmente contigo, McCarthy. Lo único que pido es que nos concentremos en el juego. ¿Podemos hacerlo?
Unas veinte cabezas asienten.
—Bien. —Doy una palmada—. Podéis retiraros. Descansad y traed vuestras mejores jugadas al entreno matutino de mañana.
Se levanta la sesión y el grupo se dispersa. De nuevo, nuestros vecinos sufren el ruido de los pasos; esta vez, los fuertes pisoteos de dos docenas de jugadores de hockey que dan golpes secos por las escaleras.
—¿Puedo volver a mi habitación, papá? —pregunta Brooks con sarcasmo.
Le sonrío.
—Sí, hijo, puedes irte. Echaré la llave.
Me saca el dedo del medio y se precipita hacia las habitaciones. Mientras tanto, McCarthy me espera junto a la puerta.
—¿Qué le digo a Brenna? —pregunta.
No sé si está enfadado, porque su expresión no revela nada.
—Dile que tienes que concentrarte en el torneo. Que os volveréis a ver cuando termine la temporada.
«Nunca se volverán a ver».
No lo digo en voz alta, pero sé que es cierto. Brenna Jensen nunca le perdonaría a nadie que la pusiera «en espera» y, todavía menos, a un jugador de Harvard. Si McCarthy lo termina, aunque sea durante un tiempo, ella lo convertirá en una ruptura definitiva.
—Briar ha ganado tres campeonatos nacionales en la última década —añado, sin emoción—. Nosotros, en cambio, aquí estamos. Sin una sola victoria. Eso es inaceptable, chaval. Así que ya me dirás qué te importa más, ¿que Brenna Jensen te folle la cabeza o derrotar a su equipo?
—Derrotar a su equipo —dice de inmediato.
Sin titubear. Eso me gusta.
—Entonces, vamos a ganarles. Haz lo que tienes que hacer.
Con un asentimiento de cabeza, McCarthy sale por la puerta y la cierro tras él.
¿Me siento mal por ello? Tal vez un poco. Pero cualquiera vería que él y Brenna no están destinados a estar juntos. Ella misma lo ha dicho.
Solo estoy acelerando lo inevitable.
Capítulo 3
Brenna
—¿Dónde has estado? Te he llamado tres veces, Brenna.
El tono brusco de mi padre siempre me saca de mis casillas. Me habla como a sus jugadores: de forma seca, impaciente e implacable. Me gustaría decir que siempre ha sido así, que me ha ladrado y gruñido toda la vida. Pero sería mentira.
Papá no me grita desde siempre. Mi madre murió en un accidente de coche cuando yo tenía siete años, y mi padre se vio obligado a adoptar el rol materno a la vez que el paterno. Y era bueno con los dos. Me hablaba con todo el cariño y la ternura tanto en el rostro como en la voz. Me sentaba en su regazo, me revolvía el pelo y me decía:
—Cuéntame qué tal el cole hoy, Manzanita. —Mi mote era «Manzanita», por el amor de Dios.
Pero eso fue hace tiempo. Ahora solo soy Brenna y ni siquiera recuerdo la última vez que asocié las palabras «cariño» y «ternura» con mi padre.
—Estaba volviendo a casa bajo un aguacero —le contesto—. No podía responder al móvil.
—¿Volviendo a casa de dónde?
Me bajo la cremallera de las botas en el estrecho recibidor de mi apartamento, que es un sótano. Me lo alquilan Mark y Wendy, una pareja muy agradable que viaja mucho por trabajo. Si a eso le sumamos que tengo una puerta de entrada propia, pueden pasar semanas sin que interaccione con ellos.
—Del Della’s Diner. He ido a tomar un café con un amigo —le digo.
—¿Tan tarde?
—¿Tarde? —Alargo el cuello hacia la cocina, que es incluso más pequeña que la entrada, y echo un vistazo al reloj del microondas—. Apenas son las diez.
—¿No tienes esa entrevista mañana?
—Sí, ¿y? ¿Crees que haber llegado a casa a las nueve y media significa que mañana me dormiré? —No puedo evitar el tono sarcástico. A veces, es difícil no ser tan borde como él.
Ignora la burla.
—Hoy he hablado con una persona de la cadena —me cuenta—. Stan Samuels, es el responsable del panel de control principal, un tipo firme. —La voz de mi padre se vuelve ronca—. Le dije que mañana irías y le he hablado bien de ti.
Me ablando un poco.
—Oh. Qué amable por tu parte. Gracias. —Hay gente que se siente rara si alguien mueve hilos por ellos, pero a mí no me supone ningún problema usar los contactos de mi padre si eso me ayuda a asegurar las prácticas. Son hipercompetitivas y, aunque esté más que cualificada para ellas —he trabajado sin descanso—, estoy en clara desventaja por ser mujer. Por desgracia, es un campo con predominancia masculina.
El programa de comunicaciones de