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Atrapa a un soltero - La ley de la pasión. Marie FerrarellaЧитать онлайн книгу.

Atrapa a un soltero - La ley de la pasión - Marie Ferrarella


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y embarrada. Conseguí lavarla antes de que se fuera la luz —señaló las velas—. Ahora mismo está colgada en el garaje, pero no se secará hasta mañana. Si acaso.

      Él estaba acostumbrado a los apagones eléctricos, solían durar unos minutos.

      —A no ser que vuelva la electricidad.

      La pelirroja movió la cabeza y su pelo flotó alrededor de su rostro como una nube al viento.

      —Lo dudo mucho. Por aquí, cuando se va la luz no es a corto plazo. Con suerte, la electricidad volverá mañana a mediodía.

      Alain miró el edredón que lo cubría. Incluso ese leve movimiento le causó dolor.

      —Bueno, aunque sea una opción intrigante, no puedo estar desnudo tanto tiempo. ¿Podrías prestarme ropa de tu marido hasta que la mía se seque?

      —Eso no va a ser nada fácil —contestó ella, con un brillo divertido en los ojos.

      —¿Por qué?

      —Porque no tengo marido.

      Él tenía la sensación de haber visto a alguien con impermeable y capucha antes.

      —¿Compañero? —sugirió. Al no recibir contestación, insistió—: ¿Hermano? ¿Padre?

      —No, ninguna de esas cosas.

      —¿Estás sola? —preguntó él, incrédulo.

      —Ahora mismo tengo siete perros —le dijo, con una sonrisa traviesa—. Nunca, en ningún momento del día o de la noche, estoy sola.

      Él no entendía. Si no había nadie más en la casa…

      —Entonces, ¿cómo me has traído? No pareces lo bastante fuerte para haberlo hecho sola.

      Ella señaló la lona que había extendido ante la chimenea para que se secara.

      —Te tumbé en eso y te arrastré hasta aquí.

      Él tuvo que admitir que estaba impresionado. Ninguna de las mujeres que conocía habría intentado siquiera hacer algo así. Lo habrían dejado bajo la lluvia hasta que pudiera moverse por sí solo. O hasta que se ahogara.

      —Una mujer con recursos.

      —Me gusta creer que lo soy.

      Y como tenía recursos, su mente no paraba nunca. Se centró en el problema de tener a un hombre casi desnudo en el salón.

      —Creo que hay un viejo peto vaquero de mi padre en el ático —dijo Kayla. Empezó a ir hacia la escalera, pero se detuvo. Miró al hombre que había en el sofá con una expresión escéptica en los ojos verdes.

      Alain se preguntó qué estaría pensando. Y por qué lo miraba dubitativa.

      —¿Qué?

      —Bueno… —Kayla titubeó, buscando una forma delicada de decirlo, a pesar de que su padre había fallecido unos cinco años antes—. Mi padre era un hombre bastante grande.

      —Yo mido un metro ochenta y cinco —apuntó Alain, que seguía sin ver el problema.

      Ella sonrió y, a pesar de la situación, él sintió una atracción magnética, como si alguien le hubiera echado un lazo y tirara de él.

      —No, no grande así… —Kayla alzó la mano para indicar altura—, grande así —aclaró poniendo la mano delante de su abdomen; su padre había tenido el cuerpo de un oso grizzly adulto.

      —Me arriesgaré —le aseguró Alain—. Es eso o ponerme algo tuyo, y no creo que ninguno de los dos queramos ir por ese camino.

      De repente se le ocurrió que estaba conversando con una mujer cuyo nombre no conocía y que no sabía el suyo. Aunque no era algo tan inusual en su vida, había llegado la hora de las presentaciones.

      —Por cierto, soy Alain Dulac.

      La sonrisa de ella, a juicio de Alain, iluminaba la habitación mucho mejor que las velas.

      —Kayla —dijo ella—. Kayla MacKenna —le vio hacer una mueca de dolor al intentar incorporarse para darle la mano. Con gentileza, apoyó las palmas de las manos en sus hombros y lo obligó a tumbarse de nuevo—. Creo que deberías seguir ahí un rato. Te hiciste una brecha en la cabeza y fisuras en un par de costillas. Te he dado puntos en la frente y vendado el pecho —añadió—. No parece que haya más daños. Hice un reconocimiento con mi escáner portátil.

      —¿He de suponer que eres médico? —preguntó él. O eso, o estaba ante un personaje de Star Trek. Kayla negó con la cabeza.

      —Veterinaria —corrigió.

      —Oh —Alain tocó el vendaje de la cabeza, como si no supiera qué pensar—. ¿Significa eso que de pronto voy a empezar a ladrar o a sentir el impulso de beber agua del inodoro?

      Ella se echó a reír. A Alain le pareció una risa de lo más sexy.

      —Sólo si quieres. Las reglas básicas de la medicina son las mismas, ya se trate de animales o humanos —le aseguró—. Hoy en día ya ni siquiera matan a los caballos cuando se rompen una pata.

      Él hizo intención de moverse, pero se detuvo cuando ella lo miró con dureza.

      —¿Por qué no descansas mientras voy a ver si encuentro algo de mi padre en el ático?

      Sin que él lo notara, la jauría de perros se había cerrado a su alrededor. Daban la impresión de mirarlo con suspicacia, o eso le parecía a él. Eran siete en total, siete pastores alemanes de distintos tamaños y colores: dos blancos, uno negro y el resto negros y dorados. Ninguno de ellos, excepto el más pequeño, que tenía una pata escayolada, tenía aspecto amigable.

      —¿Crees que es seguro dejarme solo con estos perros? —le preguntó Alain a Kayla.

      —No les harás daño. Confío en ti —sonrió ella.

      —Sin ánimo de ofender, no pensaba hacerles daño. Me preocupa que decidan que no han cenado suficiente —dijo, sólo medio en broma—. La supervivencia del más fuerte y todo eso.

      —No te preocupes —le dio una palmadita en el hombro, que era lo mismo que hacía con los perros para tranquilizarlos—. No te han confundido con un macho alfa invasor —los miró y comprendió que para un extraño podían resultar intimidantes—. Si hace que te sientas mejor, me llevaré a algunos conmigo.

      —¿Qué te parece llevártelos todos? —sugirió él.

      —No te gustan los perros —afirmó, más que preguntó, ella. Se sentía un poco decepcionada por eso, aunque no sabía por qué.

      —Los perros me gustan —contradijo él—. Pero preferiría estar de pie, no tumbado como si fuera el último plato del menú.

      —Vale, entonces vendrán conmigo —aceptó ella, suponiendo que era comprensible que estuviera nervioso—. Sólo te dejaré a Winchester —dijo, señalando al perro más pequeño.

      Ése parecía bastante amistoso. Pero Alain sintió curiosidad por la elección.

      —¿Por qué? ¿Es porque se ha roto una pata?

      —No se rompió la pata —corrigió ella—. Alguien le dio un tiro. Pero he pensado que podríais crear un vínculo, Winchester fue quien te encontró —aclaró. Salió de la habitación con los perros pisándole los talones.

      Un minuto después de que Kayla saliera de la habitación, él comprendió que ella se equivocaba. Winchester no lo había encontrado; había sido el responsable de su súbita e inesperada fusión con el roble.

      Pero ya era tarde para decírselo.

      Capítulo 3

      La puerta del ático crujió al abrirla. Kayla se detuvo en el umbral un momento, observando las sombras que


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