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Corazón Latino. Michelle ReidЧитать онлайн книгу.

Corazón Latino - Michelle Reid


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de seguridad del hotel se acercó a él.

      —Ha vuelto a su habitación la chica. Él acaba de llegar al bar del casino.

      —¿Tenso? —preguntó Luis.

      —Sí —contestó Víctor—. Maduro, diría yo —se le notaba que se había criado en las calles de Nueva York.

      Luis Vázquez hizo un movimiento de cabeza y se apartó de la ventana.

      —Dime cuándo se acerca a las mesas —fue todo lo que dijo. Luego se fue de la habitación de control.

      El lugar quedó en silencio. Así como el salón del casino estaba lleno de ruidos y actividad, la zona de control era silenciosa. Se podía oír caer un alfiler.

      La habitación, al igual que el hombre, no revelaba nada de su personalidad. A excepción de un cuadro colgado detrás del escritorio negro. Se trataba de un escorpión dorado en un fondo blanco, con la cola letal curvada hacia arriba.

      Pero helaba la sangre verlo. Aunque no parecía amenazar a Luis Vázquez, sino al pobre infeliz que tuviera la mala suerte de sentarse al otro lado del escritorio.

      Era un símbolo que en una época parecía estar presente en todo lo que hacía Luis Vázquez. Desde entonces había aprendido a ser más sutil. Ahora mantenía aquel cuadro por razones personales y como advertencia, para cualquiera que tuviera la desgracia de que lo llamasen a aquellas habitaciones privadas, de que Luis Vázquez aún tenía un aguijón en su cola.

      Pero en aquellos momentos, Luis Vázquez era más conocido por otro logotipo. El que identificaba a sus hoteles, con los que se había ganado una reputación de servicio de calidad y confort, a lo largo de diez años.

      Aquel era un Ángel Hotel. Ángel como en Luis Ángel Vázquez.

      Pero todos sus hoteles tenían casinos, que era lo que atraía. El lujo del que disfrutaban sus huéspedes mientras jugaban, era un valor añadido.

      El escorpión era probablemente más representativo de lo que era Luis Vázquez en realidad.

      Luis se sentó debajo del escorpión y abrió un cajón cerrado con llave.

      Sus elegantes dedos sacaron lo único que había en el cajón.

      Era un dossier envuelto en piel. No lo abrió inmediatamente sino que se balanceó en la silla y repiqueteó los dedos encima del escritorio. Su expresión no revelaba nada, como de costumbre.

      Tenía unos hermosos ojos marrones, con algo de ojeras por falta de sueño en una cara muy atractiva. Era un auténtico español por sangre, con una piel cobriza, herencia de sus ancestros, aunque había sido criado en América. Los pómulos salientes, la nariz pronunciada, al igual que el contorno de su cara, y su boca sensual completaban su atractivo.

      Pero aun así, tenía en el rostro la frialdad de un distante ejecutor. De hombre sin corazón, o con el corazón de alguien capaz de mantener la calma, con paso firme y cerebro despejado, aunque estuviera sometido a cualquier presión.

      De pronto dejó de mover los dedos y abrió el dossier. Sacó un montón de documentos que había en su interior. Con increíble destreza, los ojeó hasta dar con el que quería. Se quedó inmóvil, mirando una foto de siete por nueve centímetros, de Caroline.

      Sin duda era hermosa. Tenía el pelo del color del trigo maduro, enmarcando una cara perfectamente delineada. En sus treinta y cinco años jamás había visto algo igual. Su piel era la típica de una inglesa: blanca rosada y los ojos color amatista. Tenía una nariz pequeña y recta, y una delicada forma de cara, pero lo que más llamaba la atención era su boca: suave, cálida, rosa y carnosa. Una boca deliciosa.

      Lo decía por experiencia. Y pronto la volvería a probar. Un rasgo de su carácter era la paciencia, y cuando se proponía un objetivo, no le importaba esperar.

