La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos. Washington IrvingЧитать онлайн книгу.
legión de jóvenes diablillos, gritando y brincando en la hierba con alegría por su temprana liberación.
El galante Ichabod ahora pasó por lo menos media hora extra en su baño, cepillándose y arreglando su mejor, y de hecho su único traje negro lustroso, y arreglaba sus rizos frente a un pedazo de espejo que colgaba en la escuela. Para hacer su aparición ante su amante en el verdadero estilo de un caballero tomó prestado un caballo del granjero con el que estaba viviendo, un viejo holandés colérico del nombre de Hans Van Ripper, y así montado galantemente, partió como un caballero andante en busca de aventuras. Pero es menester que yo, fiel al verdadero espíritu de la historia romántica, dé cuenta de las apariencias y equipamientos de mi héroe y su corcel. El animal que montó era un caballo de tiro destrozado, que había sobrevivido a casi todo excepto a su ferocidad. Estaba cadavérico y exhausto, con el cuello caído y cabeza como un martillo; su vieja crin y cola estaban enredadas y con nudos; un ojo había perdido su pupila y era brillante y espectral, pero el otro tenía el resplandor de un demonio genuino en él. Aún así, debió haber tenido brío y temple en su época, si podemos juzgar por el nombre que llevaba: Pólvora. De hecho, había sido el corcel favorito de su maestro, el colérico Van Ripper, que era un arrojado jinete, y muy probablemente había infundido algo de su propio espíritu en el animal, porque, viejo y destrozado como se veía, había más del demonio al acecho en él que en cualquier joven potro en la región. Ichabod tenía la figura adecuada para tal corcel. Montó con los estribos cortos, que acercaron sus rodillas hasta el pomo de la silla; sus afilados codos sobresalían como un saltamontes; llevaba su fusta perpendicularmente en la mano, como un cetro, y mientras su caballo corría, el movimiento de sus brazos no era diferente al batir de un par de alas. Un pequeño gorro de lana descansaba en la parte superior de su nariz, porque su frente era muy escasa, y las faldas de su abrigo negro se agitaban casi hasta la cola del caballo. Tal era el aspecto de Ichabod y su corcel cuando salieron de la puerta de Hans Van Ripper que era una aparición muy difícil de encontrar a plena luz del día. Era, como he dicho, un lindo día otoñal; el cielo estaba claro y sereno, y la naturaleza vestía ese uniforme rico y dorado que siempre asociamos con la idea de la abundancia. Los bosques se habían puesto sus sobrios colores marrón y amarillo, mientras que algunos árboles más tiernos habían sido afectados por las heladas que les dieron brillantes tintes de naranja, púrpura y escarlata. Oleadas de patos silvestres comenzaron a aparecer en el aire; el gruñido de la ardilla podía escucharse desde los bosques de hayas y nueces de nogal y el monótono canto de la codorniz a intervalos en el campo de rastrojo vecino. Los pajaritos se daban sus banquetes de despedida. En la plenitud de su jolgorio, revoloteaban, gorjeando y jugueteando de arbusto en arbusto, y de árbol en árbol, veleidosos por la profusión y variedad que los rodeaba. Ahí estaba el honrado petirrojo, que es el objetivo favorito de los cazadores más jóvenes, con su canto alto y quejumbros; y los mirlos cantores formando nubes negras al volar juntos, y el pájaro carpintero de alas doradas con su cresta carmesí, su amplio cuello negro y su espléndido plumaje; y el ampelis, con sus alas de punta roja y su cola amarilla y su pequeño gorro de plumas; y el azulejo, ese ruidoso vanidoso, con su alegre abrigo azul claro y su ropa interior blanca, gritando y charlando, saludando y meneándose y haciendo reverencias, y fingiendo estar en buenos términos con todos los cantores del bosque.
Mientras Ichabod trotaba lentamente en su camino, su ojo, siempre abierto a todos los síntomas de la abundancia culinaria, se deleitaba con los tesoros del agradable otoño. Por todos lados vio una gran cantidad de manzanas: algunas colgando en opulencia opresiva en los árboles; algunas reunidas en cestas y barriles para ser llevadas al mercado; otras amontonadas en abundantes montones para hacer sidra. Más adelante, vio grandes campos de maíz criollo, con sus mazorcas doradas asomando por sus envolturas de hojas, que ofrecían la promesa de pasteles y budines de harina de maíz y las calabazas amarillas que yacían debajo de ellas, levantando sus bellos y redondos vientres hacia el sol, y brindando amplias perspectivas de los más exquisitos pasteles; y en seguida pasó por los fragantes campos de trigo sarraceno que infundían el olor de la colmena, y mientras los contemplaba, se abalanzaron sobre su mente las delicadas crepas, bien untadas con mantequilla y adornadas con miel o melaza, junto a la delicada y diminuta mano de Katrina Van Tassel.