      Su próximo objetivo era Caroline. Y estaba tan seguro de su éxito, que mentalmente sentía que ella ya era suya.

      Dejó la foto a un lado y miró otros papeles: facturas, cartas, avisos, hipotecas de propiedades, advertencias de extinción de derecho de redimir hipotecas, una lista interminable de deudas de juego no pagadas, viejas y nuevas. Las leyó una a una, y luego las dejó a un lado también.

      Una luz en su teléfono interno se encendió.

      —¿Sí?

      —La chica está bajando —le informó Víctor Martínez—. Su padre está jugando fuerte.

      —Bien —contestó Luis.

      Metió todos los papeles y la foto en el dossier y volvió a guardarlo en el cajón.

      Luego rodeó el escritorio y salió de la habitación.

      En el cuarto de control, Víctor Martínez estaba de pie al lado de la ventana. Luis se acercó a él. Víctor le hizo una seña con la cabeza y él miró una mesa de ruleta.

      Impecablemente vestido, apuesto aún para su edad, alto y elegante, sir Edward Newbury jugaba en la mesa con cara de preocupación.

      Luis reconoció la mirada. Estaba atrapado, sobreexcitado, y preparado para vender su alma al diablo. «Maduro», como había dicho Víctor.

      Luis desvió la mirada de sir Edward y miró hacia la entrada, por donde acababa de aparecer Caroline.

      Habían pasado siete años, pero ella apenas había cambiado. Llevaba un vestido negro ajustado que se lo confirmaba. No había perdido nada de la firmeza de su juventud. Y él, volvía a sentirse excitado al verla, como entonces.

      Sintió el deseo de aprehender lo prohibido que suponía aquella mujer. Ella era un símbolo de clase y casta. Hasta su nombre era algo especial. Miss Caroline Aurora Celandine Newbury…

      Luis saboreó su nombre. Tenía un árbol genealógico, una educación y un ambiente especialmente diseñado para la elite, y una mansión con tierras que envidiaría cualquier rey.

      Aquellas eran las credenciales que les daba el derecho a los Newbury a considerarse nobles, pensó Luis cínicamente. Para ser aceptado entre ellos debía tener algo especial. Incluso en aquel momento en que estaban en decadencia y casi de rodillas, medirían el valor de cualquiera por esas características.

      Caroline estaba muy pálida. Parecía tensa e incómoda. Pero a ella jamás le habían gustado esos sitios.

      Caroline vio a sir Edward cuando giró la ruleta. Luis observó que el cuerpo femenino se ponía rígido, que apretaba los labios.

      Se adelantó y se puso detrás de su padre. Parecía insegura, como si no supiera qué hacer.

      Luis sabía que lo que habría querido hacer hubiera sido llevárselo a rastras de allí.

      Pero su educación se lo impedía.

      Negro. Impar. sir Edward perdió, una vez más aquel día.

      Cuando el hombre hizo un gesto de frustración, Caroline intervino.

      —Papá…

      Luis la vio poner una mano en la manga del esmoquin de su padre suplicándole que entrase en razón. Casi la escuchaba.

      Pero sir Edward no podía abandonar en aquel momento. Aunque lo perdiese todo.

      Su padre se soltó de ella y puso un gesto petulante. Caroline no podía hacer otra cosa que quedarse de pie y mirar.

      Negro. Sir Edward perdió nuevamente.

      Caroline volvió a insistir en que lo dejase. Otra vez su padre no le hizo caso.

      Luis vio que los ojos de Caroline se humedecían esta vez e involuntariamente apretó sus manos grandes y viriles. Caroline miró alrededor, como buscando ayuda, inútilmente.

      Luego, sin aviso alguno, alzó la mirada hacia la torre de control, y la clavó en él con una intensidad que casi le robó el aliento.

      Luis no movió ni un músculo. Sabía que Caroline no podía


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