Así, alimentando su mente con muchos pensamientos dulces y suposiciones azucaradas, viajó a lo largo de las laderas de una serie de colinas que contemplan algunas de las escenas más bonitas del poderoso Hudson. El sol hacía girar gradualmente su amplio disco hacia abajo en el oeste. El amplio seno del Tappan Zee yacía inmóvil y vidrioso, excepto cuando por aquí y por allá una suave ondulación ondeaba y alteraba el reflejo de la sombra azul de la montaña distante. Unas nubes color ámbar flotaban en el cielo, sin un soplo de aire que las moviera. El horizonte tenía un fino tinte dorado, cambiando gradualmente a un verde manzana puro, y luego al azul profundo del medio cielo. Un rayo permanecía en las cimas boscosas de los precipicios que sobresalían de por encima de algunas partes del río, lo que daba mayor profundidad a los grises oscuros y púrpuras de sus lados rocosos. Un velero vagaba a lo lejos, cayendo lentamente con la marea, su vela colgando inútilmente contra el mástil, y cuando el reflejo del cielo brillaba a lo largo del agua quieta, parecía como si el barco estuviera suspendido en el aire.
Fue hacia la tarde cuando Ichabod llegó al castillo de Heer Van Tassel, que estaba atestado con viejos agricultores que eran la crema y nata de los poblados adyacentes, una raza sobria de caras curtidas, con abrigos y pantalones bombachos caseros, medias azules y enormes zapatos y magníficas hebillas de pewter. Sus pequeñas esposas enérgicas y marchitas, con sus cofias ajustadas, corpiños largos de cintura alta, enaguas hechas en casa con tijeras y cojines para alfileres, y vistosos bolsillos de calicó que colgaban en el exterior. Las rollizas hijas, casi tan anticuadas como sus madres, a excepción de algún sombrero de paja, un fino listón o quizás un vestido blanco, que daban ejemplos de las innovaciones en la ciudad. Los hijos en abrigos cortos de corte cuadrado, con hileras de estupendos botones de latón y su cabello en general en una coleta a la moda de eso tiempos, especialmente si podían conseguir una piel de anguila para ese propósito, que se consideraba en todo el país como un poderoso nutriente y fortalecedor del cabello.
Brom Bones, sin embargo, fue el héroe de la escena, ya que acudió a la reunión sobre su corcel favorito, Temerario, una criatura como él, de personalidad fuerte y traviesa, y que nadie más que él mismo podía controlar. De hecho, se destacaba por preferir a los animales salvajes, dados a todo tipo de trucos que mantenían al jinete en constante riesgo de lastimarse el cuello, ya que consideraba un caballo manejable y bien domesticado como indigno de un muchacho con carácter.
Me gustaría hacer una pausa para detenerme en el mundo de los encantos que cautivaron la atónita mirada de mi héroe cuando entró en el salón principal de la mansión de Van Tassel. No los encantos del grupo de chicas rollizas, con su lujoso despliegue de rojo y blanco; sino los amplios encantos de una auténtica mesa de té holandesa, en la suntuosa época del otoño. ¡Esas bandejas llenas de tartas de diversas y casi indescriptibles clases, conocidas sólo por las amas de casa holandesas con experiencia! Había donas, su predecesor y suave olykoek, y dorados y crujientes buñuelos; pasteles dulces y bizcochos, panqués de jengibre y panqués de miel, y toda la familia de pasteles. Y luego estaban las tartas de manzana, las tartas de melocotón y las tartas de calabaza; además de lonchas de jamón y carnes ahumadas; y además deliciosos platos de ciruelas en conserva y melocotones, peras y membrillos; sin mencionar los sábalos asados y los pollos rostizados; junto con cuencos de leche y crema, todo mezclado de manera desordenada, casi como los he enumerado, con la tetera enviando sus nubes de vapor desde el medio: ¡Dios bendito! Quiero aliento y tiempo para hablar de este banquete como se merece, y estoy demasiado ansioso por continuar con mi historia. Afortunadamente, Ichabod Crane no tenía tanta prisa como su historiador, pero prestaba atención a todos los detalles.
Era una criatura amable y agradecida, cuyo corazón se dilataba mientras que todo él se sentía alegre y su espíritu se elevaba al comer, como les pasa a algunos hombres con la bebida. No podía evitar también poner los ojos en blanco mientras comía, y sonreír pensando en la posibilidad de que algún día pudiera ser él el señor en toda esta escena de lujo y esplendor casi inimaginable. Entonces, pensó, qué pronto le daría la espalda a la vieja escuela; le chasquearía los dedos a Hans Van Ripper y a todos los demás tacaños patrones, ¡y echaría fuera a cualquier